viernes, 24 de abril de 2015

Capítulo de "Inercia"

Tránsito Centro



Llegó el relevo.


El Druida salió del patio metiéndose en el bolsillo interno de la cazadora el manual de geometría; no quería que se mojase. En breve estaría delante del tribunal de oposición, y dedicaba cada minuto de su tiempo libre a estudiar el temario. Afortunadamente para él, su esposa lo animaba. Era el viento que soplaba sus velas desde que la conoció. Sin duda, un momento clave en su vida fue esa mañana de septiembre de hacía tres años. Esperaba su turno en una inmensa fila que bordeaba el edificio de la Escuela Oficial de Idiomas para matricularse en alemán. Por aquella época, trabajaba en el diseño e instalación de un sistema de riego en una plantación arrocera al norte de Camboya. Debido al cambio climático y a la proliferación de las sequías, los cultivos se estaban resecando y las cosechas se echaban a perder. Él esperaba contribuir con su tropa de aspersores, canales, tuberías y pozos, al desarrollo sostenible de la agricultura local. Pero el proyecto tenía un plazo. Y por esa razón se encontraba en la calle Maestro. Pretendía entreabrir una segunda puerta. Y estando allí con su impreso de matrícula en mano, no dio crédito a la petición que le hizo la mujer más bella que jamás hubiera visto o imaginado, quien, con el tiempo, compartiría anillo y gemelas con él.
Nora se presentó en su mundo como una valkiria. El pelo largo, suelto. El vestido vaporoso revelando sus formas. No necesitaba yelmos, ni tampoco lanzas, para doblegar a un hombre. Bastaba su mirada honda, su sonrisa, capaz de iluminar la entraña más oscura de su cuerpo.
Imposible, así, no colarle en la fila, no entender sus razones, entre las que destacaban: un horario inflexible de trabajo, una oficina alejada, la amenaza de un ERE.
El flechazo fue mutuo.
De hecho, cuando unos meses después, al comienzo de la mayor crisis económica que recordase Europa desde los años 30, el Druida perdió su empleo y se convirtió en uno de los 26 millones de parados, ella, su valkiria, lo resucitó con un beso y lo metió en el coche, camino de la residencia de Odín. Otros guerreros caídos en combate, en cambio, no tuvieron su suerte. Mientras que él obtuvo refugio en la fortaleza de Walhalla y recibió un gran entrenamiento para el Ragnarök, el destino de los dioses, la batalla del fin del mundo, la mayoría de los parados, sin sus dotes deportivas innatas, acabaron en Nastrand: la playa de cadáveres del reino helado de Helheim, en el corazón de Nifelheim, donde habita la muerte.
Gracias a ella, pues, el Druida recaló en los servicios de seguridad de la T5. Sin embargo, poseía otra ambición, sustituir la loriga por la bata; el escudo, por el compás; la espada, por la tiza.
Con esa determinación, caminaba por los pasadizos internos de la terminal. Tenía media hora. En ese tiempo esperaba comer algo rápido y repasar un tema. Tras cruzar un mini filtro custodiado por una pareja de vigilantes, entró en una sala provista de máquinas. Se sacó un cruasán, un trozo de empanada y un café con vainilla. Luego dobló la esquina de la sala de descanso, y se topó de bruces con un guardia civil, que le golpeó en el pecho con su gorro de plato.
-¿Cómo van las oposiciones? -le saludó.
-Con estos turnos… Hago lo que puedo.
-A ver si tienes suerte.        
-Alcázar, debes de ser el único picoleto rojo no ya de tu cuartel, sino de todo el Instituto Armado.
-Es lo que tiene estar casado con una maestra -se ahogaba al hablar, las palabras parecían negarse a dar una información errónea...
-¿Te apetece un café? -le invitó el vigilante dejando su comida en la mesa y poniéndose en pie.
-Claro. Pero almuerza primero, que yo no tengo prisa -se sentó frente a él, al otro lado de una mesa sucia y astillada, ilustrada por cientos de caligrafías diferentes, hasta componer un santoral. Los trabajadores de la zona le habían marcado el lomo con sus nombres, lo mismo que a una res-. ¿Seguro que es eso lo que quieres? -señalaba el libro de texto-. Ya sabes cómo están las cosas en la escuela pública.
-No, si lo sé. Pero aunque sea una educación de beneficiencia, intuyo que es lo mío.
-¿En serio?
-Pues claro. Además, quiero inculcar valores en los chicos.
-Tú siempre tan idealista…-esbozó una sonrisa amarga-. ¿Y qué han pensado?
-Bueno…sabes que soy agrónomo… pues utilizaré las clases para enseñarles lo que realmente significa la sostenibilidad y el quilibrio con la naturaleza.
-Suena bien. Ojalá lo consigas.
-Eso espero... Pero no sólo por mí. Hay que cambiar de modelo. Y no concibo mejor instrumento que la educación -el Druida miró al guardia, que parecía soportar una pena infinita sobre los hombros-. A ti te pasa algo…
-Acaban de despidir a otros 200.000 mestros. Mi esposa, entre otros…
-Qué me dices -se lamentó el Druida. No podía creerlo-. Menuda putada. ¿Cómo…cómo lo lleváis?
-Mal… Esto ha sido un golpe muy duro.
Se hizo un silencio incómodo, hasta que el guardia civil se decidió a explicarse mejor:
-Habíamos ajustado nuestra vida a un sueldo. Acabamos de ser padres. Y ahora, de pronto, el mundo se nos viene encima -el Druida no se atrevió a interrumpirlo.
En ese momento entró una señora de la limpieza, que comenzó a quitar el polvo al armario de la boca de incendios.
Alcázar interrumpió su discurso.
El Druida, por su parte, miraba de reojo la empanada, pero no la tocaba. Tenía ante sí a un hombre deshecho, y no le parecía oportuno acompañarlo comiendo a dos carrillos.
-¿Alguna vez has pensado en emigrar? -le preguntó el guardia.
Las ciudades de Ho Ian y Berlín ardían por dentro de los ojos del Druida como un amanecer incombustible.
-Mírame, Alcázar. Soy un ingeniero disfrazado de segurata. Me lo he planteado muchas veces. Pero, por ahora, mi vida está aquí. Y trato de hacer lo posible para que mejore.
Soltó aire. La señora de la limpieza, escoba en ristre, compartía con ellos el mismo metro cuadrado.
El Druida barajaba sus opciones profesionales cada día: ¿profesor, vigilante? ¿Cuál de ellas sería su Futuro? ¿Qué oficio, qué vida le esperaba con los abrazos abiertos detrás de su presente? ¿Qué mundo ganaría la partida que lo estaba enfrentando a su destino? ¿Y si al final lo echaban, como a otros, y se convertía en un nuevo parado? Siempre había pensado que podía decidir su camino, que algunas cosas se imponen, como la amistad y el amor, pero que los grandes proyectos personales los elegía uno. Sin embargo, ahora dudaba. Estaba ciego delante de las puertas. Se sabía preparado para atravesarlas todas, pero carecía de llaves. Su futuro dependía de un extraño que le girase un pomo y luego le cediese el paso. ¿Dónde habían quedado sus certezas? Por el momento, opositaba y acudía a las asambleas en defensa de la enseñanza pública. Luchaba y estudiaba, pero ¿y luego? Además, emigrar era imposible, más aún para los españoles; a no ser que se hiciese con ayuda…
Levantó los pies. La escoba reptaba nerviosa. Al rato, continuó:
-Mañana hay una manifestación. ¿Iréis?


-¿Otra más? ¿Qué piden ahora? -al Druida le sorprendió el tono y lo achacó al hartazgo, a la impotencia.
 -Pedimos la restitución de la Sanidad pública, las pensiones, los ministerios abolidos para adelgazar el Estado y que desaparezcan los tecnócratas que se han instalado en el país. ¿Qué pasa, tú no?
-Lo siento, perdóname. Estoy…estoy algo nervioso... No sé si iremos. Bea se ha desinflado.
-Pues pídele que piense en vuestro hijo. Si mañana no se echa a la calle a pelear, nadie lo hará en su nombre. 
-Tienes razón.
-Yo tomaré las calles por mis hijas.
El guardia civil puso en alto sus botas.
-Nos jugamos mucho -siguió el Druida-. Y lo sabes.
La mujer de la limpieza, de pronto, clavó la escoba en el suelo y la sostuvo, con fuerza, entre sus manos. Le temblaba la voz, pero sus ideas eran firmes. Ninguno olvidó sus palabras a lo largo del día:
-Luchad, hijos. Y haced que los demás despierten. Luego será demasiado tarde. Mirad qué país nos han dejado. Sin juventud. Lleno de sufrimiento. No… no os rindáis. Aún nos queda tanto por perder…  






viernes, 17 de abril de 2015

Diez años de "Apátrida"


 
En junio del 2001, al poco de ganar el “Hiperión” por Napalm, tuve el honor de recibir una de las becas de creación artística que la Residencia de Estudiantes, en colaboración con el Ayuntamiento de Madrid, otorgaba a jóvenes autores para la realización de su obra. Recuerdo que el proyecto que presenté consistía en la elaboración de un libro de poemas cuya estructura estaría inspirada en el plano del metro de Madrid; los títulos de los textos harían referencia a algunas de las estaciones del suburbano. Así, por ejemplo, "El amor es una razón de Estado" (poema de 1998, incorporado a Helio –La Garúa, 2014–) tenía por nueva nomenclarura: "Tribunal". El caso es que, nada más instalarme en la habitación 427 del Gemelo I, abandoné aquel proyecto por otro muy distinto. Las razones del giro, del viraje temático y estético, hay que buscarlas entre aquellas paredes. Es más, en aquellas paredes. Por esas fechas, además de volcarme en la escritura de mi tercer poemario, me aplicaba en los cursos de doctorado de la Universidad Complutense, donde trabé amistad con Vanesa Pérez-Sauquillo, elaboré con Álvaro Tato (en una aburridísima clase de lírica del pre-modernismo) una primera lista de poetas de la generación de la democracia (germen del volumen antológico Veinticinco poetas españoles jóvenes, que saldría de la mano generosa de Jesús Munárriz en ediciones Hiperión) y me especialicé en el género del diálogo renacentista (en concreto, en el espiritual de cuño erasmiano).

Os dejo un poco más abajo el poema que explica lo que significó la “Resi” para mí. Esta pieza la escribí entre marzo y abril del 2002. Ya en Apátrida, libro resultante de mi paso por “esa casa roja del milagro” (así bautizó Joaquín Pérez Azaústre a la Residencia en la dedicatoria que me estampó en las Poesías Completas de Vicente Aleixandre, tomo que me regalaron los becarios cuando cumplí los 25), dediqué el texto a mis compañeros y amigos de entonces. Valga esta oportunidad para extender la dedicatoria tanto a los “residentes” que llegaron después (Carmen Jodra, Miriam Reyes, Mariano Peyrou, Mercedes Cebrián, Andrés Barba, Elena Medel, Sandra Santana…) como a los que nos precedieron (Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Emilio Prados, Gabriel Celaya… por mencionar solamente a los literatos).  

En Apátrida (Hiperión, 2005. “Premio de Poesía Joven de la Comunidad de Madrid”) el texto lo publiqué sin título, pero en esta ocasión lo añado:  


                                                   Continuidad





Cierto es que has prometido que de aquí al correr del tiempo saldrían los romanos, que bajo su poder tendrían
al mar y las tierras todas. Sólo eso en verdad me consolaba
de la caída de Troya y sus tristes ruinas

Nunca en verdad diré que Troya y su reino han sido derrotados

           
Eneida



                                                                              A fray Juan de Pineda




No hay nada en este cuarto de paredes
vacías que me nombre; la estantería,
la cama, los armarios se encontraban
en este mismo espacio que ahora ocupan
antes de que viniera. No hay objeto,
por pequeño que sea, que remita
ni a mi tiempo ni a mí. A otras miradas
sorprendió la tormenta que golpea
en estos ventanales, otros hombres
gozaron desde aquí de esta porción
de cielo que me toca; un horizonte
distinto para todos, pero idéntico.

Ellos y yo ahora compartimos
un espacio común, sus pertenencias
se mezclan con las mías por el cuarto
en perfecto desorden. He invadido
su espacio. También ellos han entrado
en el mío. Soñamos cada tarde
en este mismo sitio, cada uno,
los sueños de los otros. Las paredes
proyectan nuestras sombras cuando entra
la luz por la ventana, pero nunca   
coinciden o se montan; nos separan 
varias generaciones en el tiempo.

Mi juventud es parte de la suya.
He heredado la fe en que la palabra
entreteje a los hombres en un canto
de esperanza y de luz. En el futuro
yo viviré también con quienes vengan
a ocupar este sitio entre nosotros.
La desnudez del cuarto no me dice.
Tampoco me retiene. Me permite
buscarme en otras épocas, entrar
en todas las lecturas de las obras
que conducen a ti; con estos libros
he llenado mi espacio de tu tiempo.

Ahora vivo pendiente de los dogmas
publicados en Trento. Igual que otros
escritores insignes me he exiliado
a una tierra en que nadie me conozca,
por temor al Castillo de Triana.
No es fácil conciliar mi ideología
con la Contrarreforma. Aspiro a un mundo
sin reglas que limiten mis acciones
o las de aquellos más a quienes amo;
en que la buena fe nos una a todos
por encima de nuestras diferencias;
que guarde la armonía entre las partes. 
               
Me he metido en tu vida varios siglos
después de que tu obra despertara
las iras en los púlpitos; la estima,
en la corte, del Rey. Aunque lo ignoras.
Tú ni siquiera sabes que yo existo.
Me pregunto si tal vez me intuías
al escribir las letras de mi nombre
en la rugosa piel del pergamino;
si acaso imaginabas que los chopos
a cuya fresca sombra te sentabas
serían como éstos que verdean
al pie de mi ventana, en la colina.

Nos une un mismo amor, que nos desborda,
a la literatura; el mismo empeño
por elevar al hombre a su conciencia,
por hacer de este mundo que heredamos 
un hogar habitable. Te he sacado
de las profundidades de tu siglo
para que puedas ser en mi presente.
El estudio que haga de tu obra
me integrará en el tiempo. Tú, conmigo,
tendrás continuidad. En el futuro
tu voz se extenderá por aquel mismo
espacio que una vez ya conquistaste.





Para los “residentes” del curso 2001-2002: Eva Cernuda, Nicolás Sesma, Juan Manuel Artero, Rosa Huguet, Roberto Valerio, Joaquín Pérez, David Mayor, Azucena López, Rubén Ruiz, Manuel Pulido y Gustavo.


miércoles, 8 de abril de 2015

Reseña de Helio, en la Revista Quimera

 
Solo sirve el arrojo

Sobre Ariadna G. García, Helio, Barcelona, La Garúa, 2014. 




Por Francisco José Martínez Morán


SIN DUDA fue 2014 un año lleno de alegrías para Ariadna G. García (Madrid, 1977) y sus lectores, que somos ya, tras tantos años de magnífica poesía, multitud: por un lado Baile del Sol publicaba Inercia, su primera novela; por otro, Helio (el libro que aquí nos ocupa, editado con el habitual preciosismo de La Garúa) confirmaba, aun habiendo sido redactado con anterioridad, la sólida estela del memorable La Guerra de Invierno (Hiperión), sin duda, una de los mejores obras de 2013.

Helio es una radiografía, al mismo tiempo juguetona y severa, del amor. Las dos primeras secciones del libro, «Naturaleza mística» y «Elegías» abren los caminos que Ariadna G. García transitará a lo largo de todo el poemario: el amor, tangible resultado químico de la carne y el alma compartidas, sobrepasa y vence las barreras de la vida, porque es, él mismo, el núcleo de la naturaleza. Así, en la segunda parte de «Poema hacia Dublín»: «El amor es mi peso. Esto que abrazas / no es un cuerpo, es la brisa / que esparce la simiente de las rosas. / El amor es mi peso, y me acompaña / donde quiera que voy.» (p. 17). El amor, por ende, es el patrón que rige el conocimiento; en la conclusión de «Mística del cuerpo» leemos: «Estas calles me importan porque un día / tú pasaste por ellas» (p. 14), en paralelo a la advertencia del fragmento inicial de «Poema hacia Dublín»: «Pero primero habrás de conocerme. / Y para conocerme has de arriesgarte.» (p. 16). Las cinco elegías siguientes constituyen una serena expresión del dolor de ausencia, a la manera exacta de los maestro clásicos del género. Sin desgarro superficial, sin dramatismos rayanos en el aspaviento: «[...] un esplendor sencillo, / nos regaba por dentro / y ni te diste cuenta.» (en «Quinta elegía», p. 30).


Por su lado, a lo largo de «Lienzo expresionista», de arrolladora plasticidad visual, y «El deshielo», en el que retoma todavía con mayor potencia Ariadna G. García el motivo del viaje revelador, los colores se convierten en la referencia de un mundo transitorio que solo encuentra asidero firme en el amor: «Lo único constante de mi vida es el cambio.» («Un trazo verde esmeralda», p.35), «Nada queda de ti en lo que tocas.» («Un segundo trazo verde esmeralda», p. 37), pero asimismo, como redención incontestable, «Grandeza en las pupilas / y en el alma. / Eternidad / contigo.» («Wadi Rum», p. 51).Puede parecer, a simple vista, que la quinta parte del libro («Historia de un derecho»), por tratar temas de candente actualidad social, se aleja de la temática general de la colección, pero no es así, ni mucho menos. El amor estructura, en forma de solidaridad, la justicia entre los hombres: por amor debe ser denunciada toda discriminación medievalizante («La venda púrpura»), por amor es necesario conservar y renovar la voz común («Democracia»), por amor la ley y la costumbre han de servir de alas a la libertad y nunca, en ningún caso, convertirse en su mordaza («El cuerpo y el lenguaje» y «El Constitucional», un prodigioso soneto a la Siglo de Oro, construido a su vez a base de rupturas versales contemporáneas). La «Poética» que cierra el libro (p. 67) resume de un modo meridiano las páginas precedentes: «Lo que fuimos y somos, / como le ocurre al helio, nos conforma. / La realidad pervive en dos estados / que no son excluyentes.»

Jorge Riechmann elabora en el epílogo, al hilo de la poesía amorosa que con tanto oficio Ariadna G. García despliega en Helio, un breve pero hermosísimo tratado erotológico que se funda en la misma premisa que subyace en el poemario entero: «Lo que vale en la vida, lo único que da sentido y valor a ésta, es el amor.» (p. 73). A continuación Riechmann (con Claudio Rodríguez, Emmanuel Levinas y Juan de Yepes en el sustrato de su reflexión) liga con sutil agudeza helio, amor y vuelo: «Enamorarse es volar [...]; amar es no dejar caer. Esto exige menos fuego, pero mucho más músculo y constancia. Es la verdadera prueba» (ibídem); y acierta de pleno al delinear admirablemente, en una sola oración, la propuesta epistemológica del libro: «Ariadna aprende, desaprende y vuelve a aprender en estos poemas.» (p. 74).

En definitiva, Helio propone el descubrimiento de lo compartido, y se eleva, sin estridencias pero con inquebrantable arrojo, desde la tradición hasta el hallazgo. Que otros, los timoratos y los grises, experimenten con la gaseosa de lo insípido: los curiosos vocacionales, fulgurantes por definición, no pueden evitar jugarse la existencia en la exploración de los temas cruciales.


jueves, 2 de abril de 2015

Demolición de la casa de Ray Bradbury



El pasado mes de marzo fue destruida la casa amarilla de Bradbury, en la que vivió sus últimos 54 años -toda una vida-, y donde escribió buena parte de su obra. Os dejo el enlace a la noticia de prensa, aquí. Y abajo, uno de los poemas que compuso entre aquellas paredes.


Cuando Dios pone un avispero en las entrañas


Cuando los chicos tienen doce años o acaban de cumplir los trece
les sobreviene una locura que antes no existía,
Dios pone un avispero en sus entrañas,
un enjambre que rabia, corre, encela;
por todo el campo,
pálidos chavales semejantes a Jekyll se cubren de pelusa como Hyde.
Con sumo gusto llevarían extraños regalos a las muchachas,
pero lo disimulan pinchándose y picándose, 
hiriéndose los unos a los otros, calandrias
capturadas al vuelo, amontonadas
bajo la hierba a la sombra de los árboles,
allí, cualquier blanco les parece perfecto: chicos o chicas;
de manera que por todo el orbe atacan
a las hormigas, a los amigos apetecibles, ¡o lo que sea!
Ciegos de sangre caliente y locura,
¿cómo podemos sentenciar que su deseo es malo?
Porque sus minúsculas colmenas, un enjambre
armado de abejas, persiguen y pretenden
–día a día y hora a hora–,
polinizar de nuevo esta raíz: a esa flor
a punto de explotar, llena de savia sublevada,
cuando despiertan de la siesta pegajosos, atontados. 
¡Nos asombramos siempre
de la fermentación de estos muchachos fanfarrones medio bestias!
Que un buen día
despiertan y descubren que… ¡son hombres!

(Vivo en lo invisible. Nuevos poemas escogidos. Traducción de Ariadna G. García y Ruth Guajardo González. Salto de Página. 2013)