lunes, 4 de junio de 2018

La ética del fragmento

La ética del fragmento, Luis Artigue. Pre-Textos, Valencia, 2017. 113 páginas. 17 euros.



El nuevo poemario de Luis Artigue tiene una sólida estructura formal y una interesante propuesta ideológica. El autor recurre al verso libre para connotar el cambio de paradigma que protagonizaron las mujeres en la Europa de entreguerras, inspirado, en parte, en el modelo de Safo. Esta ruptura rítmica (con respecto a la métrica convencional imperante en nuestro país desde el siglo XVI) pretende emular, por otro lado, la cadencia del jazz (de moda en los felices años veinte). La subversión, además, se pretende extensible al papel que representan los hombres en nuestro propio siglo, y viene simbolizada por la misma cadencia entrecortada del verso. Fondo y forma son inseparables. El poeta leonés rinde una serie de homenajes a varias artistas de cabecera, la mayoría homo/bisexuales. El primero, siguiendo una cronología lineal: a la célebre poeta griega. Artigue la eleva a símbolo de la diversidad sexual y de la rebelión:

De nuevo hoy, sabia Safo…te revelas
al proponer modelos alternativos
así, como quien hace el amor sin apelar
a la autoridad de la tradición…
¡Y qué más da, oh dioses transitivos,
la dirección del viento del deseo!” (p.37).

El segundo tributo lo centra en aquellas mujeres que mencioné más arriba, quienes trataron “de aportar algo al histórico proceso de invención de la realidad” (p.50). Hablamos de la pintora checa Tamara de Lempicka (quien piensa que “todos los caminos son posibilidades de asombro”), de la escultura nortamericana Thelma Wood (por cuyas venas corre “sangre de jaguar y bohemia/que la dirige ardiente al bosque de la noche” –guiño a la novela que escribió su pareja, Djuna Barnes, para resarcirse de su relación con ella), de la también escritora estadounidense Gertrude Stein, o de la bailarina negra Josephine Baker. París es la ciudad en la que convergen todas. Un símbolo del cambio, de la emancipación femenina, de la reivindicación de la individualidad. En última instancia, Luis Artigue realiza un llamamiento a la transformación de los hombres para convertirse en seres de cristal, transparentes, frágiles y resistentes; llama a la construcción de un yo “alejado/de la masculinidad hiperbólica”. Hasta aquí el libro es impecable. Pero le pongo algunos reparos.

Creo que la reivindicación de Artigue es incompleta. Por ejemplo, se describe la desnudez del cuerpo de Josephine Baker (se habla de sus “pezones”, de su “cinturoncito de plátanos”, de sus “muslos de nácar y humo”), de modo que el personaje queda reducido a una imagen erótica, cuando lo cierto es que la famosa vedette además de un cuerpo tenía un compromiso moral que la convirtió en espía durante la ocupación nazi de Francia. ¿Y no habría sido mejor hablar de también de esto? Comparto la relevancia de que aquellas mujeres reclamasen para sí el derecho a la sexualidad o al goce (cuánto les debemos), pero no es menos importante que asumieran responsabilidades y tuvieran actitudes prototópicamente asociadas a sus congéneres masculinos (valentía, arrojo, audacia).  ¿No habría que nombrarlo también, para compensar la actual reducción de la mujer a un objeto sexual?

El autor, por otro lado, pide la transformación de los hombres, que muestren –sin miedo– su lado vulnerable, débil e inseguro. Sin embargo, el poema inaugural de esta sección nos narra la pasión que el protagonista siente hacia una mujer con la que comparte un encuentro erótico, acabado el cual ella acaba iluminada. Y me pregunto qué tiene este sujeto de nuevo, si resulta que lo guía el deseo (un impulso físico, primario, presente en la lírica masculina desde Catulo) y que encarna la luz (sin él su compañera estaba a oscuras).

Por último, el libro me parece demasiado conceptual, no apela al corazón, sino a la razón. Estoy convencida de que esa frialdad ha sido buscada. Artigue, que es un experimentado poeta, ha hecho un guiño a las Vanguardias y a la deshumanización del arte (un ejemplo, cuando relata el suicidio de Renée nos describe así lo nublado del día: “el papel albal del cielo de París”). Su elección estética está perfectamente justificada, no en vano, los textos transcurren en la Europa de entreguerras, pero me da la impresión de que nos exilia de las vidas que ha querido acercarnos.

Así y todo, La ética del fragmento es un libro que merece la pena leerse. Artigue rinde homenaje a artistas y escritoras que le han servido de modelo. Y esa deuda que explicita es encomiable:

Alguien que habita en mí,
el que no cree que existan las paradojas
epistemológicas ni las ecuaciones sin misterio,
lee lo que escriben ellas
en la Historia de la Resistencia de la Normalización.
Y se reconoce en dicha búsqueda. Y
siente que ese discurso de algún modo le grita:
¡ayer soñé tu vida! (p. 22)

Por otra parte, es de agradecer que haya escrito un poemario donde sea tan visible la homosexualidad femenina.

También me resulta valiente su intento de construcción de una nueva identidad masculina –alejada del viejo esterotipo, que les presupone duros, insensibles y fuertes–,  acorde con los nuevos tiempos, en los que las mujeres –liberadas, emancipadas– exigimos un trato en condiciones de igualdad.

Por último, creo que La ética del fragmento constituye un perfecto complemento al documental Las sin sombrero, para que nuestra sociedad conozca –estime y valore– no ya sólo a las olvidadas escritoras y artistas españolas de los años 20-30, sino también a las americanas y a las europeas. Falta nos hace.



No hay comentarios:

Publicar un comentario