G. García, Ariadna (2018). Ciudad sumergida, Madrid: Hiperión, 68 pp.
Juan Carlos Abril
«Que en la ciudad oculta, sumergida, / el
viento no derriba la esperanza, / ni hay gente que te imponga sus razones. /
Allí puedes ser tú en libertad, / y macerar tus sueños hasta el logro.» (p. 64,
de «Ciudad sumergida»). Estos son los versos finales del poema homónimo y final
del libro que nos ocupa, Ciudad sumergida. Vemos que se nos ofrece una visión bastante optimista, más de lo que
pudiera preverse en cualquier diagnóstico acerca de las oportunidades que
disponemos, sobre todo teniendo en cuenta que la ciudad y el mito que
representa, en su modernidad, han estado tradicionalmente cargados de
negatividad: «Mi destino me espera en la ciudad / esculpida en el lecho submarino»
(p. 63). La voz verbal busca su refugio, un espacio fuera de peligro en una
especie de burbuja.
Parece que la poeta tiene muy claro
el alcance de sus aspiraciones, que nunca se encontrarán entrecortadas, pues no
olvidemos que se trata de una ciudad oculta y sumergida, con lo que se acentúa
el misterio del otro lado, es decir de la otredad a la que constantemente nos
enfrentamos, llámese otra persona o mundo alternativo, representado sobre todo
por la naturaleza. Si la ciudad se configura como una suma de los yoes, en este
libro Ariadna G. García abraza un concepto colectivo en el que, más allá del
nosotros, se trasciende la individualidad para engastar al sujeto contemporáneo
en la especie humana. Quizá deberíamos recordar la noción de homo bulla, para subrayar esa protección. Optimismo sin
ingenuidad ni poso roussoniano, la autora da cuenta de una suerte de certidumbre
antropológica con la que hemos emprendido la lectura de Ciudad sumergida por el final, pero que ahora retomamos en su
inicio. En efecto, el mundo natural se halla muy presente desde los primeros
versos, y es que las partes del poemario son cinco, a saber, «Devenir»,
«Memoria», «Origen», «La Tierra» y un «Epílogo», con el que se cierra el
volumen y que consta de un solo poema, el citado y homónimo del libro.
«Los ciclos vegetales / son puro
devenir.» (p. 15), se afirma desde los primeros dos versos, con los que se nos introduce
en la naturaleza y se nos presenta el cambio como constante epistemológica en
la que nosotros nos incluimos, desde la que alcanzamos sentido. Devenir
significa realidad entendida como proceso o cambio continuo, por lo que lo
único que permanece es el cambio. Esta concepción proteica de la vida, en la
línea del clasicismo, acabará convirtiéndose en una marca ideológica que nos
espoleará o impulsará a pensar que todo es mejorable, aunque, ya se sabe,
también se puede ir a peor. Nos sirve de base, por el momento, para entender
nuestro lugar en el mundo, nuestra identidad, comparando los ciclos naturales
con los ciclos familiares, la muerte y la renovación de la vida. La autora le
escribe a su abuela: «Tú conservas la herencia de tus padres, / legado que
algún día yo dejaré a mis hijos» (p. 17). Así, la segunda sección del libro,
titulada con acierto «Memoria», plantea un guiño retroactivo del lector con su
propio pasado genealógico a través de la experiencia de la poeta, del recuerdo
de sus abuelos, la Guerra Civil, y la condena del Alzheimer, esa enfermedad que
ataca especialmente a la memoria, borrándonos el recuerdo: «Asisto a la condena
de tu envejecimiento, al exilio de tu propia conciencia» (p. 23). La
alternancia del poema en prosa dotará a Ciudad sumergida de un dinamismo necesario rítmicamente, combinando
fundamentalmente endecasílabos y alejandrinos con idas y venidas prosódicas, que
apreciaremos mejor en «La Tierra», lo que dotarán al poemario de un certero
equilibrio. Justo antes, «Origen» ocupa no por casualidad el núcleo del conjunto
y presenta la esperanza embrionaria en la entraña de la madre, tematizada en la
propia poesía y en el libro, en el vientre de una nueva generación que vuelva a
dar, con su existencia, sentido al mundo. De manera elegante, asistimos a una
reivindicación LGTBIQ que se trasciende por el amor de los seres humanos, más
allá de la polaridad del género, del esencialismo moral o social o los
reduccionismos del lenguaje. Ariadna G. García le escribe desde esa nueva
intimidad a su mujer y a sus futuros hijos, criaturas placentarias a las que
les habla y susurra su fe en la vida, y que significan el porvenir. «Sé que os
hablo y me oís. Necesito creerlo / en este abismo helado que nos acecha,
insomne.» (p. 33). El mundo, como podemos observar, se describe como abismo
helado, y frente a eso toman cuerpo, igual que los próximos seres humanos que
se desarrollan en su líquido amniótico, los individuos en una ciudad sumergida
que se protege de los peligros del mundo exterior, estableciendo un
paralelismo.
«La Tierra» entronca con esa concepción de la
maternidad y la fecundidad en relación con Gea o Cibeles, la diosa madre, y
desde el inicio hasta el final hay una identificación nítida del sujeto con la
naturaleza: «soy el copo de leche […]» (p. 42), «soy el sudario frío […]» (p.
43), «soy la mora […]» (p. 44), «soy un dolor […]» (p. 45), etc., hasta llegar a
la conclusión o certeza de que «encarnamos un ser» (p. 47) y al «somos»
(ibíd.), que se repite en varias composiciones. Del yo al nosotros, por tanto,
«soy el sueño que viaja de un ser humano a otro» (p. 51), pero sin
ingenuidades, como decíamos, pues la conciencia ecologista en la que se engasta
este discurso no se puede asociar más que de manera transversal a
reivindicaciones universales de justicia social. El juego de desdoblamiento del
yo hacia el tú, soy/eres, se proyectará en el «somos» (p. 53) para mantener
«habitable / el planeta» (ibíd.). La aventura del fragmento o poema «VII»,
quizás el más estimulante de todo el libro, a nuestro modo de ver, junto con el
«VIII», proporcionarán otra dimensión ficcional desde la que se cumple ese homo
bulla antes citado. Por eso, quizás
esta sección, que airosamente desemboca en la toma de conciencia de un engagement ecologista, sea una novedad en la poesía
española actual, desde esta perspectiva, y habría que detenerse a reflexionar.
La poeta, bien conocedora de la tradición áurea como de las más recientes, nos invita
a ello: «Ha llegado la hora de que olvides tu proyecto solitario, / y de que
emprendas conmigo una defensa común» (p. 55), o «Implícate en las cosas que te
atañen» (ibíd.), abandonando el romántico solitaire/solidaire e interpelándonos
hacia un proyecto dialógico más allá de la posmodernidad. Este largo fragmento
o poema final de esta serie, el «X», concluye de manera vehemente con los
siguientes versos: «Mujeres y hombres de las históricas ciudades europeas, / de
las grandes metrópolis asiáticas, orientales, africanas y americanas: / Demos
un paso atrás. / Hacia nosotros. / Hacia el futuro. / Sonrientes y unidos. //
Somos / naturaleza.» (p. 57). Un paso atrás para frenar el ritmo de producción capitalista,
el consumismo y la degradación del medio ambiente. Aunque sin duda alguna, un
paso hacia adelante.
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