Comenté en la presentación de mi novela en la librería Tipos Infames, y lo repetí en la entrevista que Juan Suárez me realizó para el programa La libélula (RNE), que El bosque sagrado toca, entre otros género de la ci-fi, el conocido como paleo-ficción. Este se caracteriza por confrontar dos culturas: una aborigen y otra técnicamente avanzada. En mi obra enfrento la cultura sami con la nazi y con la capitalista; eso sí, con una capitalista tan absolutamente robotizada que semeja a la de Terminator. Siendo esto así, incluso diría que mi novela flirtea con la oposición entre un par de subgéneros literarios fantásticos: el greenpunk y el cyberpunk, que, por cierto, desarrollo en una estupenda novela que aún tengo inédita. Pero, a lo que iba, El bosque sagrado opone a la cultura del equilibrio de una sociedad con la ecoesfera, otras que intentan dominar la naturaleza; a una biocéntrica, otras antropocéntricas; a una limitada, otras que se aferran al overshoot; a una en la que los seres humanos se aproximan al mundo natural, otras en que la se alejan de su condición de mamíferos interdependientes y ecodependientes.
En el fondo, mi novela pretende una transformación de los lectores. En mi opinión, la literatura debe mejorar la convivencia y la moral humana. Con El bosque sagrado busco una renaturalización de nuestra especie proponiendo modelos de integración pacífica en la biosfera. Los samis limitaban sus deseos a los estrictamente necesarios. Gozaban de la naturaleza en la que vivían. Disfrutaban de una fuerte conexión familiar, tribal y biosférica. Por contra, la capitalista (extractivista), en su obsesión por la obtención de beneficios económicos (para una minoría) y por la satisfacción de los deseos superfluos culturalmente inducidos por el propio sistema, devasta los ecosistemas de los que los seres humanos dependemos para sobrevivir en un mundo climáticamente estable. Como eslabón intermedio, coloco las ambiciones del III Reich por conquistar países para aprovisionarse de sus recursos naturales y fuentes de energía. La renaturalización de la que hablaba antes, desde luego, no tiene nada que ver con la resalvajización de la humanidad que, sostiene George Monbiot, pretendieron los nazis: «los nazis no veían la naturaleza como caótica y anárquica, sino ordenada y estandarizada. Se comparaban con depredadores salvajes que, según ellos, tenían un derecho intrínseco de gobernar el ecosistema». Más adelante concluye el escritor: «La atracción por los grandes depredadores suele ir asociada a menudo con la misantropía, el racismo y la extrema derecha». El etólogo (y Premio Nobel) Konrad Lorenz, unido al Partido nazi en 1938 y miembro de su Oficina de Política Racial, fue quien abogó por un «programa eugenésico cuyo propósito era resalvajizar la naturaleza humana, arrebatando a las personas lo que él consideraba el legado de la civilización». ¿Y qué legado es así? La cooperación, la ayuda mutua, la solidaridad.
Frente a la resalvajización a la que asistimos (auge de los partidos filonazis en Europa, de los discursos fascistas en la Casa Blanca y declaraciones de guerra en buena parte del mundo por el control de la energía y los recursos), nos conviene una renaturalización o rewilding que nos devuelva al camino de la racionalidad, de la autocontención, de la colaboración simbiótica (que diría Riechmann) y de la mesura. Eso, o el escenario postapocalíptico que pinto en mi novela. Como dice el físico Antonio Turiel, el colapso no es determinista. Está en nuestras caminos cambiar el rumbo de colisión contra los límites biofísicos del sistema Tierra.

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