Antología. Juana Inés de la Cruz

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Recordando a León Felipe

Ayer hizo cincuenta años que murió León Felipe, poeta que nunca rehuyó su responsabilidad moral para con sus lectores, que encaró la verdad en sus escritos. Miró de frente tanto los abismos de la condición humana, como los suyos propios. Ya fuese en la juventud, o en la vejez.  

Escribe Gerardo Diego en su prólogo a la Obra poética escogida de León Felipe (Espasa-Calpe, 1980), que éste escribió un “aluvión incontenible” de nuevos libros a partir de 1939. Tenía el poeta 55 años cuando acabó la guerra. Entre otros poemarios, daría a imprenta El hacha, Español del éxodo y del llanto, Ganarás la luz, Antología rota, El cuervo o ¡Oh, este viejo y roto violín! Es decir, compuso lo más granado de su obra bien entrado en la madurez, cuando no directamente en la tercera edad. En  esos versos predomina –nos confiesa el propio autor– una voz de “grajo, destemplada y maldiciente”. Sobrecoge El ciervo (1958), escrito a la muerte de su esposa, de cuño “herético” y tono “desesperado” (Diego, dixit). En él leemos fragmentos como los siguientes: “Todos somos fantasmas/ hechuras del viento”, somos “una larga e interminable familia de fantasmas”. Por entonces contaba setenta y tres años y reconocía: “no he averiguado todavía si la vida es un acertijo o una trampa”. En su dolor, sólo aguardaba la muerte, daría –dice– : “todas mis lágrimas por un profundo e interminable sueño”, y así se lo exigía a Dios: “No me despiertes más”, “Quiero entrar en la Nada”. Cuando Losada publicó –un lustro después– sus Obras completas, León Felipe reaccionó con furia. Muestra de ello es la carta que escribió a su editor:

“Al libro, con su preciosa encuadernación, le pusisteis una camisa de fuerza, y la metisteis (me metisteis) en una caja de cartón dura y gris, con una cerradura japonesa: un perfecto catafalco. Así me quisisteis enterrar. Pero no estoy muerto”

(De Castillo interior. Edición de Gonzalo Santonja, Fundación Santander, 2015)

Para reivindicarse a sí mismo en la senectud, para demostrar su buen estado de salud poética, para sacar músculo existencial a los ochenta años, publicó en 1966 ¡Oh, este viejo y roto violín! Del que dice:

Es verdad que suena muy mal este violín […]
Pero con él tengo que tocar todavía
unas cuantas canciones
que se me olvidaron en mis Obras completas […]
Y no quiero marcharme sin tocarlas.

En el libro se oye el latido de su sangre. Y supone un cambio con respecto a su obra anterior: “El infierno enseña mucho…y ahora de vuelta… me he puesto a escribir de otra manera. Y a decir cosas que no había dicho antes” (carta citada). Este viejo rebelde, de “verso recto y limpio como una lanza”, pretendía “tocar algo nuevo antes/ de marcharme definitivamente/ de la tierra”. En sus páginas encontramos una trémula llama de esperanza (“Si existe el infierno/ no existe la Nada”) y un imperativo deseo de eternidad (“¿Y es tan difícil/ hacer que todos los hombres sean dioses?”). No obstante, no se encuentra ahora tan lejos de aquella descripción que realizaba de sí en una carta a Juan Larrea fechada en 1949: “He sido un espíritu de la noche, un lamento lunar”. Si bien León Felipe renació, a dos años del fin, a un ansia espiritual, lo cierto es que su estilo siguió siendo agónico, bronco y febril: “Me gusta lo que he escrito/ sin levantar la pluma”.

León Felipe desapareció de la tierra hace medio siglo. Él sólo aspiraba a que le sobreviviesen algunos poemas de los Versos y oraciones del caminante y El ciervo: “Quedará menos, una gotita de rocío diluida, perdida y anónima en el gran río de las canciones eternas” (carta a Camilo José Cela, 1959. Obra citada). Puso el destino de su obra a las órdenes del viento:

“Mi palabra está aún trémula y tímida en el aire, y a merced del viento estará siempre. Es posible, casi seguro, que se la lleve el vendaval. Si al mundo el día de mañana llega algún resto de mis versos, eso será lo que recojan los antólogos venideros”. (artículo publicado en Letras de México, 1941. Obra citada)

Lo cierto es que a nuestras manos ha llegado su obra a través de distintos volúmenes. A la mencionada selección de Gerardo Diego, sumemos la edición de Akal/Bolsillo de su Antología rota (yo tengo la edición de 1990), o más recientemente, la que acaba de publicar Visor. Ha ganado su batalla al olvido con su obra, que es también una plegaria a la divinidad: “La poesía no es más que un sistema luminoso de señales… Hoguera que encendemos aquí abajo, entre tinieblas encontradas, para que alguien nos vea… para que no nos olviden… ¡Aquí estamos, Señor!” (Ganarás la luz, 1942).

Leerlo es la mejor manera de celebrarlo.


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