La rosa contra el lino.
Antología poética, Verónica Aranda.
Selección y pralabras preliminares de Juan José Martín Ramos. Polibea, 2024.
197 páginas.
Quince son los poemarios que ha
publicado la autora madrileña desde que se diera a conocer en 2005. En estos
diecinueve años de carrera literaria se ha consolidado como una de las voces
más personales de nuestro panorama poético. Verónica Aranda, verso a verso, ha
levantado un mundo con su obra. Un mundo propio y diferenciado de los demás
proyectos que se han venido publicando en España estas últimas décadas. Es
decir, cumple con los requisitos que Pedro Salinas pedía para considerar a un vate como tal: “Para mí,
todo el valor de un poeta está en razón directa de su capacidad para crear un
mundo suyo, un mundo poético nuevo”. La presente antología, que ha sido
preparada por Juan José Martín Ramos (editor de Polibea), en la medida en que
recorre su trayectoria en orden cronológico, representa una oportunidad
magnífca para demostrar hasta qué punto su obra se adecua a esas palabras.
Si
bien es verdad que su voz evoluciona y se modula con cada nueva entrega de su
trabajo, Verónica se mantiene fiel a dos principios: el elogio de la vida sosegada
y el estilo inmersivo.
El
primero de estos rasgos determina su gusto por las ceremonias domésticas: del
té, de la escritura y del baño (en el hammam). El rito exige delicadeza y un alto grado de concentración,
representa un epicúreo goce del instante. La autora reivindica el valor de la
lentitud para apresar la vida. Por ella, se ejercita en la contemplación. El tempo lento permite que su mirada se detenga en las cosas y se
funda con ellas: “En cada viaje en tren me multiplico:/mi otredad son las
gárgolas con musgo,/los campos justo antes de la siega” (pág. 131). Este
sentimiento de comunión con todo lo creado emparenta sus versos con el estoicismo de Marco Aurelio.
Dos son los espacios por lo que posa su mirada Verónica: el paisaje, el café.
Gracias a ambos se siente partícipe del mundo natural y del urbano. El motivo
del viaje, tan característico de su poética, se subordinada a su querencia por
el sosiego, que le brinda la oportunidad, no de ver, sino de contemplar. De ahí la abundancia de descripciones, sobre las que
me detendré más tarde. Al igual que Ángel Ganivet, ella
privilegia el paseo como forma de unión espiritual con cuanto la rodea.
Escribía el granadino:
Y
no crea usted que es grano de anís la facultad de contemplar: es quizás la
única que nos diferencia del hombre primitivo y salvaje, que por no saber contemplar
las cosas no descubre las relaciones espirituales que hay entre ellas y el
hombre. (La conquista
del reino maya, Planeta. 1988. Pág. 384)
Por
otra parte, también eleva el tren a medio preferible de transporte. De modo
ocasional se asoma a la ventanilla de un avión (pág. 23), pero serán los
expresos los que más recurrentes, en la medida en que permiten a la autora esa
cercanía con el paraje.
El
segundo de los rasgos a los que aludía es el estilo inmersivo. Tras el sosiego inicial, la voz que enuncia se
integra en el entorno. Esa interacción se manifiesta, por un lado, por medio de
alusiones a los sentidos (vista: “rojo cadmio”, oído: “cláxones y voces”,
tacto: “se enfría el té”, “roce de los torsos”, olfato: “olor a especias”,
gusto: “un gusto a regaliz”); por otro lado, gracias a los pronombres
demostrativos y a los adverbios de lugar, que actúan como indicadores de la
deixis espacial y nos ofrecen información sobre la situación in situ del sujeto que habla: “este alto”, “subía hasta aquí”. Los poemas de Verónica a menudo semejan cuadros.
Es interesante, a este respecto, la precisión en el cromatismo: “azul añil”,
“rojo cadmio”, “azul celeste”. Muy posiblemente, esta paleta revele el interés
de la poeta por la pintura, que veremos más tarde. No obstante, con frecuencia,
estos colores no comunican con exactitud la experiencia vital de la voz que
enuncia, que recurre a sorprendentes hallazgos exprexivos para evocar un tono:
“sol de cúrcuma y mostaza”, “luz magenta y cobre”. Desde luego, estas metáforas
dotan a los poemas de plasticidad y vuelo lírico. También encontramos
sinestesias que dan cuenta de la inmersión vital de quien describe, al mezclar
informaciones recibidas por dos sentidos: “fiebre acanelada”.
Abundan
en la antología verbos de contemplación previos
a las descripciones que se nos ofrecen: ver, observar, contemplar. De entre
estas topografías destaco una, integrada en el poema “El Cairo” (pág. 68). La
descripción se realiza por medio de varios recursos literarios que evocan
lentitud y ralentizan el ritmo: aliteración de la [s] (“quise ser escritora”,
“en ese estado”) y enumeraciones de construcciones bimembres
(“las once y las tres”, “lo milenario y la renuncia”). Además, este sopor se
explicita con sustantivos (“languidez”). Este sosiego no sólo puede
relacionarse con la hora del día en que transcurre el relato (el mediodía),
sino también con la calma y tranquilidad de quien está de viaje y carece de
problemas. En contraste con el sosiego dentro de la habitación
del hotel, la voz que habla entrevé “la ciudad/cubierta de monóxido”. Es decir,
fuera de la burbuja por la que se paga,
se intuyen la contaminación y el ruido de los vehículos que recorren El Cairo.
De lo
comentado se deduce que la autora madrileña da pequeñas pinceladas críticas.
En otras ocasiones, da brochazos. A este
respecto, me resulta interesante la compasión de Verónica Aranda hacia los
individuos más humildes que salen a su paso, de la que da amplia muestra La
rosa contra el lino: “vagabundos” tumbados
sobre bancos, niños “descalzos por caminos polvorientos” y de “frágiles
miembros desnutridos”, “mendigos” que imprecan y comen “ciruelas verdes”… Esta
mirada cargada de amor quizás pueda relacionarse con el aprendizaje de quien mira
la realidad con detenimiento. En nuestro día
a día nos llenamos las agendas de tareas y compromisos, pero cuando viajamos,
en esos días de ocio, nuestra frenética velocidad existencial se apacigua y
ramansa. Es entonces que podemos mirar. Por eso, la voz que enuncia, según se desplaza por la geografía,
superpone a su viaje espacial un
viaje interno. Se despoja de
quien es y se descubre otra; comienza un “exilio” interior (pág. 65) y emprende
una ruta de autodescubrimiento: “Vine también a sondear mis límites” (pág.
129). Uno de sus hallazgos consiste en la ternura.
Este
punto nos lleva al siguiente: la relación de la autora con la realidad. ¿Son
los poemas reflejos de la misma? Desde luego, Verónica posee un conocimiento
delimitado del mundo. No se conforma con nombrar una determinada clase de seres
(plantas), evocando la naturaleza de un modo general, sino que, por el
contrario, menciona hipónimos de esa taxonomía cerrada (“menta”, “jazmines”,
“cardamomo”). Añadamos que la
toponimia que cita existe en el mundo extratextual. Tanto los países y ciudades
como las calles, plazas y cafés que menciona tienen su correlato físico. Pero, ¿los copia o reproduce? La respuesta es que
no. Aranda los sublima. Aunque para la creación de los poemas parta
—necesariamente— de la realidad, los textos resultantes se elevan por encima de
ella, la embellecen. Y por eso, la salvan del olvido. Esta poetización se lleva
a cabo a partir de dos movimientos. De uno hemos hablado ya, la inmersión
(del sujeto que se deja vivir por el entorno). El segundo se orienta en sentido contrario,
es el medio el que se transforma al
proyectar la autora su sentir sobre él. No faltan en la antología muestras de
esta proyección. Pongamos, como
ejemplo, el poema “Oporto”, en el que la tristeza que produce la pérdida se evoca en un paisaje de tonos
“grises” y “palmeras forzadas” (pág. 70). En conclusión, Verónica Aranda
transforma en literatura sus vivencias, que sobreviven (alteradas) al transcurso de tiempo.
Más
allá de los dos aspectos fundamentales que veo en su poética, el sosiego y la inmersión, La rosa contra el lino muestra el devenir diacrónico de la métrica de su
autora. Si en su primer poemario (Poeta en India, 2005) compuso sonetos (como por aquel entonces
hacíamos muchos de nosotros: Álvaro Tato, en el Libro de Uroboros; Carmen Jodra, en Las moras agraces; o yo misma en Apátrida), pronto se decantó por el uso de la estancia sin
rima y, desde hace un tiempo, también cultiva el haiku (Senda de
sauces, 2011; Lluvias continuas, 2014; Sin rumbo fijo, 2019).
Por
último, esta antología recoge una amplia muestra del espectro temático de su
autora: el amor, el deseo, la nostalgia, la decepción, el tempus fugit e incluso cierta reivindicación feminista.
Precisamente, las piezas del libro Cobalto oscuro (2020) —que son las que empoderan a la mujer—
entablan un diálogo con otros tantos cuadros en los que se inspiran. Esta obra
renueva el quehacer poético de Verónica Aranda, que deja a un lado el discurso
introspectivo y lo sustituye por el análisis de la experiecia ajena. Este culturalismo
pictórico se relaciona con el literario.
Los versos de la autora madrileña se tiñen de referencias a un amplio elenco
tanto de escritores (Paul Bowles, Juan Ramón Jiménez, Luis de Camöes, Tennessee
Williams…) como de pintoras (Sofonisba Anguissola, Artemisa Gentileschi, Mary
Cassatt, Elizabteh Okie Paxton, Paula Modersohn-Becker…), estableciendo una
polifonía que aumenta la polisemia de los textos.
La
rosa contra el lino es una muy buena
antología de una poeta excelente. Sin duda, se trata de una muestra representativa
y coherente de su obra. Tanto, que puede concebirse como su poemario más
completo. Los lectores que se adentren en sus casi doscientas páginas
descubrirán un mundo caracterizado
por la lentitud, por el amor a lo pequeño, por la fascinación que produce la
contemplación de la vida en todos sus matices, por las ceremonias sociales y
los ritos íntimos.
Estos valores
fundan una ética.
La antología
se cierra con la bibliografía de su autora y un corpus de ensayos criticos
sobre sus libros. Francisco José Martínez Morán denomina a Juan José Martín
Ramos “Príncipe de los editores”, y creo que razones no le faltan.
Esta reseña la publicó la revista Paraíso. Universidad de Jaén. 2024.