Equilibrio, Enric López Tuset. Polibea. 2017. 80 páginas.
Hace unos días comentaba que el
futuro de la poesía pasa por denunciar los estragos del mundo en que vivimos,
por retomar valores humanistas y por insuflar energía a los lectores. Buen
ejemplo de las obras críticas con nuestro actual modelo económico e indagadoras
de sus consecuencias en la ciudadanía, es el poemario Liberalismo político, de Francisco José Chamorro (Hiperión, 2017). Su jovencísimo autor describe la
parálisis volutiva que sufren las mujeres y los hombres sometidos al bombardeo
de la publicidad, la ilusión de libertad que nos ofrece la tecnología, el
control que el sistema ejerce sobre nosotros a través de la red, la frustración
constante de varias generaciones provistas de objetos de consumo, pero carentes
de una espiritualidad, de un fondo afectivo cimentado sobre firmes valores
(morales, estéticos) que las hagan felices. Chamorro evoca el hedonismo de
nuestra sociedad y la ausencia de un conocimiento interior recurriendo a un
estilo coloquial, directo y denotativo donde abundan las enumeraciones junto a
los paralelismos. Frente al vacío de un personaje de vida anodina, de un
consumidor nato, de un hombre volcado hacia fuera, de vida terrenal, el poeta Enric López Tuset levanta en su segundo
poemario, Equilibrio (Polibea,
2017) la conciencia de un sujeto recogido en sí mismo, de honda vida espiritual.
El poeta catalán (1987) nos hace
partícipes en sus versos de un camino místico. El itinerario no admite etapas,
de modo que el libro puede interpretarse como un largo poema de descenso a la
interioridad. Asistimos a la celebración de un rito, a un proceso de
puficación, de modo que el lenguaje se vuelve visionario, y el estilo solemne.
La cadencia recuerda al ritmo de los salmos.
Ya desde el comienzo, el sujeto
que habla se presenta en un entorno acuático “próximo a una desaparición con el
alma aniquilada” y la “carne vacía de las resonancias del amor” (p. 17). Este aniquilamiento, al que sigue una “quietud” (p. 18), una
“inmovilidad” de los “sonidos del alma” (p. 37), tiene resonancias dejadas y alumbradas. El sujeto muere a su vida sensorial, y recogido, alcanza “la plenitud”: “la inmensidad, dentro […]
abro la ventana / y solo veo existencia. Delicia de mí mismo […] Nunca la noche
había dejado tan obstinada armonía” (p. 18). Nos movemos en un mundo de
símbolos cristianos (el agua –bautismal–, la noche –de los sentidos–) que
emparenta la obra con las de Francisco de Osuna, San Juan de la Cruz o Diego de
Estella. Quien enuncia ha nacido a una segunda vida trascendente (se ha
convertido en un hombre nuevo);
ha encontrado el “navío Absoluto”, dejando su “entendimiento descansado” (olvidado
de sí) absorto en su “dicha callada” (esta
paradoja recuerda a la “música callada” del Cántico espiritual, donde el santo se refiere a la armonía del universo,
al equilibrio que logra el ser humano cuando se ha unido a Dios). De hecho,
Estella recuerda que aquellos enajenados totalmente se traspasan en
la divinidad. Y López Tuset describe que,
en la “dulzura de no ser” (p. 33), alcanzado el Absoluto, “la alegría traspasa
los dedos” (p. 37). Ahora bien, esa belleza que abrasa el pecho, esa dulzura
del alma, el fulgor de quien ha descendido los peldaños nocturnos para sentir
el gozo (guiño, en esta ocasión, a la Noche oscura, p. 43), no son eternos. La experiencia de unión (e
incluso la salvación) tiene un ejército enemigo: el dolor, la angustia, los
deseos. Para recuperar la armonía, el sujeto asume un compromiso: “iré
venciéndome a solas con mi alma” (p. 29). Se trata de un reto nada desdeñable.
Erasmo, en el Enchiridion,
reconocía la dificultad que entraña todo intento de enmienda: “No hay mayor
dificultad que vencerse el hombre a sí mismo”.
Equilibrio supone un emocionado itinerario hacia el conocimiento
de uno mismo, y hacia el encuentro con el Todo (“Nos quedamos en el latido
dulcísimo de Dios” p. 72). De manera que en ese corazón colmado, traspasado
por la alegría, late con fuerza el amor.
Así, dice el sujeto que enuncia: “Amaré hasta donde me sea posible” (de Eleison). Pero ese propósito no se circunscribe tan sólo a
su entorno cercano (la esposa, el hijo, la madre, el padre o los abuelos) sino
que se derrama en los demás: “Ahora somos la luz de un lugar sin retorno,
prestada al amor de los otros”. (No en vano, este poema se titula Kyrie,
y forma un díptico con Eleison. Juntos evocan un rito colectivo que se remonta a la
antigua liturgia sirio-bizantina, de invocación y súplica de piedad.)
Libro de resonancias místicas
(antiguas y modernas, recordemos a Unamuno: “Mas hay un Dios que dentro tuyo
habita” y a Juan Ramón: “Lo divino está dentro”), así como de ecos alumbrados,
encontramos también en sus páginas un amplio repertorio de símbolos bíblicos
que dotan a la obra de una gran potencia evocadora: huerto, manzano, agua,
desierto, olivo.
En un momento histórico de
confusión, de tránsito y pérdida de sentido –como el que padecemos– se agradece
un poemario que nos eleve por encima del consumo, que nos descienda –por medio
de la introspección– a la íntima revelación de nuestro yo divino, que nos
recuerde la importancia del amor (en cuanto a virtud teologal: fraterno,
universal, caritativo), y que nos convoque a un proyecto común: “dejemos que la
claridad se complazca / y que el corazón lata en el costado del misterio” (p.
20).
Todo un descubrimiento Enric
López Tuset, y su brillante Equilibrio.
Preciosa la edición, por otra
parte, de Polibea, con su magnífica ilustración de cubierta. Quién estuviera en
la del barco.
Esta reseña ha sido publicada por la revista OcultaLit
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