Según Demetrio Estébanez Calderón, el narrador es el elemento fundamental de la narración,
el artífice de
que la historia se
convierta en relato. Se trata de la figura de papel sobre la que el autor empírico delega su responsabilidad
enunciativa. A los modos de llevar a cabo su misión discursiva se le denomina
punto de vista o focalización. Esta, según nomenclatura de
Genette, puede ser interna. Con ella percibimos el mundo a través de la
subjetividad de una voz, que se expresa por medio de un monólogo
interior. El
padre de esta técnica literaria, según Darío Villanueva, es el escritor francés Eduard
Dujardin, que la
define (1887) así: “discurso sin auditor y no pronunciado, por el que un
personaje expresa sus pensamientos más íntimos, más cercanos al inconsciente,
antes de cualquier organización lógica de los mismos –es decir, en el momento
en que brotan– por
medio de frases directas reducidas a una sintaxis mínima, con el propósito de
dar la más absoluta impresión de inmediatez”. Por medio del monólogo interior,
y de la corriente de conciencia, los lectores-espeleólogos, descendemos al inconsciente
del sujeto que habla y somos testigos de sus miedos y frustraciones. Estos no
se explicitan, pues nos encontramos en un proceso psíquico pre-consciente (la
influencia tanto del surrealismo literario como del psicolálisis son
evidentes), pero pueden deducirse a través de los textos. Gracias al monólogo
interior dicho sujeto se nos presenta como un antihéroe, como un hombre o una mujer
modernos, perdidos, enfrentados a sus limitaciones. Esta técnica literaria tuvo
tres grandes cultivadores en el siglo pasado: James Joyce (Ulises, 1922), Virginia Woolf (Las
olas, 1931) y
William Faulkner (El ruido y la furia, 1929). En España no tuvo demasiado predicamento
hasta que lo incorporó a sus obras Elena Quiroga en los años cincuenta (La
careta, La enferma, 1955),
si bien su consagración llegó en la década siguiente de la mano de Luis Martín
Santos (Tiempo de silencio, 1962; en donde Pedro, el protagonista de la obra,
aconseja “Hay que leer el Ulises”), Juan Goytisolo (Señas de identidad, 1966) y Miguel Delibes (Cinco
horas con Mario,
1966). ¿Por qué el triunfo ahora? En la narrativa española, a partir de la
publicación en 1962 de Tiempo de silencio,
novela firmada por el escritor y psiquiatra Luis Martín Santos, se
produce una enriquecedora renovación estética que pondrá fin al neorrealismo
(objetivista o crítico)
que triunfó en
los años 50 con obras como El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio (1955). Frente a la novela
social, que daba
prioridad al contenido con respecto a la técnica, y que no buscaba la belleza
en las obras, sino la eficacia; la novela experimental (años 62-75) va a
defender los valores estéticos de las composiciones, y el carácter artístico de
la actividad novelística. Esta inversión de postulados hay que relacionarla con
el nuevo contexto socio-político de la España y de la Europa de entonces,
puesto que no es privativa de la narrativa, sino que afecta por igual al género
dramático (recordemos el teatro pánico de Fernando Arrabal, cuyos ecos llegan a Madrid
desde Francia a través de la revista Índice, despertando la rebeldía de los
universitarios) y al género lírico (en concreto, tanto al “grupo poético del
60” –nomenclatura de Jambrina– como a los novísimos –Castellet–). Las movilizaciones
estudiantiles y el deseo de libertad tienen su reflejo en una literatura que
prescinde de corsés estéticos, de camisas de fuerza ideológicas y que ensayan
nuevas propuestas para acercarse al lector, cansado de proclamas y de
eslóganes.
Así, encontramos en muchos poemarios de los años 62-75 tanto el uso
de la corriente de conciencia (caso de Blanco spirituals, de Félix Grande –1967– y de El cuerpo fragmentario, de Jenaro Talens –1973–) como la aparición del doppel,
del yo
escindido, del monólogo dramático de una voz que se desdobla, de un sujeto que
se interpela a sí mismo (Poemas póstumos, de Jaime Gil de Biedma –1968–) o se contempla desde fuera (Libro
de las alucinaciones, de José Hierro –1964–). En
mi segundo libro de poemas, Napalm (Premio Hiperión, 2001) retomo el motivo del doble en su
versión romántica: el doppelgänger. Jung lo denomina “sombra”. Mario Praz lo relaciona con cuentos
populares como el del hombre lobo. En tres de los poemas de mi libro
(“Cíber-crimen”, “Napalm” y “Hácker”) no sólo se escinde la psique de la voz
que enuncia, sino que emerge una segunda personalidad sociópata y violenta que
había permanecido oculta, maniatada. El antecedente es claro: El Dr. Jekill
y Mr. Hyde, de
Robert Louis Stevenson.
Allá por 1999-00, cuando escribía aquellos textos, no sólo
estaba estudiando literatura romántica alemana en la facultad, sino que también
asistí al estreno de El club de la lucha (dirigida por David Fincher), devoré la novela en
que se inspiraba (de Chuck Palahniuk), así como leí con entusiasmo La muerte
de Artemio Cruz (Carlos
Fuentes), Rayuela y
Las armas secretas
(Julio Cortázar). De aquella convergencia de influencias (cine, novela, ensayo
y cuento), unida a la coincidencia de mi último año de carrera con el fin del
siglo y la enésima crisis económica del modelo capitalista, nacieron tres
poemas existenciales, irónicos y oscuros.
No sé si algún otro poeta español ha
adaptado el doppelgänger a nuestra lírica (Unamuno lo aborda en su novela Abel
Sánchez). Pero
lo cierto es que dicho diálogo con la tradición romántica (Hoffman, Los
elixires del diablo –1815–), mezclada con la narrativa
americana, no fue arbitrario. En literatura nada lo es. Aquellos tres poemas –y
en realidad, el libro en su conjunto– fueron un síntoma de un cambio biográfico
y de un cambio de época.
Interesantísimo Ariadna. Gracias por compartir.
ResponderEliminarSaludos!
Sandra Sánchez.