Los días perfectos, Jacobo
Bergareche. Libros del Asteroide. 2024.
Escribía Albert Camus: “La peor desdicha / no es no ser
amado / sino no amar”. El estado de enamoramiento eleva la vida por encima de
las brumas diarias. Alienta, perfecciona, impulsa. La correspondencia es un
milagro, pero no es necesaria. Sí lo es, en cambio, que esa persona amada esté
en tu vida; que te permita ser ese sujeto dichoso que respira dentro de ti, que
celebra cada día nuevo porque sabe que la razón de su existencia también lo
celebra como parte de la suya, aunque esté en las antípodas de su amor
romántico. Escribía Garcilaso de la Vega: “Lo amaba, mas no como él pensaba”.
Pero ese amor puede ser suficiente si se aceptan los límites. Pedro Salinas
gozó de una amante en su vida, y al perderla, también se perdió él. Cuando
desapareció la causa de su alegría, se quedó sin su voz. El poeta murió dentro
de sí, al ver morir un sol en sus entrañas. Por eso duelen las palabras del
protagonista de Los días perfectos: “lo
que de verdad temo perder es la posibilidad de ser la persona que estaba
enamorada de ti, esa persona que puede hacer, decir y sentir las cosas que
hace, dice y siente una persona enamorada”.
La novela narra la relación amorosa que mantiene Luis con la
destinataria de su carta, Camila. La misiva es un largo flashback donde se rememora un amor ya pasado. Quizás amor
sea una palabra demasiado grande. Se trata
más bien de una pasión que barre la monotonía instalada en el corazón de ambos:
dos personas maduras y casadas que se ven, por razones de trabajo, en una
convención que tiene lugar sólo una vez al año. El libro da cuenta de la
ilusión renacida que sienten, del impulso sexual que los hace temblar como
terremotos, de las ganas de conquista, de los nervios, de lo loca alegría que
produce la conexión intelectual y física con alguien nuevo. La promesa de
encuentros futuros sacude el tedio presente. Y no obstante, ya desde las
primeras páginas, Luis se lamenta de la condición caduca del enamoramiento: “yo
también tuve esas vísperas con Paula”. Los días perfectos nos hace reflexionar sobre lo volátil de la pasión, y
sobre qué signfica y dónde se encuentra la felicidad en pareja. Pienso en
Salinas, en tantos escritores que tuvieron amantes y vieron estallar la pompa que los ascendía hacia una
dicha suprema, pero enormemente frágil. Ni Luis ni Camila se amaron de verdad,
se disfrutaron. Sin duda, eso es
maravilloso, pero inestable y provisional. El miedo y la culpa son sus
enemigos. Escribe Jorge Riechmann: “Enamorarse / es una especie de catástrofe
natural / Pero amar es / un arte”. La novela, en ese sentido, es pesismista.
Describe el amor de los amantes como un fuego condenado a extinguirse; camino
que recorre también el del matrimonio. Con todo, a Luis le compensa esa pasión
caduca: “a cambio me queda este dolor tan real y tan físico… y con gusto lo
acojo dentro de mí”. Casi escuchamos detrás a don Miguel de Unamuno: “Mejor que
no el vacío tu tormento”. Al final de la novela lo compadecemos. El amor en su
casa se ha vuelto un páramo. Dice a su esposa: “hemos olvidado cómo hacer
juntos un día perfecto”. La epístola que la dirige es hermosa y triste. Siente
que su matrimonio está hundido, que la efervescencia se ha difuminado. Y eso,
para él, representa un problema. Sus dudas se trasladan al lector: ¿Tendrá
arreglo la situación? ¿Se puede reflotar su matrimonio? ¿Y qué lo reflota? ¿El
sexo? Desde luego, un matrimonio es mucho más. El amor de una pareja con hijos
que comparte casa, como es la suya, exige mucho músculo, así como altas dosis
de comprensión y ternura. Bergareche nos recuerda que en pareja es fundamental
el espíritu de aventura, la improvisación, las ganas de hacer cosas, la
alegría, la locura, el juego erótico, así como no dar por sentado la presencia
de nadie en nuestra vida. No son malos consejos. Es cierto. Pero no basta con
eso. Igual si la novela la hubiese narrado Paula, la esposa, se hubiesen
tratado otros temas. Puede que hubiese reivindicado más dulzura, más capacidad
de escucha, más sensibilidad, más abrazos tranquilos en la cama, más palabras
de sosiego cuando los días vienen con un hacha en la mano… Como quiera que sea,
a una pareja no la sostiene el otro. No muere por la pereza de los demás, ni por su falta de imaginación o
de estusiasmo. Igual, como dice Luis Cernuda: “no es el amor quien muere, somos
nosotros mismos”. Ahí radica el verdadero desafío: en ser nosotros seres
luminosos, para empezar, para nosotros. La felicidad no viene de fuera, procede
de dentro. Esa luz interior es la que alumbra las restantes esferas de la vida.
Y el amor. Acabada la relación de
amantes, ignoramos el desenlace con su esposa. El final es abierto. Ni Luis ni
Paula sienten ya mariposas en el estómago, pero se aman y comparten un proyecto
que da sentido a sus vidas. ¿Es suficiente? Debería. Y ahora me pregunto, ¿por
qué las mariposas tienen que provocarlas las parejas? ¿Qué hay de la amistad?
¿No pueden ser los amigos/as quienen provean la vida de felicidad? ¿Por qué de
manera insistente el arte reduce los días perfectos al ámbito del amor
romántico? Cuántas horas perfectas comparten quienes se sientan juntos a tomar
un café, a conversar; quienes quedan para hacer deporte, para viajar; quienes
comparten experiencias enriquecedoras que los transforman por dentro. ¿Por qué
un día perfecto tiene que pasar por la cama? El sexo, con todo lo importante
que es, no lo es todo. Lo mismo la vida de Luis saldría de su hastío si
ampliase su radio de relaciones. Esa felicidad conquistada fuera de casa luego
nutre el hogar familar. La alegría es altamente contagiosa. En fin, sólo espero
que Luis no acabe siendo Stoner.
Una bella novela para reflexionar...