Cingla, Constantino Molina. “Premio de Poesía Hermanos Argensola”. Visor, 2020. 62 páginas.
Parece claro que en Albacete hay un grupo de poetas a los que une la amistad y que de un tiempo a esta parte han alcanzado visibilidad gracias al espaldarazo de premios de prestigio. Me refiero a Andrés García Cerdán (Fuenteálamo, 1972), Rubén Martín (Albacete, 1980) y Constantino Molina (Pozo-Lorente, Albacete, 1985). Integrantes todos de una misma generación, comparten cierto aire de familia en la medida en que parecen dialogar con dos de los grandes autores de la tierra: Dionisia García (Fuenteálamo, 1929) y Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948). Recordemos que Murcia y Albacete pertenecieron a la misma división territorial hasta 1978. Unidos por su coincidencia en ediciones Rialp (Martín y Molina han ganado el “Adonáis”; Cerdán, el “Alegría”) y por haberse alzado con el “Argensola” (Martín en 2012, Cerdán en 2018 y Molina en 2020), comparten un tono celebratorio de la vida y un arraigo en la naturaleza. Las diferencias entre los tres, no obstante, son evidentes. Cerdán, autor de una amplísima trayectoria, posee un verbo electrizante, vigoroso, que pone al servicio no sólo de los temas existenciales, sino de la crítica feroz del estado del mundo. Martín, por su parte, es dueño de una mirada contemplativa que nos llena de luz al posarse en el entorno agreste. Molina, el más joven de todos, canta lo pequeño, lo doméstico, con voz grave o desenfadada, para contrarrestar con la alegría de lo minúsculo la nada que lo cerca.
Constantino Molina se dio a conocer en 2014 con Las ramas del azar (“Adonáis” y “Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández”), libro al que siguió Silbando un eco extraño (Hiperión, 2016. Premio “Alfons el Magnànim”). Con su su último trabajo, Cingla, ha ganado el “Argensola”. Este último tiene 700 versos, y está formado por 45 poemas que se suceden sin divisiones. Dicho esto, los textos más luminosos se concentran al principio, y aunque los temas del vacío y de la nada se esparcen por todo el libro, los poemas que con más plasticidad nos hablan de la muerte, se encuentran al final. Molina echa mano de una simbología de corte tradicional para connotar el vitalismo, pese a la contingencia (rosales, agua, pájaros…). Sobresalen, dentro del conjunto, los poemas trascendentales, en donde Molina acoge una mirada renacentista (o neoclásica, “La vendimia”), barroca (“Una convivencia”, “Mi cuerpo”) y estoica (“Atardecer desde un patio interior”):
… Aquí abajo pronuncio unas palabras:
es la quietud la tarde,
y riego los rosales.
Mis articulaciones obedecen
a cada impulso eléctrico
que mi cerebri dicta
y soy el centro y dueño de un instante.
Por encima de todo
una expansión vibrante
y el canto del vacío ante la nada.
También destaco el ramillete de composiciones que el autor dedicada a su difunto padre (en especial, el sutil y estremecedor “Golondrina”). Por el contrario, me gustan menos algunos de los poemas de tono ligero que abundan en el libro: “Mosquito mío”, “M” o “El arte del bostezo”.
“Cingla”, nos dice el autor, es la roca madre sobre la que se asienta la vida. Ese suelo firme, metafóricamente hablando, son las tres prestigiosas editoriales que lo han editado. Poco a poco, el poeta albaceteño va afirmando su pulso sobre el suelo. De momento, tres libros. Seguiremos pendientes de los frutos que nazcan de esa tierra.
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