sábado, 29 de febrero de 2020

Homenaje a Miguel Hernández




Mañana, a las 12:00, en el Memorial del cementerio de La Almudena, habrá un recital poético en homenaje al poeta del pueblo, Miguel Hernández.

Participamos, entre otros, los siguientes poetas: Juan Carlos Mestre, Marta Sanz, Luis García Monteo, Rosana Acquaroni, José Luis Ferris, Jordi Doce, Guadalupe Grande, Ariadna G. García, Ángel Guinda, Almudena Grandes y Andrés García Cerdán.

Entrada por la Avenida de las Trece Rosas (metro La Elipa).

Os esperamos.


jueves, 20 de febrero de 2020

La ciudad

La ciudad, Laura Villar. Liliputienses, Cáceres. 2019. 36 páginas.


  
En la última década, con la crisis de fondo, son muchas las obras que han dedicado sus páginas a la ciudad, especialmente novelas. En ocasiones, los autores barruntan un futuro de urbes abandonadas tras un éxodo masivo, debido al colapso de nuestro modelo económico (Cenital, de Emilio Bueso, 2011). Otras veces, las ciudades padecen recortes en sus servicios básicos, como la seguridad, empujando a la ciudadanía a una evacuación forzada ante el surgimiento de ordas vecinales embrutecidas por el desasosiego reinante; esa amenaza invisible, agazapada pero latente, que sólo se manifiesta de noche, la encontramos en Un minuto antes de la oscuridad, de Ismael Martínez Biurrun (2014). También se da el caso de villas renacentistas que, de manera insólita, se han quedado sin sol, por lo que la existencia de la gente transcurre entre sombras, iluminada por las hogueras o la luz artificial (Donde siempre es mdianoche, de Luis Artigue, 2018). Con estas tres novelas entabla un diálogo –casual, o no– el primer poemario de la joven Laura Villar (1992, Santiago de Compostela), titulado, precisamente: La ciudad (Liliputienses, 2019).

Si repasamos el historial de enfermedades y de síntomas del deterioro de las ciudades modernas, comprobamos que los versos de Villar presentan el mismo cuadro clínico. Veamos: Peligrosidad nocturna, Distopía apocalíptica

Los tiempos en que la ciudad aún respira
están a punto de agotarse.
Me pregunto si quedarán entonces los semáforos
como recuerdo entre los escombros […]
                            reflejo infiel
de los que un día cruzaban las calles. (Pág. 9)


Noche perpetua

Los únicos dispensadores de luz son de fabricación humana: farolas, focos, semáforos, pantallas de plasma, bombillas, mecheros, cerillas… Los poemas transcurren en la madrugada.

Tecno-capitalismo

“Las pantallas nos habían encerrado”. Villar no desaprovecha la ocasión de criticar en su libro los efectos nocivos de la realidad 2.0, la falta de empatía, de interacción, o el síndrome de ansiedad de conexión, que ha convertido a los humanos en una especie insomne. 



Añadamos –con trazo grueso– una nueva patología, cuyos orígenes se remontan a comienzos del siglo pasado: la alienación de las mujeres y hombres que viven en las grandes metrópolis. ¿Recuerdan la fotografía de Ramón Gómez de la Serna posando con su mejor amiga, un maniquí? ¿Y su novela Cinelandia? El célebre vate del Grupo del 14 denunciaba con ellas el artificio, la superficialidad que imponía el ritmo frenético de las nuevas tecnologías e ingenios mecánicos. Villar hace suya esta denuncia en los siguientes versos: “A veces me pregunto/si no seré acaso/ yo el maniquí dentro/del escaparate” (p. 22). De igual modo, los vecinos que salen en sus textos no ya sólo carecen de un nombre, es que ni siquiera representan un rol, carecen de un papel en el drama del resto, habitantes de un mundo de cartón-piedra donde, además, se ha destruido el tejido social por el uso de esas orejeras (móviles, tabletas…) que nos impiden mirar hacia los lados y ser conscientes de nuestra realidad física. Como resultado, las personas del entorno se reducen a ser “los figurantes de mi vida,/meros extras” (p. 16). Ligado a estos asuntos, Villar recupera otro motivo pretérito, en esta ocasión, del 98: el nihilismo. Los poetas de la última generación, nacidos en los 90 de este siglo en que estamos, no cantan con entusiasmo las bondades de los municipios. El mito de la urbe como espacio de enriquecimiento personal se ha devaluado. Así lo constatan obras como Liberalismo político, de Francisco José Chamorro, o Los días hábiles, de Carlos Catena (ambos en Hiperión, del 2018 y 2019, respectivamente). El descrédito de un espacio explotador consigue que la propia concepción del mundo entre en crisis: “tal vez a mis espaldas/la ciudad ya no lo sea,/o que las cosas solo existen/a través del que las mira” (p. 16). Volvemos a Shopenhauer, Baroja y Unamuno. Símbolos de la tiranía que ejerce el sistema sobre la ciudadanía, los semáforos y pasos de cebra obligan a los peatones a dirigirse en un sentido, a moverse en una dirección. Las señales de tráfico no dejan de ser un manojo de convenciones que coartan la libertad de movimiento de los transeúntes. Las farolas –por su parte– colocadas en las aceras por el gobierno local, son una modo de represión mucho más sutil, pues sugieren la presencia de amenazas en el terreno en sombra, en lo que no se ve; y con ello, activan nuestro cerebro reptiliano, que prefiere la seguridad del camino marcado.


Cerramos el capítulo médico con un motivo relacionado con los anteriores. En la ciudad deshumanizadadesnaturalizada, por tanto–, abundan el cemento, el hormigón, el cristal, el acero y el hierro; pero apenas queda sitio para unos cuantos árboles. Y aquí tenemos otra de las claves para comprender la poesía que se viene publicando ahora, cuyos autores buscan un sentido a sus vidas y un arraigo en la naturaleza (Ars Desciendi, de Jorge Riechmann –Amargord, 2018–; Autobús de Fermoselle, de Maribel Andrés Llamero –Hiperión, 2019); Barbarie, de Andrés García Cerdán –Rialp, 2015–; Dibujar una isla, de Verónica Aranda –Reino de Cordelia, 2017–; Las ramas del azar, de Constantino Molina –Rialp, 2015–; Ciudad sumergida, de Ariadna G. García –Hiperión, 2018–; El mirador de piedra, de Rubén Matín Díaz –Visor, 2012–; Árbol, de Esther Muntañola –Tigres de papel, 2018–; …).

La ciudad es un libro interesante por sus temas no menos que por su estilo. Laura Villar nos describe su ciudad hipervoltaica, eternamente sumergida en la noche, con imágenes de un moviliario urbano humanizado. No faltan las metáforas ni las comparaciones. Tampoco los tímidos conatos de poesía visual (como el hermosísimo poema de la página 28, dedicado a las farolas, formado por versos tetrasílabos que evocan la esbeltez del alumbrado público). Llama la atención la presencia en cada página de dos textos: en prosa y en verso, complementarios desde un punto de vista semántico.

Poemario inquietante como el espacio que describe, el unico reparo que se le puede poner es su brevedad. Tiene poco más de 400 versos. Y da la impresión de que no agota el tema que trata. Por ejemplo, se confiere a la urbe un poder destructor (“…aprieta con sus brazos/de carretera infinita,/aplasta a las masas/entre mares de cemento” p. 12). ¿No podía haber desarrollado la autora otros temas colaterales como la ausencia de espacios verdes, el recalentamiento global o la contaminación? Se me ocurren otros motivos que podrían franquear la puerta de lo articulable. Esa humanidad “apagada” que se nos nombra, ¿a qué debe su muerte en vida? ¿Acaso no trabaja hasta altas horas de la noche en colosos de hierro? Una ocasión perdida para hablar de la precarización laboral.

Así y todo, los fantasmas que transitan el libro (“figurantes”, “masas”, “los que” se encuentran apagados) dan una buena idea del mensaje inicial de la autora: las ciudades están amenazadas de derrumbe. No deja de ser sintomático que –a excepción del sujeto que enuncia y su amante– sólo posee vida la ciudad, que se la transfiere a sus órganos y miembros (farolas que sudan; semáforos con sangre, cansados; luces que se esconden…).

Preciosa la cubierta del libro, que invita a su lectura, en especial en estas largas noches de verano y de insomnio.      

Esta reseña fue publicada por la revista Turia en diciembre de 2019.
 

miércoles, 12 de febrero de 2020

23 años de carrera literaria

Hoy hace exactamente 23 años que comencé mi carrera literaria. Lo que quiere decir que llevo más de la mitad de mi vida publicando libros, puesto que acabo de cumplir 43. En total, hasta ahora, he publicado 17 títulos. La mayoría son poemarios (8), pero también tengo novelas (2), antologías (6) y traducción (1). A día de hoy estoy inmersa en varios proyectos, y es probable que pronto anuncie alguna sorpresa. Además, tengo la suerte de que he convertido a la literatura en mi medio de vida, puesto que soy profesora de Lengua y Literatura (también he impartido las asignaturas de Teatro y Literatura Universal) desde hace once años. Que lleve más de dos décadas publicando significa que llevo más dos décadas leyendo, estudiando, analizando y amando las obras de los demás. Muchas son autoras contemporáneas, pero en realidad yo entronco con lo más granado de nuestra literatura áurea: Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, San Juan de la Cruz y Francisco de Quevedo. Gracias a la tesis, además, profundicé en la mística del Renacimiento, que me ha dado una sólida formación espiritual, a la vez que ha dado un sentido civil a mi propia creación: la lucha contra el dogmatismo (la imposición o el imperialismo) y la búsqueda de la libertad (como meta humana y meta colectiva). Estas son las claves para entender mi obra. Hay que buscarlas dentro de la lírica moral española, y siguiendo sus pasos a contracorriente, en la lírica moral romana. Por otra parte, mi estética también es deudora de ellos. De hecho, mi modo de aproximarme a la creación poética es análogo al de un místico: por meditación, por una experiencia extrema de la interioridad. Y aquí entronco con lo más trufado también de la poesía del siglo XX: Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Luis Cernuda y Vicente Aleixandre. En estos 23 años, por otra parte, he publicado libros distintos entre sí que comparten, no obstante, un aire de familia. Sin pretenderlo, he repasado con ellos buena parte de nuestra historia lírica, nutriéndola con otras tradiciones, otros géneros literarios y otras artes (la música y la pintura). Ahora mismo tengo muy claro de dónde vengo, y hacia dónde me dirijo. Como decía Federico García Lorca: “veo mi trayectoria perfectamente clara”. A una primera etapa centrada en el tema de la identidad (Construyéndome en ti, Napalm, Apátrida, Helio), ha seguido una segunda centrada en el amor a la naturaleza y en la responsabilidad que tenemos los humanos de preservarla (La Guerra de Invierno, Las noches de Ugglebo, Ciudad sumergida). Por supuesto, existen puentes comunicantes entre ambas (Línea de flotación), y asuntos en los que siempre insisto (la memoria, la muerte, el amor, la crítica a nuestro estilo de vida). Pero desde que descubrí Finlandia (2011) cambió mi perspectiva, enfoque que ajusté al convertirme en madre (2015). En fin, hoy celebro que llevo 23 años volcada en una pasión que no elegí por propia voluntad, sino que me eligió, y accedí a convetirla en mi destino. Ojalá de cuanto he escrito quede una cita, un verso, el día de mañana en el corazón de alguien.      


martes, 4 de febrero de 2020

Nadie vendrá

Nadie vendrá, Tomás Hernández Molina. XXII Premio de Poesía Ciudad de Salamanca. Madrid, Reino de Cordelia. 107 páginas.


Criticaba Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray que los poetas pretendieran el éxito de ventas poniendo demasiado de sí mismos en sus composiciones, exponiendo sus pasiones al microscopio de la mirada ajena. Estamos hablando del año 1890. Pero sus afirmaciones sirven para entender el mercado lírico español que padecemos en la actualidad. Pueden comprobarlo ustedes mismos: “Hoy día de un corazón desgarrado se tiran muchas ediciones”. Y tanto, ¿verdad? Vean las fajas de algunos libros. No obstante, en opinión de Wilde: “un artista debe crear cosas bellas”. Por desgracia, no es así en muchos casos. Tenemos grandes consumidores de productos poéticos, y sin embargo, paradógicamente, se está perdiendo el sentido de la belleza. En este retroceso cultural juegan un papel determinante las últimas leyes educativas, que han reducido las horas de literatura en los institutos y que han relegado los estudios de Humanidades; pero también contribuye la propia sociedad que entre todos hemos creado: veloz, ruidosa, irreflexiva, siempre al borde del ataque de nervios y poco esmerada en el afán por perfeccionarse. Pues si así somos –generalizo, claro–, qué esperamos que hagan (algunos de) los poetas. Escribía Antonio Machado: “El arte no cambia siempre por superación de formas anteriores, sino, muchas veces, por disminución de nuestra capacidad receptiva, y por debilitación y cansancio del esfuerzo creador”. ¿Hablará de nosotros el vate sevillano?
      Por fortuna, sí hay autores que piensan que su espíritu “es fuente que mana” (Machado). Autores cultivados que cincelan sus versos en el mármol. Autores que piensan que en Literatura no importa sólo el qué, también el cómo. Uno de ellos es el veterano Tomás Hernández Molina (Alcalá la Real, Jaén, 1946), recientemente galardonado con el premio “Ciudad de Salamanca” por su poemario Nadie vendrá.
        El poeta parece que porte una balanza mental. De un lado, sus versos dialogan con la tradición grecolatina; del otro, con la peninsular (áurea y contemporánea). Apuntemos ahora que Tomás Hernández fue profesor de secundaria y docente universitario. No es baladí. Su sólida formación filológica se destila en sus versos, que además suenan frescos y verdaderos por el contacto directo del autor con la naturaleza. Ya lo aconsejaba Machado: “¡Abejas, cantores,/no a la miel, sino a las flores!”. Y no obstante, reconocemos en sus breves poemas ecos de Virgilio, Hesíodo y Cicerón, junto a los de fray Luis de León, Francisco de Aldana, Góngora, Antonio Machado, César Simón o Spriu.
       Son sus poemas sobrios, descriptivos y poderosamente evocadores. De tono grave, abordan tópicos como el tempus fugit, el amor o la muerte; y asuntos mucho más inmediatos como la pobreza o la migración.
       Nadie vendrá entronca con una poesía reivindicativa de la contención, de la humildad y del amor hacia la naturaleza que también encontramos en: Sin ir más lejos, de Fermín Herrero (“Premio Jaén”, 2016); Mineral y luz, de José Antonio Fernández Sánchez (“Premio Alegría”, 2017); Ars Nesciendi, de Jorge Riechmann (Amargord, 2018) o El jardín de Gulbenkian, de Juan Antonio González Iglesias (“Premio Gil de Biedma”, 2019).

         La edición de Reino de Cordelia es una maravilla. Para tenerla en casa.