Antonio Turiel:
El curso actual de los acontecimientos nos hace intuir
que, si no se producen acontecimientos traumáticos que lleven a una reacción
masiva y violenta (ya sea en forma de guerra o de revolución) habrá un
progresivo descenso del nivel de vida de la población, y si es lo
suficientemente paulatino la gente se irá acomodando a la nueva realidad,
perdiendo rápidamente la memoria y/o la conciencia de que en otros tiempos las
nuevas condiciones de vida hubieran sido inaceptables. No es nada insólito: en la década
de los 30 del siglo pasado una nación avanzada y culta como Alemania fue capaz
de abrazar, una parte con entusiasmo y otra parte sometida y acallada, una
aberración como el nazismo. Si el nazismo hubiera intentado ascender de golpe
en 1930 la sociedad alemana hubiera reaccionado en masa desterrándolos para
siempre fuera de las instituciones; sin embargo, un curso paulatino de los
acontecimientos modificó de tal manera las reglas y expectativas sociales que
lo que en 1930 parecía una barbaridad se aceptó como lógico y natural, ya de
grado ya a la fuerza, en 1933. Y si se mira con perspectiva histórica esos
cuatro años no son nada, son un suspiro; son básicamente el mismo tiempo que
llevamos en esta crisis económica que, como sabemos, no acabará nunca. Ya se
sabe que para hervir una rana no se la debe meter en una olla con agua
hirviendo pues saltaría fuera; lo mejor es meterla en agua fría y después ir
calentándola progresivamente: así se dejará cocer sin darse cuenta. En esencia,
ese proceso lento de desintegración de la concepción de la sociedad que
tenemos ahora en los países occidentales (que incluye el Estado del Bienestar, pero también otros
valores como la libertad de expresión y de oportunidades, el Estado de Derecho,
etc.) es lo que se podría denominar La Gran Exclusión. La exclusión de la mayoría de la
ciudadanía de los beneficios sociales, de las libertades fundamentales, de la
igualdad de oportunidades (al menos, delante de la ley). La expulsión de una parte
mayoritaria de la población occidental en dirección hacia el mismo Tercer Mundo
donde vive la mayoría del planeta, pero sin salir de casa -bueno, salvo cuando sean desahuciados-. Una expulsión lo
suficientemente lenta y bien publicitada como para que los desterrados en su
propio país la interioricen como algo necesario, inevitable y hasta cierto
punto merecido por su propia falta de competencia.