El abrazo contrario, Rafael Saravia. Bartleby, 2017. 80 páginas. 11 euros.
En una entrevista concedida por
el poeta Rafael Saravia al Diario de León afirmaba:
“No concibo el poema dentro del facilismo verbal que agrede la emoción de lo
incomprensible. No creo en la voluntad domesticada del lenguaje plano, jocoso y
simple para llegar a más y más ventas. No me interesa el mercado como
estratagema de cercanía literaria. Si he de escribir simple y complaciendo para
que me lean más, desisto de hacerlo. No escribo para conquistar; escribo para compartir.”
Hablaba, entonces, el autor, de su reciente libro de poemas (Carta
blanca, Calambur, 2013),
pero esa misma estética (hermética y oscura, favocedora de la polisemia)
también es perfectamente válida para acercarnos a su última entrega: El
abrazo contrario (Bartleby, 2017). Apuntaba
Luis Antonio de Villena –a propósito de un libro enorme: Pasión
de la Tierra, de Vicente
Aleixandre– que los poemarios surreales,
irracionales, que tensan el lenguaje para evocarnos emociones, tienen dos
posibles lecturas: una relacionada con nuestra necesidad de comprensión (de
buscarle un sentido al texto, una ideología, un significado); y otra que
descansa en el placer estético que nos producen las imágenes y la musicalidad
de los poemas. Como esta última es privada de cada lector, me centraré en la
primera. No obstante, afirmo que he disfrutado con sus juegos y símbolos
(“Somos remanso y no atajo”… “Ser maíz en tierra de orquídeas”, de Transición).
Rafael Saravia da cuenta en su
libro de la precariedad instalada en los hogares (“Cada familia junta las uñas
del día y las cuece en lágrimas/para hacer caldos más transparentes”) y
premoniza una era de cambios (“Llegan tiempos de osadía./La palabra se empieza
a poner el guante de la acción”, de Carta al Norte). No especifica si se refiere a una Revolución
general o una rebelión localizada en lugar concreto y dirigida hacia una
injusticia seleccionada. Pero lo cierto es que el cambio se ha puesto en marcha
(“Los bocados de argumento están naciendo ahora”), la ciudadanía ha despertado
a la conciencia de su estatus (“Se sabe esclava de su condición,/y eso ya es
mucho pedir”). Jorge Riechmann –en su libro de ensayos ¿Vivir
como buenos huérfanos? (Catarata,
2017)– apunta que el origen de “las cosas horribles” que nos pasan es, precisamente,
que “preferimos no saber”, que negamos aquello que consideramos incómodo para,
de esta manera, no actuar, ni tampoco involucrarnos, aunque esta actitud pasiva
pueda precipitarnos a situaciones dramáticas. Saravia critica también esa
indolencia: “La verdad se oía en cada foto pero el silencio seguía siéndolo
todo” (de El síntoma), “Los contenedores
jamás han vivido una paz tan duradera/en época de hambre y disimulo” (de VII).
Echo en falta en esta sección del libro –de carácter social y de compromiso
civil– algo más de desarrollo. Un ejemplo: en El síntoma se habla de una enfermedad, la “falta de amor por la
vida” –que yo creo que es más bien la indiferencia–, pero, ¿cuál es el riesgo que corren quienes la
contraen? Quizás, si no en este poema, sí en otros, se podría haber formulado o
sugerido la amenaza que pende sobre una sociedad no empática, individualista e
insensible hacia las tragedias lejanas que padecen los demás.
En las dos restantes secciones
del poemario Rafael Saravia introduce el tema del amor y de la plenitud de una
vida que se basta a sí misma. Destaco los poemas XIII y XV (entre los que
median tres poemas, por cierto: Sin cubierto, XIV y Lo habitable. ¿Por
qué esa alternancia de títulos y números romanos?), del que extraigo estos hermosos
versos: “Luego…/tumbarse boca arriba,/notar crecer la hierba en la
espalda,/fracturar el tiempo incómodo y poder mirar,/sin más,/el calor azul de
lo importante”. Ahí radica nuestro punto de inflexión, en esa vida exenta de
ambiciones, pausada, como la cantaba fray Luis de León, y antes que él, Horacio.
El firmante del prólogo es el
célebre Antonio Gamoneda, con quien
Saravia comparte el gusto por la imagen alucinada, la abstracción, el carácter
fragmentario del texto, la yuxtaposición de emociones, la ausencia de enécdotas
y cierta concepción del mundo. No es mala tradición la onírica para adentrarnos
en las convulsiones de nuestro tiempo. Julieta Valero, Antonio Lucas o Ana Gorría –por citar
sólo unos nombres– también crean sus obras desde sus postulados. Pero de entre
todos, puede que Rafael Saravia sea el más evocador y delicado: “Todos los días
eran invierno./Eran calor forzado y lanas imborrables,/Todas las tardes eran el
peso que justifica la vida./Las campanas nacían discretas,/su ego se repartía
en el silencio blanco./El hielo aterido de sí mismo./Lo triste sembrado con la
ternura momentánea de los geranios secos/y apenas una mujer rompiendo la
mansedumbre del gris” (del mejor poema del libro, Lo habitable).
La cubierta, editores de Bartleby,
preciosa.