VIDA Y AMOR: UNA EXPLORACIÓN CON PULSO
“La poesía es un género incendiario”, dice Ariadna G.
García. Quema en
su caso -añadimos nosotros- la realidad hasta dejarla en su esqueleto, y lo
hace -como poeta verdadera que
es-, nombrándola de modo que, desnuda, no deje de existir en su manifestación
de amor, soledad, angustia, libertad, tolerancia y solidaridad. Nombrar que es
definitivamente crear, creación dispuesta a ser morada corporal y espiritual,
llegando hasta el ámbito de la conciencia de cada uno de los lectores. Es lo
que esta noche nos va a suceder amigos, porque la poesía de Ariadna sucede.
Nacida en Madrid en 1977, es, además de poeta, profesora
de Enseñanza Secundaria, antóloga y crítica. Su obra poética está formada por
cuatro libros: Construyéndome
en ti, Napalm (Premio de Poesía Hiperión), Apátrida (Premio de Arte Joven de la
Comunidad de Madrid) y La Guerra de Invierno (Premio Internacional de Poesía
“Miguel Hernández-Comunidad Valenciana”, publicado este año por Hiperión, como
los dos libros anteriores). En cuanto a su trabajo como antóloga y estudiosa,
les recomiendo cuatro antologías ejemplares: Poesía Española de los
Siglos de Oro,
donde se vierte toda la sabiduría histórica, cultural y literaria que posee Ariadna
G. García de los
siglos XVI y XVII, y en la que
destacan también sus virtudes docentes para despertar la vocación lectora de
los estudiantes; Antología de la Poesía Española (1939-1975), en donde con el mismo sistema
que en la anterior (publicadas ambas por Akal) nos ilumina un panorama poético
que abarca desde la confluencia a principios de los años treinta de tres
generaciones (la de Unamuno, Machado y Juan Ramón, la del 27 y la del 36) hasta Luis Antonio de Villena y Antonio Colinas; Veinticinco poetas
españoles jóvenes,
en cuya edición estuvo acompañada por otros dos poetas, Guillermo López
Gallego y Álvaro
Tato (se trata
de una antología fruto del consenso de los propios poetas, sin exclusiones de
grupos o tendencias, reflejo de la diversidad de la poesía última, publicada por
Hiperión); y, para terminar, una gran sorpresa: la primera antología en
castellano de la lírica de Ray Bradbury: Vivo en lo invisible, edición bilingüe con traducción
y prólogo de Ariadna y de Ruth Guajardo González (Salto de Página, 2013). En cuanto a su labor
crítica, la ejerce habitualmente en “La tormenta en un vaso” y en “Culturamas”,
y si alguno quiere asomarse a su blog, se llama “El rompehielos”.
Ariadna G. García, que posee una gran formación clásica, mantiene
un diálogo permanente con la tradición, renovándola. Y no deja de explorar (qué
verbo tan suyo) distintos lenguajes, se siente “apátrida” al no instalarse en
un único territorio literario. La poesía es para ella movimiento, un continuo
cuestionamiento del mundo y una constante proposición de alternativas: una
actitud, en suma, de rebeldía. En ese sentido, se siente muy cerca de los
místicos, tan rebeldes en su tiempo, tan comprometidos en la transformación de
la realidad. La lírica nos ayuda a crecer, nos acompaña, piensa asimismo Ariadna, y tiene propiedades curativas
porque -nos dice- “ahonda en las heridas por las que sangramos todos para
después sellarlas”. Como en toda obra poética empañada de existencia, hay un
núcleo vivificante, que en su caso es el amor. Amor en el que corazón y piel
tienen, creo, un latido común. El amor como una metralla del ser amado
incrustada en el vivir de su amante. Es el amante, o la amante, quien da fe de
que el mundo existe, quien solidifica cuanto le sucede al que se siente amado,
o a la que se siente amada. Quien convierte en materia íntima una calle, una
luz, un paisaje. El amor no nos permite estar pasivos, sino activos en un
persistente alumbrar pleno de memoria. Amor íntimamente vinculado al espacio en
la poesía de Ariadna, para en él llenarse del tiempo del ser amado, para estar con él en
un mismo lugar que es todos los lugares. Amor que se concreta en la relación de
pareja sobre la que Ariadna proyecta el lenguaje como un escáner. Y junto al amor,
otro centro irradiante en los poemas de nuestra autora es el viaje o
peregrinación interior. Viaje que, como saben, está ya presente en Homero y Virgilio. El viaje y lo que tiene tanto
de anudamiento como de intemperie. Y permítame que añada a lo dicho la
presencia de la infancia como tiempo cierto, sin éxodo ni destierro, y el mundo
de los sueños como una realidad más. En cuanto al lenguaje, ¿qué decir?: que
tiene una fe absoluta en él, hasta el punto de considerarlo como contenedor de
ser. Un lenguaje muy pegado a lo cotidiano, pero con una gran carga simbólica.
Todo lo que les he transmitido hasta ahora ha sido mi
lectura de Apátrida, que me parece una buena puerta de entrada en La
Guerra de Invierno, por esa unidad que posee la obra de Ariadna dentro de sus múltiples y ricos
registros. Una puerta de entrada consciente de que todo lo que nos pasará en el
viaje a Finlandia es inflamable, es poesía-pasión. Un viaje en el que se
fundirán geografía, historia y exploración interior. Geografía extrema donde la
nieve, el hielo, la distancia, el cielo blanco, la niebla… ponen al límite la
temperatura basal de las emociones, originan estados de ánimo que pasan de la
sensación de plenitud, honda compañía y asombro, a momentos de angustia y temor
y, sobre todo, inmovilizan a veces al ser humano en una soledad sin techo que
acentúa la conciencia de fragilidad y se torna honda pregunta sobre la
existencia. Y aquí, ya desde el primer momento, nos situamos en esa senda de
exploración interior que no cesará a lo largo del poemario, senda en la que el
amor marca el tiempo y el espacio, el arte está lleno de memoria, la naturaleza
llega a respirar como otro ser, la belleza no es inocente, pues cuando toca
fondo fulgura en medio del dolor y la destrucción, y la mirada continuamente
desvela lo que ve desde lo amado. El sur de Finlandia (con sus grandes
ciudades, como Helsinki y Turku) y el norte (el Círculo Polar, Laponia), son el
itinerario seguido por las protagonistas de este poemario tan encarnado que
todo nos interpela promoviendo nuestra respuesta reflexiva y emocional. De este
itinerario he elegido algunos poemas como ejemplo. El primero tiene como
escenario la Catedral luterana de Turku, y en él la naturaleza consumada en su
ciclo vital, la piedra sin edad y la música y su escala para el espíritu
trasladan a las amantes a ese cielo en que, eternas, brillarán. Leo con emoción
el poema:
Es el ciclo anual de muerte y vida
de la
naturaleza.
Grandes
bloques de hielo
están
bajando el río lentamente.
Tú y yo nos
abrazamos
aquí, en
este rincón nevado,
junto a una
puerta entornada
de la
catedral.
Su piedra
es resistencia
frente al
tiempo,
memoria
respirable.
Dentro
suena
el clamor
de un coro,
un ejército
de voces
que
atraviesa los siglos.
Es el Réquiem
de Mozart.
Flota
ingrávido, fiero.
No acaricia
la luz.
Golpea el
aire.
Suplica
permanencia.
Nuestros
besos,
hondos y
apasionados,
también
buscan
el
infinito,
detener
este instante,
suspenderlo,
clavarlo.
Grandes
bloques de hielo
están
bajando el río
sin
descanso.
En otros poemas interiorizamos la solidaridad o
el respeto a la naturaleza: en un coche viajan al norte las amantes y se
pregunta la poeta si con el ruido -cito sus versos- “profanamos un templo frío,
consagrado al recogimiento”. Y añade dos versos después: “Sentimos que los ojos
de los miles de árboles/que escoltan el camino/se abren muy despacio./Estudian
si constituimos o no una amenaza”. En otro de los poemas, en que ambas se
deslizan en trineo, asistimos a una fusión hasta la transparencia con el
entorno que le permite -parafraseo a Ariadna- disfrutar el sueño que ha
tenido el valor de imaginar.
La historia ocupa la parte central del poemario bajo el
título con el que éste figura: La Guerra de Invierno, contienda que enfrentó a
las tropas finlandesas y a las invasoras de la Unión Soviética entre diciembre
del 39 y enero de 1940, es decir, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Pero los poemas -poemas en prosa-, aunque surgidos de ese acontecimiento
histórico, le sirven a Ariadna G. García para entrañarnos en los horrores de la guerra -de
ésta y de cualquier guerra-, y de este modo, denunciarla desde los movimientos
sísmicos padecidos por el espíritu de los soldados, desde su diálogo con la
muerte sin sepultar la fiebre de la vida; diálogo también con la naturaleza que
vuelve -como en otras ocasiones- a personificarse y a padecer ahora la amenaza
del enemigo y el sonido de la muerte (“El bosque se repliega sobre sí para
evitar el contacto con estos mensajeros de la muerte. Lobos y liebres miran
estupefactos las carlingas blindadas y cañones de esas extrañas bestias de
metal, a las que han identificado como un enemigo común”). La plasticidad de
estos textos derivada de las fórmulas de montaje cinematográfico utilizadas ya
en otras ocasiones por Ariadna, su plasticidad de lienzos respirantes, su simbología al
desnudar la realidad sin dejar de mancharse con ella, los convierten en una
epopeya lírica, lírica porque el destino de sus protagonistas nunca será
ensalzado, como sucede con la épica, sino que se consumará en su propia
intimidad (“Y estos bultos de aquí, que la corriente mece bajo la niebla
helada, son los restos de miles de ilusiones que duermen boca abajo”). Por
último dentro de esta sección, La
Guerra de Invierno, hay un poema inspirado en Birger Wasenius, patinador
finlandés, campeón mundial y medallista olímpico, en el que como una película a
tiempo lento, y mediante la realidad de una carrera ahondada hasta hacerse
símbolo del esfuerzo de todo el ser por conquistar una meta, se nos muestra
cómo la guerra imposibilita esa conquista, cómo no es posible huir de la
muerte, del sordo silencio que la anuncia y que de todo nos separa y extravía.
Hay disparos en estos versos, que son los de salida en una competición, pero
que pronto se transforman en otros disparos. Estoy seguro de que Ariadna nos leerá este poema fundamental
dentro de su libro.
Todo el poemario, señalamos finalmente, está surcado por
esa exploración interior fundida, como ya dijimos, a la geografía y a la
historia y fecundada por el amor. Descubrimiento, asombro y extrañeza son otros
tres vocablos que tampoco podemos olvidar tras todo lo señalado de La
Guerra de Invierno, tras un viaje que, cuando termina, no anula las preguntas ni lo
oculto, pues el viaje, como la vida, está siempre por hacer. La poesía de Ariadna
G. García, como
la verdadera poesía, es habitable, todo lo que verbaliza crea ser: su ADN es
siempre el amor.
Javier Lostalé. Ateneo de Madrid. Septiembre de 2013.