Épica de raíles, Verónica Aranda. Devenir.
Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana. 79
páginas. 2016.
Verónica Aranda (Madrid, 1982) lleva más de una década viajando de un
país a otro, de un poemario a otro diferente, arrastrando de una oscuridad a
otra de su cabeza los muebles de las emociones y del pensamiento. En once años
ha publicado diez libros de poemas (Poeta en India, Tatuaje, Alfama, Postal
de olvido, Cortes de luz, Senda de sauces, Café Hafa, Lluvias continuas, La mirada de Ulises y el libro que presentamos hoy: Épica
de raíles.
También ha
posado para los fotógrafos de varios premios (Joaquín Benito de Lucas, Antonio
Carvajal, Margarita Hierro, Adonáis, Antonio Oliver Belmás, Arte Joven de la
Comunidad de Madrid e Internacional Miguel Hernández-Comunidad Valenciana); así
como ha jugado por un tiempo a ser otro, se ha probado su vida como una nueva prenda con la
que protegerse de la costumbre, la inercia de los días, los fechadores parados
en seis números pese al paso de las estaciones (Claros, del poeta luso António Ramos Rosa). En una década, paisaje y
sentimientos han girado en las manos de Verónica, han hecho escala en sus
versos. Cada poemario de la autora es un carrete de hilo que nos une a un lugar
o que nos zurce los rotos que dejó la nostalgia. Con el tiempo, las
experiencias se alejan, disminuyen poco a poco en el retrovisor de la memoria,
por eso Verónica recurre a la añoranza: lupa que aumenta los recuerdos para
mirarlos bien. Por tamaña empresa, acaba de ser incluída en la antología Re-Generación,
elaborada por el
profesor y crítico José Luis Morante.
Épica de raíles nos ofrece una hermandad de palabras dispuestas a
proteger al recuerdo del olvido. Las espadas defensoras han sido sustituidas
por imágenes potentes, de gran plasticidad: “La noche es una herida de
colmillos de mono”, pero el resultado es el mismo: la preservación del cáliz de
la experiencia vivida.
El libro se divide en cuatro partes. Selva es, sin duda, la más sensual. El
título remite a un doble significado geográfico y simbólico: a la India y a
América, pero también a los cuerpos enredados lo mismo que lianas (“Me
acaricias la nuca, se abren paso/ las yemas de mis dedos por tus ingles”). Épica
de raíles, por
su parte, es
una suerte de road movie poética a bordo de trenes. El sujeto lírico realiza un viaje
iniciático (“Vine también a sondear mis límites”). En el trayecto, anota
meticulosamente la vida que contempla alrededor. Así, abundan las descripciones
costumbristas de ambientes y de escenas localizados en la India. En esta
sección aperece el motivo del doppel, la mujer que protagoniza los textos se desdobla,
se observa desde fuera como si se tratara de un elemento más del paisaje. Su
silueta se recorta sobre maizales, campos de bueyes, templos de Shiva… y hasta
en una ocasión, sobre costas heladas argentinas. Canícula, a su vez, se centra en el Caribe (Cuba,
Puerto Rico). La autora apela a sentidos de los lectores con alusiones a
caricias, al aroma del café, a bodegones de cocos, o a rumores de océano,
pregones y ladridos. Con Azul glaciar se cierra el poemario. Sobresalen los textos
dedicados a personajes concretos: una matriarca (Estirpe), un mendigo que pela mandarinas
(Ártica).
“Nada tiene coherencia”, dice el sujeto que enuncia, pero
el libro desmiente esa premisa. La mirada que alumbra el escenario del mundo va
tejiendo una manta de calidez y asombro. El motivo de la expedición, además, es
una constante en la obra de Verónica. Su bolígrafo abre rutas sobre el papel
para que nos busquemos en los viejos asientos de madera de trenes de vapor, en
cafés y en senderos, de Japón a Marruecos, o de la India a Cuba.
Descorran las persianas, abran las ventanillas, átense
los cordones. La vida es un viaje que con cada libro de Verónica acaba de
empezar.