La ética del fragmento, Luis Artigue. Pre-Textos, Valencia, 2017. 113
páginas. 17 euros.
El nuevo poemario de Luis Artigue
tiene una sólida estructura formal y una interesante propuesta ideológica. El
autor recurre al verso libre para connotar el cambio de paradigma que
protagonizaron las mujeres en la Europa de entreguerras, inspirado, en parte,
en el modelo de Safo. Esta ruptura rítmica (con respecto a la métrica
convencional imperante en nuestro país desde el siglo XVI) pretende emular, por
otro lado, la cadencia del jazz (de moda
en los felices años veinte). La
subversión, además, se pretende extensible al papel que representan los hombres
en nuestro propio siglo, y viene simbolizada por la misma cadencia entrecortada
del verso. Fondo y forma son inseparables. El poeta leonés rinde una serie de
homenajes a varias artistas de cabecera, la mayoría homo/bisexuales. El
primero, siguiendo una cronología lineal: a la célebre poeta griega. Artigue la
eleva a símbolo de la diversidad sexual y de la rebelión:
De nuevo hoy, sabia Safo…te
revelas
al proponer modelos alternativos
así, como quien hace el amor sin
apelar
a la autoridad de la tradición…
¡Y qué más da, oh dioses
transitivos,
la dirección del viento del
deseo!” (p.37).
El segundo tributo lo centra en
aquellas mujeres que mencioné más arriba, quienes trataron “de aportar algo al
histórico proceso de invención de la realidad” (p.50). Hablamos de la pintora
checa Tamara de Lempicka (quien piensa que “todos los caminos son posibilidades
de asombro”), de la escultura nortamericana Thelma Wood (por cuyas venas corre
“sangre de jaguar y bohemia/que la dirige ardiente al bosque de la noche” –guiño a la novela que escribió su pareja, Djuna
Barnes, para resarcirse de su relación con ella), de la también escritora
estadounidense Gertrude Stein, o de la bailarina negra Josephine Baker. París
es la ciudad en la que convergen todas. Un símbolo del cambio, de la
emancipación femenina, de la reivindicación de la individualidad. En última instancia,
Luis Artigue realiza un llamamiento a la transformación de los hombres para
convertirse en seres de cristal, transparentes, frágiles y resistentes; llama a
la construcción de un yo “alejado/de la masculinidad hiperbólica”. Hasta aquí
el libro es impecable. Pero le pongo algunos reparos.
Creo que la reivindicación de
Artigue es incompleta. Por ejemplo, se describe la desnudez del cuerpo de
Josephine Baker (se habla de sus “pezones”, de su “cinturoncito de plátanos”,
de sus “muslos de nácar y humo”), de modo que el personaje queda reducido a una
imagen erótica, cuando lo cierto es que la famosa vedette además de un cuerpo
tenía un compromiso moral que la convirtió en espía durante la ocupación nazi
de Francia. ¿Y no habría sido mejor hablar de también de esto? Comparto la
relevancia de que aquellas mujeres reclamasen para sí el derecho a la
sexualidad o al goce (cuánto les debemos), pero no es menos importante que
asumieran responsabilidades y tuvieran actitudes prototópicamente asociadas a
sus congéneres masculinos (valentía, arrojo, audacia). ¿No habría que nombrarlo también, para
compensar la actual reducción de la mujer a un objeto sexual?
El autor, por otro lado, pide la
transformación de los hombres, que muestren –sin miedo– su lado vulnerable,
débil e inseguro. Sin embargo, el poema inaugural de esta sección nos narra la
pasión que el protagonista siente hacia una mujer con la que comparte un
encuentro erótico, acabado el cual ella acaba iluminada. Y me pregunto qué
tiene este sujeto de nuevo, si resulta que lo guía el deseo (un impulso físico,
primario, presente en la lírica masculina desde Catulo) y que encarna la luz
(sin él su compañera estaba a oscuras).
Por último, el libro me parece
demasiado conceptual, no apela al corazón, sino a la razón. Estoy convencida de
que esa frialdad ha sido buscada. Artigue, que es un experimentado poeta, ha
hecho un guiño a las Vanguardias y a la deshumanización del arte (un ejemplo,
cuando relata el suicidio de Renée nos describe así lo nublado del día: “el
papel albal del cielo de París”). Su elección estética está perfectamente
justificada, no en vano, los textos transcurren en la Europa de entreguerras,
pero me da la impresión de que nos exilia de las vidas que ha querido
acercarnos.
Así y todo, La ética del
fragmento es un libro que merece la pena
leerse. Artigue rinde homenaje a artistas y escritoras que le han servido de
modelo. Y esa deuda que explicita es encomiable:
Alguien que habita en mí,
el que no cree que existan las
paradojas
epistemológicas ni las ecuaciones
sin misterio,
lee lo que escriben ellas
en la Historia de la Resistencia
de la Normalización.
Y se reconoce en dicha búsqueda.
Y
siente que ese discurso de algún
modo le grita:
¡ayer soñé tu vida! (p. 22)
Por otra parte, es de agradecer
que haya escrito un poemario donde sea tan visible la homosexualidad femenina.
También me resulta valiente su
intento de construcción de una nueva identidad masculina –alejada del viejo
esterotipo, que les presupone duros, insensibles y fuertes–, acorde con los nuevos tiempos, en los
que las mujeres –liberadas, emancipadas– exigimos un trato en condiciones de
igualdad.
Por último, creo que La ética
del fragmento constituye un perfecto
complemento al documental Las sin sombrero, para que nuestra sociedad conozca –estime y valore– no ya sólo a las
olvidadas escritoras y artistas españolas de los años 20-30, sino también a las
americanas y a las europeas. Falta nos hace.