viernes, 28 de octubre de 2016

Defendiendo la Educación Pública, en El País



Os paso el enlace a la edición digital de El País, donde aparezco junto a mi familia en la pasada manifestación del 26 de octubre en favor de la Educación Pública, pinchad aquí.



Nos vemos en las calles,
A.


miércoles, 26 de octubre de 2016

Los nombres del fuego


Los nombres del fuego, Fernando J. López. Santillana. 2016. 320 páginas. 11 euros.







¿Cuántas novelas españolas, de aventuras, recuerdan que estén protagonizadas por mujeres adultas o adolescentes? Dentro del mundo de la narrativa juvenil no es extraño encontrar historias donde las jóvenes lleven la voz cantante, pero cuando el asunto a tratar supone desafiar al sistema, sacar lustre a la valentía, enrollar el sendero conocido y desplegar un camino ignoto, defender a tu pueblo de una amenaza exterior, usurpar un cargo ajeno a tu destino y hacerlo con esfuerzo, como quien soporta sobre los hombros una lona muy gruesa, o recorrer la cara oscura de la vida, entonces el número de mujeres heroínas desciende de modo escandaloso. La isla de Bowen supone un continente aparte construído por César Mallorquí. Donde los árboles cantan es otra ¾ bendita¾ rareza, en este caso de Laura Gallego, un emblema de que los tiempos cambian y de que las mujeres están (nos estamos) reinventando a pasos de gigante. A ese ¾todavía escaso¾ listado de obras sumamos ahora un nuevo título: Los nombres del fuego, del novelista y dramaturgo Fernando J. López. Escritor y docente, Fernando aborda en su novela varios temas de peso, esos que otros prefieren evitar o por ignorancia o por falta de sensibilidad o porque piensan que les restará lectores: el bulling homófobo, la reivindicación de la libertad de la mujer, o la defensa de la igualdad entre sexos. Pocos autores de narrativa juvenil incluyen en sus relatos personajes homosexuales. Javier Ruescas tuvo los arrestos de hacerlo en la trilogía Play. Y basta de contar. Se agradece, pues, que en Los nombres del fuego, novela destinada a lectores adolescentes, aparezca una pareja de chicos y que se visibilicen las dificultades que atraviesan. Dificultades que ponen en jaque la democracia en Europa, en esta Europa que afila los cuchillos en lugar de los lápices. Pero más allá de los temas que trata el libro, su atractivo descansa en la estructura y en la hilvanación de dos mundos diferentes separados por quinientos años. Echando de mano de conceptos matemáticos como la física cuántica, la entropía, o la teoría de las cuerdas, Fernando teje un libro con dos lanas. Una procede del Imperio azteca de Moctezuma, Xalaquia, y la otra de la España de hoy, Abril. Ambas adolescentes se cuestionan su identidad en una batalla asimétrica contra su propio tiempo. Xalaquia es una heroína, una figura legendaria que se duele de su destino adverso. Abril no se enfrenta a la realidad exterior, sino sólo a la íntima. Su mundo civil no se tambalea, si bien es cierto que al final de la obra se barrunta un futuro de sangre -que no necesariamente caerá sobre ella, como sí lo hace sobre Xalaquia-


Sumamente recomendable, Los nombres del fuego promete acción y entretenimiento, a la vez que facilita un censo de prejuicios a erradicar, un albarán de bolladuras e imperfecciones de un mundo que podrá mejorar cuando los adolescentes -lectores de este libro, entre otros- lo hereden.     

Esta reseña ha sido publicada en La tormenta en un vaso. Original, aquí.

 

lunes, 24 de octubre de 2016

Las noches de Ugglebo, en El Cultural



Amigos, el crítico Álvaro Valverde acaba de publicar la reseña de mi fábula infanto-juvenil Las noches de Ugglebo (Premio de poesía El Príncipe Preguntón) en El Cultural. Os dejo el enlace, aquí.


domingo, 23 de octubre de 2016

Las flores de alcohol


Aprovechando que Sofía Rhei publica nueva novela, Róndola, recupero la reseña que escribí sobre su primer poemario, con la que me estrené en el mundo de la crítica literaria hace ya diez años.


Sofía Rhei, Las flores de alcohol. La bella Varsovia. Córdoba. 2005. 70 pp.

 
Conocí a Sofía una tarde de junio de 2004, en el Palacio Real. Yo salía de la Sala de las Columnas, donde Luisa Castro había deleitado a algunos y provocado a otros con la lectura de sus versos, cuando una voz a mi espalda me llamó por mi nombre. Me giré. Estaba a dos metros de mí, con su mirada intensa clavada en mis pupilas. Yo no sabía quién era. Pero me bastó aquella tarde para enmendarlo. Recuerdo que hablamos de todo un poco. Rompimos el hielo con Isaac Asimov e Ítalo Calvino. Había terminado, me decía, una novela deudora de ambos: Las ciudades reversibles, libro caracterizado por el juego, la fragmentación y el perspectivismo. Luego charlamos de otras cosas. Así, en la terraza donde nos apretamos veinte de los poetas que habíamos acudido al Palacio Real, me reveló su interés por la pintura. Por aquel entonces, Sofía ya daba clases de dibujo en un instituto de Vallecas. Me dejó impresionada. Sólo tenía 25 años. De regreso a casa compartimos un taxi. Vivíamos a 10 minutos la una de la otra. Pagó ella. Bajé del coche con el convencimiento de que me había ganado una amiga. Ese verano quedamos con frecuencia para tomar cafés o en mi casa o en la suya. Siempre me ha encantado ir allí, la verdad. Es como estar en un museo. Todo lleno de cosas. Preside el salón el cuadro de un bosque azul pintado por ella. Sobre uno de los armarios puede verse la funda de una guitarra española. Las estanterías están borrachas de miles de libros, frascos, plantas, colecciones de piedras... Así es Sofía: un sorprendente y acogedor aleph. Una mañana de domingo quedamos en una terraza para tomar unas cervezas. No se me olvidará. Bebíamos bajo un sol de mil demonios cuando de repente me pidió una cosa: que leyera el poemario que había escrito. Acepté en seguida. Sólo el título ya embriagaba: Las flores de alcohol.


Desde el mismo título, Sofía Rhei expresa a sus lectores cuáles son los movimientos literarios con los que dialoga: el simbolismo y las Vanguardias. Dos son los poetas a los que rinde homenaje: Baudelaire (Las flores del mal) y Apollinaire (Alcoholes). Las huellas son claras. Un par de veces cita a Apollinaire. Al comienzo de la obra y al final. Primero transcribe un verso suyo. Y luego, en el poema “Credo del bulevar de los sueños Estrella”, parafrasea otro. Sin embargo, la impronta del poeta creacionista va mucho más allá: afecta al fondo y a la forma. Aunque, como veremos, no es estrictamente la única. Otras dos tradiciones (una medieval, otra renacentista) mezclan sus aguas con las del ismo que abandera el legendario artillero francés.

Sofía Rhei analiza un objeto temático: el amor. Pero su enfoque es múltiple. El libro tiene ocho partes. Sobre cada una proyecta una mirada diferente. Igual que una pintora cubista, va colocando los puntos de fuga en varias posiciones. De este modo, alumbra cada vez una cara distinta del objeto. No existe una sola realidad. Nuestra impresión del mundo depende de dónde situemos la perspectiva. Por eso Las flores de alcohol nos hablan de la experiencia amorosa desde ocho ángulos: el deseo, la búsqueda, la posesión sexual, la ausencia, el rencor, la añoranza, el reencuentro y la plenitud. La suma de todos nos da una idea aproximada de lo que puede ser una relación afectiva.

Cambian los enfoques. También la métrica y el tono. Sofía Rhei hace alarde deportivo de sus habilidades técnicas. El amor, ya lo decía Luis Cernuda, “no tiene esta o aquella forma”. Su expresión, tampoco. Así, encontramos en el libro dos sonetos, una lira, cuatro poemas visuales, uno en prosa, verso libre, coplas y haikus. En cuanto al tono, según la experiencia de vida de la que se nos hable, es apasionado, abatido o irónico. Esos estados de ánimo, además -siguiendo a Baudelaire, Del vino y el hachís-, se ponen en relación con una bebida distinta.



En conclusión, la mirada del poemario es totalizadora. Aspira a la verdad. Si bien no deja de ser una mirada que se sabe finita, demasiado concreta. Quizá por eso mismo Sofía Rhei emprende un segundo diálogo con otras dos tradiciones poéticas: la mística y la cortesana, la áurea y la medieval; para universalizarse.

Las propias Vanguardias reelaboraron modelos antiguos. Por ejemplo, Vicente Huidobro, creacionista, igual que Apollinaire, introduce en Altazor un personaje de resonancias bíblicas y mitológicas.

Aquí, en Las flores de alcohol, aparecen motivos cortesanos. Uno es la metáfora del “deshielo”, que alude a una situación inicial de origen trovadoresco: la dureza de la dama y su rechazo absoluto de la corte amorosa del poeta. Esta metáfora, a su vez, la relacionamos con el gusto provenzal por los términos opuestos o enfrentados: hielo-fuego. De hecho, sería imposible derretimiento alguno si previamente no se produjera un aumento de temperatura provocado por la cercanía de una fuente de calor. Otro de los motivos es el debate entre la admiración de su belleza y el lógico deseo de poseer a la amada.

Otra de las huellas presentes en el libro es la que deja la mística. La imagen del “ciervo” que mantiene la mirada hay que relacionarla con el Cántico espiritual de Juan de la Cruz. En el mismo poema, otra imagen, la del “vapor” que desprende el ser amado y llega hasta los ojos del amante, es de inspiración platónica. Según Juan Boscán y León Hebreo, entre otros muchos, la sangre cría espíritus sutiles que salen por los ojos de quien ama “enderezados como saetas” -escribe Boscán- a los ojos primero, y al corazón, después, de la persona amada.

Finalmente, vemos en el libro un eco de las aspiraciones luisianas. Ambos poetas pretenden la unión con el Todo a través de la contemplación o del sexo. No siempre la consiguen. El sujeto que habla en Las flores de alcohol vive en un mundo terreno, rodeado de fauna y flora. Es un individuo que tiene una gran conciencia tanto del cuerpo ajeno como del propio. Ahora, su anhelo sexual trasciende los límites que impone la piel. Aspira a realizarse en las alturas. Sin embargo -no siempre-, termina sepultado bajo el agua, inmerso en el olvido y en la ausencia.

Esta primera entrega de Sofía promete otras muchas. Ya estamos deseando leer su siguiente poemario.



Esta reseña fue publicada en la revista Speculo, que edita la Universidad Complutense de Madrid, en 2006.

Elena Medel y una servidora presentamos este libro en la librería La Central, del museo Reina Sofía, ese mismo año.


jueves, 13 de octubre de 2016

Siomara España (Ecuador)



 
Siomara España (Ecuador, 1976) se ha dejado la piel en varios libros Concupiscencia, Alivio demente, De cara al fuego y Construcción de los sombreros encarnados (entre otros). Cada uno es una piedra de forma y tamaño diferentes, con los que la Siomara ha levantado una sólida pared de mampostería. El erotismo, la muerte o la locura constituyen la terca y obsesiva argamasa que cohesiona al vistoso conjunto de volúmenes. El último rinde homenaje a Thomas Mann, pues da voz a los personajes de Muerte en Venecia. La autora lo escribió coronada por una aurora incandescente a lo largo de una noche. Su bolígrafo trazaba tensas curvas al compás de la 5ª sinfonía de Malher. Apenas durmió dos horas, lo suficiente para acudir a la universidad en donde imparte clases. La corrección del libro le llevó varios días, ahora sí, bajo la suave luz de la templanza. El fuego huracanado del deseo era pulido, pero sus llamas seguían crepitando en la piel y en los labios del amante: “Que no se diga nunca/ se fue sin intentarlo”. La obra de Siomara ha recalado en festivales internacionales de poesía, Ferias del Libro y antologías varias. Recientemente, la editorial Polibea acaba de reeditar en España Construcción de los sombreros encarnados, su última publicación hasta la fecha. 



CONFESIÓN


Que no se diga jamás se lo intentó
que no rodé por el camino
que no tropecé y caí mientras dormía.

Que no se diga locura transitoria para decir amor
sexo para pasión, furia para celo
           [y a la distancia olvido.

Que no se diga aquí no se fraguo el fuego
el delito consumado sabanas mojadas,
mentiras escabrosas lucidez y miedo.

Que no se diga de esta agua no bebí
en esta tierra no viví
en esta cama no soplaron huracanes 
[y volaron como cartas los espejos.   

Que no se superlativise el beso
y no se conjugue el verbo amar 
y que se diga beso
    [en la exacta dimensión de la palabra.

Que se fusione cada silaba en su acento
como un cuento interminable
como un desplegar de leves alas.

Que cada consonante caiga ante el deseo de las palabras
sea grave el sonido en los abrazos
[y leves los fonemas con su luz difuminada

Que no se diga siempre equivocada estaba
su cuerpo acurrucó contra su espalda
que no arrancó gemidos de su boca
que no luchó contra su pecho
que no mintió
que no digirió una a una sus palabras.

Que no se diga  probó de mil venenos
que no se diga atroz  para decir ternura
y no se diga jamás tormenta y fuego
y entre fuego besos
y entre besos celo.
Porque fui nieve y serpiente mujer y viento
y después de viento arado
y después de arado tierra y su simiente.

Que no se diga nunca
se fue sin intentarlo
porque caí mil veces
ante el hondo
transitar de las palabras.                                                                                                          

(De cara al fuego. El Ángel. 2010)

martes, 11 de octubre de 2016

Mara Pastor (Puerto Rico)



 
Los carros de mi casa
tenían los retrovisores pegados con silicona
porque no había dinero para repararlos.
Los espejos fragmentados
como en un rompecabezas mal hecho.
Cuando mirabas por ellos
veías a conductores ebrios, mujeres golpeadas,
adolescentes maquillándose,
niños olvidados en los asientos traseros,
parejas camino a los moteles o a la iglesia,
asesinos vestidos de empresarios,
veías monjas serias que miraban hacia el frente,
al vecino evangélico gritándole a la esposa,
yerberos capsuleando, novios recién casados,
ambulancias,
músicos camino a los conciertos en el anfiteatro,
transacciones de droga, de armas, de huesos,
veías plátanos verdes traídos de Dominicana
y piñas gigantes más dulces que la miel,
veías volkys de colores,
y los contabas y poco a poco desaparecieron,
veías cañas de pescar, tablas de surfear,
las varetas de madera con las que enmarcaba el padre
y que los amiguitos de la escuela
llamaban escopetas,
veías a los policías
que querían multarnos por ir rápido, por ir lento,
por ir con los retrovisores rotos pegados con silicona,
veías la heroinómana en el semáforo
que se quedaba pidiendo monedas
cuando los carros mohosos aceleraban
para llegar a la casa,
a la escuela, a la universidad, al trabajo.
Retrovisores rotos,
movilidad enmohecida por el salitre
mar por todas partes, reflejo de fractal en aguacero,
posibilidad de Yunque, de ave costeña, de yagrumo,
de flamboyán como hemorragia del camino.
En los carros mohosos de mi casa
se hicieron pequeñas revoluciones
amorosas y escolares,
pronuncié correctamente la palabra periódico,
conduje rápido por las autopistas y la ruta panorámica,
me escapé al grito de Lares y a veces vi fantasmas,
en los retrovisores de los carros mohosos
vi los ferrocarriles dándole la vuelta a la isla
y los rostros de la gente
asomados por las ventanas de los vagones
sin que nadie se quejara de no tener aire acondicionado,
vi a mis tíos sin cinturón yendo por la número uno
antes del accidente que hizo llorar tanto a mi madre
y a mi abuelo subiendo la ventana automática
como si fuera un gran adelanto para la familia.
Porque el pasado de esta isla sólo puede verse
en un retrovisor roto con espejos mal pegados:
recuerdos enmohecidos
que están más cerca de lo que parece.



Mara Pastor (San Juan, Puerto Rico, 1980): Arcadian Boutique (2015). También es autora del poemario Sal de magnesio (2015).


jueves, 6 de octubre de 2016

Anémona

Anémona. Jamila Medina. Polibea. 121 páginas. 2016.

 

Vivir en una isla puede condicionar la manera de ser y de estar en el mundo, más aún siendo mujer, y todavía más cuando hablamos de una mujer rebelde, curiosa y retadora, poco dada a los límites. Cuando el mar es “una cárcel de agua” y el espíritu siente en sí la llamada de lo ignoto y de la aventura, surgen voces potentes, singulares que tratan de expandirse por medio del lenguaje. Es el caso de Jamila, y prueba son sus poemarios Huecos de araña, Primaveras cortadas y sobre todo, Anémona. Este libro supone un esfuerzo titánico por sobrevolar el mundo conocido en busca de otras tierras y por describir las emociones que sugiere el entorno, la isla. Este pulso entre contrarios crea una tensión que se mantiene a lo largo de la obra. Y es que Jamila gusta de explorar las incongruencias y complejidades de la condición humana. Así, viajamos a través de sus páginas a la Mesopotamia de hace 5.000 años, al Egipto de Cleopatra, a la isla Tamir, a los bosques helados de la Taiga o al refinado Londres; viajamos en el espacio y en el tiempo para sorprender a las geishas aplastando pétalos de cártamo con el fin de obtener un maquillaje color rojo aurora boreal, o para acompañar al explorador finlandés Adolf Erik Nordenskiöld en su viaje a Siberia a bordo del Vega. El caso es proyectarse hacia otras vidas, sentir que la propia mantiene semejanzas con las vidas de otros, que la insularidad se encuentra en tierra firme y que el arraigo se puede conseguir en una isla. La memoria y el sexo anclan. El erotismo salva de la monotonía, de los días clonados. No deja de ser paradógico que el acto sexual, pese a su carácter redentor, liberador, se sienta como una invasión hiriente (falos como cuchillas), a menudo insatisfactoria. Pero ya adelantaba que Jamila es inmisercorde con la realidad, que no recurre a máscaras que embellezcan el mundo. Si el mundo es bello es porque resulta contradictorio, imposible de domar.

Otra manera de huir de la repetición, de la circularidad de la isla, es la búsqueda de nuevas formas de expresión. Anémona es un banco de pruebas donde Jamila experimenta con un amplio repertorio de registros, de metros o de figuras literarias. Junto al largo poema en verso libre (de hasta 113 versos) encontramos poemas en prosa; al lado de cultismos (cutícula, espelunca) aparecen frases hechas (dar candela) y préstamos (fitness, windows, twitters); conviven palabras pertenecientes a un registro informal (desembuchar) y tecnicismos propios de la medicina (carcinoma, metástasis).

A esta riqueza léxica se le une el amplio conocimiento que tiene Jamila de los mitos helenos (Ícaro, León de Nemea). Y es que Anémona semeja un batiscafo provisto de periscopio con el que la autora otea, espía, el mundo legendario y el presente. De hecho, abundan en el libro sorprendentes descripciones de ese mundo exterior al sujeto que enuncia. Es en estos pasajes donde la poeta hace gala de un estilo barroco: irrefrenable, abundante, colorido, lleno de imágenes y de metáforas. Desfilan por el libro malecones, gaviotas, grúas postuarias, campos de algas, pejesapos, peces serrucho, tripulaciones de anguilas, mares de vino blanco o islas encalladas.


Jamila se lanza a la escritura para escapar de la reclusión a través de la fantasía. Cuba se le queda pequeña. Su ansia de desbordar la orilla de la playa nos ha dejado un libro potente y angustiado. La autora parece una pantera que ronda los barrotes que la encierran, y estudia el modo de atravesarlos. La isla es un castillo que protege, pero también un mausoleo levantado sobre las espumas.

Anémona es un poemario imprescindible para conocer la nueva poesía que se escribe en América. Los lectores españoles tenemos la gran suerte de leerlo gracias a la editorial Polibea, que ha tenido la valentía de publicar a una poeta desconocida a este lado del mundo, si bien es toda una referencia en el otro. No en vano, Jamila (1981, Holguín) es una de las voces más importantes de la lírica cubana –ha sido seleccionada en el volumen The Cuban Team, preparado por Óscar Cruz, 2015– y de la continental –en 2015 Casa de Poesía editó en Costa Rica una antología de su obra bajo el título Para empinar un papalote; y ha participado en el XXII Encuentro de Mujeres Poetas de Cereté (Colombia), 2015–.



Los cordobeses estáis de enhorabuena. En 40 minutos, Jamila Medina leerá sus poemas en la sala Orive, en el marco del festival de Cosmopoética.