Ayer hizo cincuenta años que
murió León Felipe, poeta que nunca rehuyó su responsabilidad moral para con sus
lectores, que encaró la verdad en sus escritos. Miró de frente tanto los
abismos de la condición humana, como los suyos propios. Ya fuese en la
juventud, o en la vejez.
Escribe Gerardo Diego en su
prólogo a la Obra poética escogida de
León Felipe (Espasa-Calpe, 1980), que éste escribió un “aluvión incontenible”
de nuevos libros a partir de 1939. Tenía el poeta 55 años cuando acabó la
guerra. Entre otros poemarios, daría a imprenta El hacha, Español del
éxodo y del llanto, Ganarás la luz, Antología rota, El cuervo o ¡Oh, este viejo y roto violín! Es decir, compuso lo más granado de su obra bien
entrado en la madurez, cuando no directamente en la tercera edad. En esos versos predomina –nos confiesa el
propio autor– una voz de “grajo, destemplada y maldiciente”. Sobrecoge El
ciervo (1958), escrito a la muerte de su esposa, de cuño “herético”
y tono “desesperado” (Diego, dixit).
En él leemos fragmentos como los siguientes: “Todos somos fantasmas/ hechuras
del viento”, somos “una larga e interminable familia de fantasmas”. Por
entonces contaba setenta y tres años y reconocía: “no he averiguado todavía si
la vida es un acertijo o una trampa”. En su dolor, sólo aguardaba la muerte,
daría –dice– : “todas mis lágrimas por un profundo e interminable sueño”, y así
se lo exigía a Dios: “No me despiertes más”, “Quiero entrar en la Nada”. Cuando
Losada publicó –un lustro después– sus Obras completas, León Felipe reaccionó con furia. Muestra de ello es
la carta que escribió a su editor:
“Al libro, con su preciosa
encuadernación, le pusisteis una camisa de
fuerza, y la metisteis (me metisteis) en una caja de cartón dura y gris, con
una cerradura japonesa: un perfecto catafalco. Así me quisisteis enterrar. Pero
no estoy muerto”
(De
Castillo interior. Edición de
Gonzalo Santonja, Fundación Santander, 2015)
Para reivindicarse a sí mismo en
la senectud, para demostrar su buen estado de salud poética, para sacar músculo
existencial a los ochenta años, publicó en 1966 ¡Oh, este viejo y roto
violín! Del que dice:
Es verdad que suena muy mal este
violín […]
Pero con él tengo que tocar
todavía
unas cuantas canciones
que se me olvidaron en mis Obras
completas […]
Y no quiero marcharme sin
tocarlas.
En el libro se oye el latido
de su sangre. Y supone un cambio con
respecto a su obra anterior: “El infierno enseña mucho…y ahora de vuelta… me he
puesto a escribir de otra manera. Y a decir cosas que no había dicho antes”
(carta citada). Este viejo rebelde, de “verso recto y limpio como una lanza”,
pretendía “tocar algo nuevo antes/ de marcharme definitivamente/ de la tierra”.
En sus páginas encontramos una trémula llama de esperanza (“Si existe el infierno/
no existe la Nada”) y un imperativo deseo de eternidad (“¿Y es tan difícil/
hacer que todos los hombres sean dioses?”). No obstante, no se encuentra ahora
tan lejos de aquella descripción que realizaba de sí en una carta a Juan Larrea
fechada en 1949: “He sido un espíritu de la noche, un lamento lunar”. Si bien
León Felipe renació, a dos años del fin, a un ansia espiritual, lo cierto es
que su estilo siguió siendo agónico, bronco y febril: “Me gusta lo que he
escrito/ sin levantar la pluma”.
León Felipe desapareció de la
tierra hace medio siglo. Él sólo aspiraba a que le sobreviviesen algunos poemas
de los Versos y oraciones del caminante y
El ciervo: “Quedará menos, una
gotita de rocío diluida, perdida y anónima en el gran río de las canciones eternas”
(carta a Camilo José Cela, 1959. Obra citada). Puso el destino de su obra a las órdenes del
viento:
“Mi palabra está aún trémula y
tímida en el aire, y a merced del viento estará siempre. Es posible, casi
seguro, que se la lleve el vendaval. Si
al mundo el día de mañana llega algún resto de mis versos, eso será lo que
recojan los antólogos venideros”. (artículo publicado en Letras de
México, 1941. Obra citada)
Lo cierto es que a nuestras manos
ha llegado su obra a través de distintos volúmenes. A la mencionada selección
de Gerardo Diego, sumemos la edición de Akal/Bolsillo de su Antología rota (yo tengo la edición de 1990), o más recientemente,
la que acaba de publicar Visor. Ha ganado su batalla al olvido con su obra, que
es también una plegaria a la divinidad: “La poesía no es más que un sistema luminoso de
señales… Hoguera que encendemos aquí abajo, entre tinieblas encontradas, para
que alguien nos vea… para que no nos olviden… ¡Aquí estamos, Señor!” (Ganarás
la luz, 1942).
Leerlo es la mejor manera de celebrarlo.
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