Los últimos perros de Shackleton, Ben Clark. Sloper. 2016. 77 páginas. 12
euros.
Los seres humanos llevamos varios milenios hablando del
amor. Hemos abordado este asunto desde múltiples perspectivas a lo largo del
tiempo. Hemos idealizado este concepto, lo hemos revestido de una dimensión
mística, lo hemos rebajado, lo hemos erotizado, lo hemos dado por imposible, y
hasta lo hemos negado; y pese a todo, sigue siendo un motivo nuclear de la
literatura. Pocas veces ha sido fuente de satisfacción para el sujeto que
enuncia. Quizás sí ha servido de motivo de placer –efímero, caduco, pasajero–,
pero, salvo en contadas ocasiones, el amor no ha colmado las ansias de
realización de los poetas, su anhelo de plenitud existencial. Y, por lo visto,
esa es también la inercia del siglo XXI. Cada autor, sin embargo, trata este
asunto desde su propia mira telescópica. Estos puntos de fuga aportan una
estética, un estilo y un tono diferentes. Los hay más interesantes que otros.
Entre los primeros destaca el de Ben Clark. La lente con que observa es irónica. Adivinamos
una sonrisa sardónica acompañando al gesto de apuntar. Pero tras el sarcasmo se
vislumbra una herida supurante. En Los últimos perros de Shackleton leemos textos teñidos de ironía
como quien lee en el monte el rastro de un hermoso animal abatido. Es el caso
del alegórico El reino menguante, donde a la vez que el sujeto celebra el abandono de su
soberana, se duele del “cadáver de todos nuestros planes”. Abundan en el libro
imágenes que evocan la caída de quien ha perdido a su pareja: abismos,
batiscafos, arrecifes, agujeros, un hombre sumergido “encadenado al muerto que es mi
amor”. Además de un originalísimo imaginario, encontramos en el libro juegos
lingüísticos, como el del poema Envídiame, yo puedo amarte aún, en el que se omiten los
sustantivos, y con ellos, tanto los grandes conceptos abstractos, como la
menuda realidad contidiana; así, las oraciones quedan inconclusas, igual que el
mundo perceptivo del sujeto que enuncia (“Cuando tú y cuando entonces y después”).
Con esperanza nihilista, con ilusión excéptica, con un idealismo de cemento,
dicha voz se (anti)declara a una mujer: “Quiero echarte/ de menos, que me
llames y me digas/ que me extrañas muchísimo, que falto […] Quiero saber que
estamos distanciándonos…/ Quiero que nos preguntes qué nos pasa/ y no tener
palabras que decirte (Darwin se acerca a Lady Macbeth un sábado noche). Pese a las dificultades afectivas
(léase el demoledor La hora del paseo), esta voz canta también la certeza –y el milagro–
de la vida: “es fácil contentarse/ con esta extraña dicha que es saberse” (Difusión
simple).
Henry
James, en el
prólogo a Retrato de una dama, utilizaba las metáforas de la casa y sus ventanas para referirse a
las perspectivas y modos desde los que observar un tema. Yo les invito a
asomarse al cristal de Los últimos perros de Shackleton para ver el amor desde el
discurso irónico, el sarcasmo y el desgarro de Ben Clark.