La idea es vivir cerca, pero no encima, Sofía de la Vega. Liliputienses.
2019. 40 páginas.
El miedo a las relaciones estables, al autoconocimiento o
a la armonía, son algunas de las razones por las que el sujeto que enuncia en
el segundo libro de la joven (1993) poeta argentina Sofía de la Vega, La idea es
vivir cerca, pero no encima, se encuentra físicamente en un lugar, y mentalmente en otro. Así,
mientras sostiene un teléfono,
mira a la web-cam, duerme en un hotel o se desplaza en algún medio de
transporte, siempre se encuentra fuera de sí misma. Ni siquiera la mística es
consuelo que la devuelva a ella: “con los años es más difícil creer en Dios”. Necesita un
idea-matriz (Ganivet), un proyecto (Ortega) que llene de sentido su vida. No
vive en el presente. Las conversaciones con amigos (o con desconocidos) a miles
de kilómetros apenas son un sucedáneo de la existencia plena. O son
superficiales o suponen un pretexto para imaginarse otros mundos a los que no
tiene acceso. Carece de un centro, de una intimidad que la reconcilie consigo.
Está inmóvil, nos
dice, pero lo que requiere es estar quieta: revelada en su interioridad (que diría María
Zambrano, en Claros del bosque). Pero el ruido lo impide (“Me parece extraño escuchar
tantos bocinazos”, “todo es escucha mal”, “los focos comienzan a hacer ruidos
metálicos”, “el aturdimiento de la multitud”…). Mente y ser caminan en
paralelo. Rectas que no se cortan. Por eso, nunca se encuentra aquí. El pasado ha dejado sedimientos
en los que se entretiene y el futuro le saluda sin convicción. A menudo se
encuentra aislada, pero yo creo que su reclamo es otro: la soledad ( “Genera angustia no poder
estar sola”). Es decir, un tiempo interior para encontrarse. De lo contrario, ¿cómo unirse a
sí misma? ¿cómo sentir que forma parte de un Todo? No hay nada que la ate a su
momento, excepto las mancuernas: las horas que se pasa en el gimnasio. Mientras los músculos resisten la
dureza de un entrenamiento, la realidad ofrece su cara frágil, siempre a punto
de caer de sus manos pequeñas. Se sabe vulnerable y se conforma con una baja
exposición a los afectos, para no defraudarse (los amigos, amantes y hermanas
son líquidos, carecen de la contundencia del hielo). Poemario desolador, donde
nada parece real o perdurable, y donde el escaso testimonio figurativo resulta
amenazador (“No me gusta usar auriculares y escuchar / música: me distraigo y
me roban”), tan sólo un texto ofrece un respiro a esa amputación constante de una fuente
de arraigo: el magnífico Volver.
Llegué a
mi casa con frío y lluvia y quise
calentarme
los pies. Me puse
las
medias grises con flores rosas
que
tengo desde los 12. Mi perra
vieja se
acercó y pensé que su calor era el mejor
pero
estaba sucia. Es blanca
y
peluda. Tiene 15 años, una abuela
en años
humanos. Nunca se me murió
una
mascota todavía,
no sé cómo
sería el duelo.
Tengo
23, son más años con ella
que sin
ella. A veces se queja porque le duelen
los
dientitos. Al igual que yo me molestaba
cuando íbamos
de vacaciones
a Tafí
del Valle y se iba en busca
de
perros petizos y cuadrados.
Pasaba
horas buscándola,
Ella
volvía con su pelaje lleno de abrojos
y yo de
sangre por cruzar
los
alambrados de púas
de
hermosas casas de veraneo.
Con ella
todo parece un constante regreso
y una
constante espera.
Vuelve
para que podamos mirarnos
y saber
que todo va a estar bien.
Todavía
estamos tiradas al sol en este departamento.
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