Dibujar una isla, Verónica Aranda. Reino de Cordelia. 2017. 104 páginas. 9,95 euros. XX Premio de Poesía Ciudad de Salamanca.
Si en mi reseña de Café Hafa
(2012) reclamaba más atención por parte de la crítica hacia la obra de
la poeta madrileña Verónica Aranda, hoy festejo que en estos últimos
años se haya convertido en una voz indiscutible de la poesía actual.
Desde entonces, Verónica ha sumado dos nuevos títulos a su extensa
bibliografía (Épica de raíles y Dibujar una isla),
así como otros tantos premios a su palmarés (Internacional Miguel
Hernández y Ciudad de Salamanca). Hoy en día, además, dirige la
colección de poesía latinoamericana Y toda la noche se oyeron… que edita ediciones Polibea. A colación de esto último, destaquemos también sus recientes antologías de la joven poesía colombiana (Queda la palabra Yo) y ecuatoriana (En mitad de un equinocio),
preparadas en colaboración con poetas de una orilla y otra del
Atlántico (Ana Martín Puigpelat y Siomara España). No en vano, Verónica
se ha convertido en una excelente embajadora de la lírica
hispanoamericana en nuestro país.
Viajera
infatigable, la poeta nos lleva con su nuevo poemario de viaje por las
islas helenas. Primero, por el archipiélago oriental (sitas en el Egeo),
y más tarde, por el occidental (esparcidas por el mar Jónico). Las
islas del Egeo, sobrias y austeras, nos evocan una vida sencilla
agraciada por la naturaleza. Aranda nos sugiere este paisaje apelando a
los sentidos (“aroma a sandía caliente”, “este viento/que recibes
descalza”, “playas de tamarindos”). Santorini o Mikonos (se echa de
menos Creta) evocan el reposo y la placidez de quien se desentiende de
problemas y ni busca conflictos ni los provoca: “Acaso la existencia/es
esta forma lenta/de bajar los peldaños/y divisar volcanes” (p. 15). En
este marco, se evoca al mismo tiempo una relación amorosa que empieza a
erosionarse, que, lo mismo que una hoja, nos muestra sus dos caras:
luminosa y sombría (plena y distante). Las islas del Jónico se ofrecen
como metáfora de la polaridad afectiva: “Toda isla es un enigma/cuando
lava y espuma/se entrelazan” (p. 51). Así, erotismo y desamor se
alternan en las páginas del libro. La tercera parte de la obra, “Dibujar
una casa”, nos cambia de escenario. Nos habla de las dificultades,
ahora, de sostener un hogar, de las contradicciones que una encuentra al
comenzar una nueva –y secreta– aventura. Si la lectura es cobijo frente
a la adversidad, y el sexo una manera de resguardo, pronto la soledad
condena a la intemperie a la mujer que enuncia (“caen escombros/y se
derrama harina de amaranto” p. 87). La prudencia y la espera, valores
estoicos asociados al paisaje descrito –oriundos de Grecia–, serán los
talismanes a los que se aferre en busca de equilibrio, de una paz que no
alcanza. De nuevo resuena en nuestros oídos la dualidad amorosa
anterior, lava y espuma chocan, contienden como hicieran durante el
petrarquismo el fuego y la nieve. Verónica Aranda deja traslucir en este
libro emociones inéditas: el miedo, la angustia, el desprecio o la
impotencia (“Te esquivaba/e iba sumando lirios y aislamiento/en mi
incapacidad/de ponerle palabras al desgaste” p. 89).
Ha crecido como
poeta. A la excelente capacidad evocadora de sus libros previos, a esa
inteligente mirada que dirigía simpre hacia mundo exterior, vemos que
añade ahora la hondura de su propia conciencia, que nos revela sus
emociones afectivas, logrando conmovernos. Quizás sea Dibujar una isla su poemario más íntimo. Ya veremos si estrena con él un nuevo rumbo a donde encaminar sus futuros versos.
Esta reseña ha sido publicada por la revista OcultaLit. Original, aquí.
El poemario se presenta mañana en la librería Enclave (Madrid), a las 12:30.
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