CECILIA HERNÁNDEZ, profesora de secundaria de Madrid
Fuente: Marea Verde
- ¿Qué tal te fue?
- ¿El qué?
- El examen, la oposición ¿no tenías este año?
- ¡Ah! Si, pero no lo hice.
- Pero, ¿no te presentaste?
- No, si me tuve que presentar, pero no lo hice. No
contesté a las preguntas.
Una mirada que arrastra todos los prejuicios sobre los
profesores interinos intenta aplastarme. No me dejo.
No me dejo porque nada saben ellos, los que aun piensan
que queremos vivir de unos supuestos derechos adquiridos hace veinte años. Nada
saben ellos de lo que les está sucediendo a sus compañeros, a los profesores de
sus hijas, vecinos o sobrinas en los últimos cuatro años. No saben, porque no
quieren saber, que este año no tocaba, del mismo modo que el año pasado no les
tocaba a los compañeros de primaria-inglés, y a nadie pareció importarle. No
saben porque es más cómodo pensar que si al otro le va mal, si después de tanto
años aún no lo ha logrado, es porque no se esfuerza o no vale, no vayamos a
pensar que hay algo estructural en su fracaso, porque eso nos pondría
inmediatamente en peligro a todos, obligándonos a reaccionar.
“Cuando yo aprobé….” Déjalo, por favor, no sigas por
ahí. Cuando tú aprobaste vivías en otro mundo que no es el mío, no es el
nuestro de hoy. Tú tendrías tus dificultades, no lo niego, pero haz el favor de
mirar las mías.
Año 2015, más de mil quinientas personas dicen aspirar a
una de las tres plazas libres de mi especialidad, en una convocatoria anunciada
a traición con cuatro meses de antelación. “Este año no tocaba”, escucho a mis
compañeros repetir como si su mantra les ayudara a pasar el trago de la
resignación. No, no tocaba, porque todo el mundo sabe que un año de preparación
de oposiciones agota hasta tal punto de que necesitas al menos otro para
recuperarte; y, ciertamente, para vivir. Pero no tocaba porque además ¡no debería
tocar nunca! Las personas que han aprobado el examen de oposición y están
trabajando en las aulas, acumulando experiencia, demostrando su valía curso
tras curso, no deberían verse obligadas a presentarse de nuevo a las
oposiciones. Sólo deberían hacerlo si a lo que aspiran es a la condición
laboral de funcionario de carrera ¿y cómo hacerlo sin oferta de plazas?
La perversión del sistema de oposiciones nos somete a un
régimen de trabajos forzados. Cada dos años (cuando no cada año) hemos de preparar
un examen cuyas condiciones, además, deben ser sometidas a un riguroso juicio
pedagógico. Dos mundos paralelos se desencadenan: el de las personas que te
apoyan pacientemente confiando en que todo tu esfuerzo se verá, por fin,
recompensado; y el tuyo, el de la conciencia de que no vale para nada, puesto
que, si con un poco de suerte apruebas el examen, esto solo serviría para
mantenerte en una bolsa de trabajo precario. Pero la trampa no está en la
oposición en sí, que superaría el juicio de lo atrozmente normal en este
Estado, sino en la combinación entre número de plazas y normativa autonómica de
ordenación de la lista de interinos, una vez abolido por decreto dictatorial el
acuerdo anterior que era fruto de la negociación colectiva.
La interinidad debería ser una excepción y, sin embargo
se ha convertido en la única forma posible de ejercer la profesión, se ha hecho
meta lo que no debería ser sino trámite. Superar un examen tan duro que habría
de servir para acceder a la plaza de funcionario de carrera es ya, para la
mayoría de las especialidades la única forma de conseguir un trabajo temporal,
con suerte de septiembre a junio y en demasiados casos con jornadas parciales
de hasta 1/3.
Cada vez que alguien me insinúa lo privilegiada que soy
vienen a mí las ganas de matar. Tranquilos, me conformo con pensar y escribir
estas letras, o las que les dediqué a los miembros del tribunal de este año.
Efectivamente, no hice el examen-farsa, pero antes de levantarme les dejé por
escrito los motivos por los que me negaba a someterme a su juicio y les pedí,
por favor, que fueran ante todo solidarios con sus compañeros, que opositan sólo
para poder seguir siéndolo en régimen de interinidad.
En lugar de hablarles de la intervención de España en los
conflictos bélicos de los últimos años preferí hablarles de las personas que
unos días antes se sentaban a su lado a corregir y evaluar en la sala de
profesores. Les hablé de mi vocación, de las vocaciones frustradas y de
aquellas que se van deshaciendo a base de carreras de obstáculos que cada vez
parecen más insuperables. Les hablé de mis alumnos, de mi amor por mi trabajo
al que no pienso renunciar por mucho empeño que pongan quienes insisten en ser
mis enemigos. Me hubiera gustado hablarles también de la otra educación que es
necesaria para que ese otro mundo que soñamos sea posible. Les hubiera dicho
tantas cosas, pero sobre todo les habría pedido que interpretaran mi
indignación con afecto, que entendieran que no era una pataleta sino un acto de
dignidad, por mi y por todos esos compañeros que llevo conociendo año tras año
y que, mientras yo escribía llena de emoción mis reflexiones, sudaban por no
meter la pata en una palabra, porque saben que con eso, absurdamente, se juegan
el puesto de trabajo, su fuente de ingresos, algo que va mucho más allá de su
desarrollo profesional.
La sociedad no se puede permitir el lujo de perder su
saber, su experiencia; pero ellos y ellas no se pueden permitir perder su salario.
Y es de eso, de pobreza, de lo que estamos hablando. La pobreza ética de una
sociedad que dice seleccionar a los mejores y hunde en la miseria a quienes ya
lo están siendo. La pobreza material del profesor desahuciado porque tuvo un
mal día, después de todos los días buenos regalados y compartidos con sus
alumnos.
Si no somos capaces de posicionarnos, si no reaccionamos
solidariamente ante el ataque directo al colectivo de interinos como eslabón
más débil en la cadena de agravios a la educación, entonces sí, entonces este
profesorado, todo él, está enfermo, inhabilitado para educar y debería curarse
de moral o abandonar. Pobre.