Ariadna G. García, Ciudad sumergida,
MaDRID, HIPERIÓN, 2018.
Francisco José Martínez Morán
Uno de los tópicos de
toda reseña consiste en la enumeración de los hallazgos (no suele ser
otra la palabra empleada en estos contextos) de un poeta en cada nuevo libro
que sale de la imprenta: en el caso de Ciudad sumergida, sin embargo, el
lugar común se revela pertinente como nunca, nada hueco o banal o formulario,
porque Ciudad sumergida es una culminación de líneas, de ideas, de temas
y de formas que Ariadna G. García (Madrid, 1977) ya había tentado en sus libros
anteriores, sobre todo en los redondísimos Helio y La guerra de
invierno:
Ciudad sumergida (a la sazón, publicado con el mimo habitual que Jesús
Munárriz imprime a todos y cada uno de los volúmenes de Hiperión) resulta un
absoluto punto de llegada en la línea que desde hace años explora la poeta
madrileña; una muestra de maestría bien ganada, adquirida con el saber reposado
de los años y el trabajo constante.
La estructura externa de
Ciudad sumergida es milimétrica: cuatro partes componen el libro, más un
epílogo en el que más adelante nos detendremos pormenorizadamente. Todo ello se
anuda por la elocuente dedicatoria inicial («A mis hijos: Kai y Leia, a maahi
ve»,
p. 7) y, en términos intertextuales, por la cita pórtico de Mahmud Darwix («Que
nuestro mañana esté aquí con nosotros. / Que esté nuestro ayer aquí con
nosotros. / Que nuestro presente esté.», p. 9): un canto a la riqueza unísona
de nuestras existencias. Tres poemas componen «Devenir», sección con la que se
abre el poemario: en ellos, la poeta sienta las bases de todo lo que ha de
seguir: «Los ciclos naturales / son puro devenir» (p. 15). Tras una alusión al tempus
fugit
en su perspectiva garcilasiana del «Soneto XXIII», tan lleno de brillo en la
constatación de la derrota venidera e inexorable, se nos presenta una glosa del
tema: las edades y su raíz, firme en la figura de la abuela Concha, fuego que
resiste todo olvido: «Para protegernos de las ausencias / encendemos un fuego
en medio de la nieve. // La familia es resguardo, / memoria compartida, /
temblor que en el silencio abre ventanas. [...] // Tú conservas la herencia de
tus padres, / legado que algún día yo dejaré a mis hijos. // El temporal
arrecia, / y saca los pinceles de la arqueta.» (p. 17). Una acertadísima
reivindicación de la familia ante las apropiaciones espurias de ciertas
tendencias ideológicas (que a todos, enfangados en la política cotidiana como
estamos, nos suenan ya demasiado habituales).
«Memoria» es el segundo tramo
de la obra y la transición temática resulta coherente, una vez más. En tres
prosas poéticas memorables, Ariadna G. García retrata las rupturas vitales
provocadas por la guerra, con su intenso frío de extrañamiento e inestabilidad;
y análogas son estas pérdidas con las que producen la desmemoria colectiva e
individual: «Asisto a la condena de tu envejecimiento, al exilio de tu propia
conciencia, de tu vida, de ti, de quien has sido y ya ni reconoces. // [...] No
recuerdas / las películas, / las fechas, / los lugares, / ningún nombre //
salvo el de tu mujer.» (p. 23). En un libro muy cargado de simbolismo no
sorprende encontrar una nueva indagación, sobrecogedora, sobre los temas de la
nieve, el frío y el conflicto armado; son estos, al cabo, los colores habituales
de la paleta de Ariadna G. García, pero en esta ocasión está todavía, si cabe,
más logrado, como demuestra, por ejemplo, el poema dedicado al abuelo Jesús:
«Voy siguiendo tus pasos / por el bosque nevado, / hundo mis botas / dentro de
tus huellas. // Miro hacia atrás: / no hay nadie. // Pero sé que algún día /
otras piernas menudas, / sin esfuerzo, / me seguirán el rastro.» (p. 26).
En unas líneas trataré
por extenso el valor de la esperanza como motor fundamental de Ciudad
sumergida,
pero en este punto cabe destacar que el poema antes mencionado abre con
decisión la temática de la decadencia y, por ende, la sección «Origen», tercera
y última del libro. Así, los versos inicial y final, respectivamente, de I:
«Sois la vida que empieza, un mundo en expansión. [...] / Soy la imagen que un
día veréis en un espejo.» (p. 31). Y, en consecuencia, en los siete poemas de
este conjunto la forma adquiere tintes graves y rotundos, y el verso cierra en
solemnes y pulcrísimos alejandrinos; pero, al mismo tiempo, se crea un cálido
hogar de palabras en su contenido, un lugar de acogida sin grietas en el que el
amor, en su más alto sentido, da forma a un aprendizaje compartido. La
existencia es, así, la narración de los tres elementos fundamentales del paso
del ser humano por el mundo: devenir, memoria y origen: «Recuerda / que la vida
no es fácil, que se lucha por ella / desde el mismo comienzo.» (p. 38).
No poca de nuestra
alienación actual proviene, sobre todo, de la desubicación permanente. El
sistema que día a día forjamos entre todos nos emplaza en no lugares, en
tiempos y espacios triviales, irreales o vaciados de sentido, abiertamente
ajenos; el resultado no puede ser otro que el malestar. Contra este mal de
nuestro siglo se alza Ciudad sumergida, pero, muy en particular,
su sección final, «La Tierra», cuya estructura recuerda a los fractales, a la
recursividad inherente a la naturaleza. Sobre el modelo de Fibonacci y su
proporción áurea, Ariadna G. García teje, en un alarde técnico, un ramillete
inolvidable de poemas en el que el observador sobrepasa su condición de ser de
letras para convertirse, por derecho propio, en un creador de sentidos y
realidades, en un juez que acepta como propio todo hecho humano para
convertirlo en cimiento de unos nuevos parámetros de validez incontestable. Los
poemas, al crecer según la progresión citada (y redondeados por un idóneo tono
filosófico, siempre áticos y fabulísticos), desean, gracias a la transmisión de
una docencia primordial, trascender toda barrera adquirida. El artificio áureo,
lejos de suponer un constructo que entorpezca el resultado, consigue que la
reflexión sobre la naturaleza transite desde la brevitas más
esencialista («soy el copo de leche que se posa sobre el abedul», p. 42) hasta
los poemas de largo aliento, de panorámica totalizadora («Me quedaré sentado en
la cumbre hasta que amanezca. / Quiero acostumbrar mis ojos / a la luz / de
cada nuevo instante de mi vida», p. 50). En línea de las tendencias
ecocríticas, cualquier acción que realice la poesía para cambiar el mundo ha de
partir de una aceptación humilde de nuestro lugar en el universo.
Por último, el epílogo
«Ciudad sumergida», que asimismo da nombre a todo el poemario, combina con
acierto leyenda y conocimiento, casi en una dimensión hermética que, paradójicamente,
se presenta diáfana al lector. Profundidad y clarividencia creativa se dan aquí
la mano para narrar la fábula de una guerrera, amazona verde, que coincide con
los atributos que Cirlot ya detallaba en su Diccionario de símbolos: «verdad de la
naturaleza, en oposición al régimen opresivo (artificial, cultural) del
estamento humano [...], expresión de la necesidad de un retorno al origen.»
(cito por Siruela, 2001, p. 117). Y más allá, cabría decir que la luz del lago
en estos versos es espejo de razón y sentimiento y, al tiempo, como subversión
del símbolo clásico, la ciudad que en su fondo se levanta no es la de la
muerte, sino la de un renacimiento que ha llegar, tarde o temprano, la de la
esperanza cifrada en la emergencia de una sociedad libre y consciente del poder
transformador de su libertad: «Que en la ciudad oculta, sumergida, / el viento
no derriba la esperanza, / ni hay gente que te imponga sus razones. / Allí
puedes ser tú en libertad, / y macerar tus sueños hasta el logro.» (p. 64).
La voz de Ariadna G.
García ya se ha hecho, en definitiva, imprescindible para explicar toda una
generación poética nacida alrededor de finales de los setenta y primeros de los
ochenta y, en este caso, regresa con la culminación de una voz en plena
madurez. Muchas de las ideas distintivas de la poeta madrileña se adensan y
redondean aquí y, verso a verso, avanzan hacia nuevos horizontes que sus
lectores estamos deseando descubrir; y ante todo, el conjunto, aunque nazca de
un dolor sereno, se cimienta en la esperanza: esperanza como bandera, como
objetivo y como camino que hemos de recorrer como individuos y sociedad en
paralelo, y ya nunca más de espaldas, a la naturaleza. Nuestros hijos, nuestros
nietos, desde la memoria y la acción, deben alzar la voz definitiva. Y nuestro
relevo, en esta caliginosa travesía sin punto de llegada, ha de ser el
correcto.
Reseña publicada en la revista Paraíso. Número 16. Año 2020. Páginas 153-156.