Ariadna G. García
Artículo publicado en:
Revista Paraíso. Nº 24. 2025. Diputación de Jaén. Páginas 73 a 78.
Miguel Hernández: un hermano, en el tiempo
Cuando visité la casa de Miguel Hernández —el 13 de noviembre de 2013, tras recibir en Orihuela el Premio Internacional de Poesía que lleva su nombre—, recuerdo que me sobrecogió su amado huerto. Es verdad que, en comparación con el huerto que yo me había imaginado fruto de mis lecturas, me pareció pequeño, pero aquel espacio evocaba todo cuanto Miguel me había transmitido con sus versos. Y en en ese sentido, cobraba dimensiones mayores. A medida que olía sus claveles, contemplaba su higuera, escuchaba los pájaros, tocaba los limoneros o bebía del agua del botijo, el huerto aquel se iba dilatando. Entraba en mí. Se ensanchaba en el espacio y en el tiempo. Hasta alcanzar a ese joven que escribía a su amada versos como púlsares, latientes, cargados de pasión y de deseo. Siempre he tenido a Miguel por un alma gemela. De adolescente era igual. Cuánto me identificaba con su lucha contra las convenciones de su tiempo. Las normas provincianas suponían un corsé para su amor ansioso por verterse y entregarse. Escribía a Josefina, desde la capital, que se fuera con él a vivir a Madrid: “donde la gente no tiene que esconderse para darse un beso”. Aquellas palabras la subscribía yo sesenta años después de que su mano ardiente las trazara. Nos unía el ardor por la vida, una forma de entender el mundo como espacio abierto a la sorpresa y a la improvisación, las ganas mutuas de derribar los muros que impedían que él besase a su novia y yo a la mía. Y la poesía, claro está. Ambos interpretamos que los versos constituyen un modo de seducción, una forma elegante y sugestiva de transformar los recelos de la persona amada en entrega al torrente de la vida. Cuánto debe mi primer poemario, Construyéndome en ti, a su ímpetu erótico y a su afán liberador de los códigos morales que su pareja había interiorizado, y que lo encadenaban a él a la desesperación y a la tristeza:
Por otra senda, yo, por otra senda
que no conduce al beso, aunque es la hora.
Así se lamentaba Miguel en El rayo que no cesa. Y de esta forma, yo, en mi poemario juvenil:
Pero la timidez irreductible
que por costumbre sale de tu boca
el corazón me deja disgustado.
Escribía el oriolano en otro célebre soneto:
Y sin dormir estás, celosamente,
vigilando mi boca ¡con qué cuido!
para que no se vicie y se desmande.
Y protestaba yo a mis veinte años, recurriendo a la misma estructura métrica:
Y en vigilancia tienes mi insistencia
para que ya no pueda desnudarte
con mi mano, mis ojos y mi rosa.
Las dos parejas, de períodos distintos (años 30 y 90 del siglo XX), vivíamos esclavizadas por las convenciones morales, víctimas de la presión coercitiva que la sociedad ejercía sobre los cuatro.
Pero regresemos al huerto. En aquel retiro, Miguel encontraba alimento para el cuerpo y para el espíritu. Su felicidad estaba acotada entre aquellos muros. Allí, en su imaginación, era un ser libre. Alto como los árboles que lo acompañaban. Los frutos embriagaban su existencia. Entre flores y parras debió de experimentar la serenidad, (la ataraxia) que el jardín de su casa prodigaba a Epicuro, el filósofo griego. Así lo expresa en el poema Huerto mío: “su sosiego / recojo”. Esta calma terapéutica se debe al goce de los sentidos. La naturaleza equilibra las almas atormentadas. Y más todavía cuando es uno quien trabaja en el cultivo y el cuidado de las orquídeas. La dicha es compañera de los que ponen sus manos sobre perejiles o claveles, sobre vidas que afirman el milagro de la existencia. Felices los que duermen entre pétalos, o a la sombra de higueras. Miguel es descendiente de Epicuro, de Virgilio, de Horacio y de fray Luis. “Adán por afición”, así se tiene, en su vergel idílico y casero. La lentitud de quien acompasa su ritmo al de las estaciones le alegra el espíritu. El trabajo manual concede independencia (eutárkeia). Así debió de sentirlo Epicuro cuando, debido a sus frustraciones personales y cansado de sus nulos intentos por enmendar la polis, se compró una casa con un huerto o jardín (ambos términos eran equivalentes en la Grecia clásica) y se ocultó al amparo a de sus tapias. Y no otra cosa festejaban Horacio o el fraile agustino. El uno huía de su pasado militar; el otro, del “mundanal ruido” de una ciudadanía entregada a los deseos vanos y a las pasiones irracionales.
En mi caso, me uno al coro de amantes de la naturaleza en varios libros: Helio, Las noches de Ugglebo, La Guerra de Invierno, Ciudad sumergida y Sublevación. Es más, en un poemario inédito (en libro, que no en revistas) localizo varios textos en un locus amoenus propio de nuestro siglo: el huerto urbano Comparto su comienzo:
A León —y a Virgilio—
le habría enamorado nuestro huerto.
Carecemos de río y de un gran bosque
desordenado, es cierto,
pero los paisajistas han creado
—donde había un solar
de pisos derribados y cimientos
vencidos— un jardín
tan armonioso y bello
como La Flecha […]
Como se aprecia, el poema tiene una dimensión política. Se trata de un espacio autosuficiente y autogestionado por una organización vecinal de tipo asambleario. Un solar abandonado en el corazón de Lavapiés (en el centro de Madrid) se ha transformado en un huerto para disfrute de la gente del barrio, que se encarga de él. Donde hubo un terreno sujeto a la especulación inmobiliaria, se ha creado —con entusiasmo y voluntad— un espacio verde, de recreo, para todos los vecinos. El locus amoenus queda delimitado por los muros. Y es dentro de ese coto protegido donde se produce la vivencia de la felicidad: dentro de un jardín reservado a una comunidad compuesta por familiares y amigos. Las risas y las charlas ralentizan el tiempo. Lo detienen. Aquí no hay prisa. A la vez que se ponderan la alegría y la lentitud, se elogia la hermosura del enclave. Tampoco falta éros. Ni el placer asociado a la cultura. Se trata de un poema claramente epicúreo y clasicista. No en vano, en el texto se desprecian los valores capitalistas: el consumo, el lujo, la posesión de bienes onerosos y el dinero.
Y esto me lleva mi última conexión con mi admirado Miguel Hernández. En la capital, el joven poeta entabló amistad con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre. Ambos lo introdujeron en el surrealismo, un movimiento estético e ideológico provocador y contestatario que contravino las convenciones establecidas por medio de la sorpresa, las imágenes alucinadas y la presencia de lo corporal. El surrealismo tomó como suya la meta que había proclamado Arthur Rumbaud: cambiar la vida. Era —y es— un “ismo” nacido para rebelión. ¿Contra qué? Contra los valores burgueses: arcaicos y tradicionales. Y a eso se dedicó el joven Miguel en sus primeros tiempos en la capital: a cuestionar lo comúnmente aceptado desde un punto de vista artístico o moral. Mi vínculo con él es evidente. Sobre todo, si pensamos en sus Odas o en los largos textos “Sonreídme” o “Mi sangre es un camino”, tan afines a mi segundo libro: Napalm. Pongamos como prueba unos fragmentos. Escribía Miguel en el primer texto citado:
En vuestros puños quiero ver rayos contrayéndose
Y replicaba yo en “Be strong”:
Soy un guerrero en busca
del registro de héroes
para inscribir su nombre,
un bíceps musculoso estrangulando
prejuicios y complejos,
una nube metálica a punto de tormenta […]
El sujeto que enuncia en “Mi sangre es un camino” ordenaba a la interlocutora pasiva de los versos:
No me pongas obstáculos que tengo que salvar,
no me siembres de cárceles,
no bastan cerraduras ni cementos,
no, a encadenar mi sangre de alquitrán inflamado
capaz de despertar calentura en la nieve.
Y en “Be strong”, la voz que habla pide a su amada:
Extrae de tus arterias
el miedo a ser tú misma,
la proa donde ronpen tus deseos […]
Ambos compartimos el compromiso liberador contra las costumbres sociales. Desde luego, en la literatura de España de principios de siglo no era habitual ni la reivindicación LGTBI ni la denuncia de la homofobia. Pero yo lo hacía. Y este coraje lo aprendí de Miguel Hernández.
Cuando estalló la Guerra Civil, él puso sus versos al servicio de la libertad. Si en algo coincidíamos los hombres y mujeres de los años 1936 y 1996, cuando empecé a escribir los versos de mi libro incendiario, es que unos y otros participábamos en un quehacer común que nos ilusionaba: la lucha antifascista (de un lado) y por los derechos civiles (del otro). Creíamos en un orden utópico, cuyo polo congregaba a su alrededor valores por los que merecía la pena tomar partido. De hecho, Miguel murió por ellos. Esos ideales de libertad e igualdad nos dieron un principio rector al que enderezar nuestra existencia.
A los 34 años, comencé a componer los poemas que conforman La Guerra de Invierno. El corazón del libro se ubica en un cronotopos atípico en la poesía española: Finlandia, durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata de un libro antibelicista que, al tiempo que condena la ocupación rusa de Finlandia y el enfrentamiento armado por las materias primas, pondera el espíritu de cooperación en la búsqueda de recursos que beneficien a todos. Al acabar la obra tuve claro a qué premio lo iba a presentar: el “Internacional Miguel Hernández-Comunidad Valenciana”, que publicaba Hiperión. Y es que el poeta de Orihuela simboliza como nadie los valores morales que defiendo en sus versos.
En los tiempos que corren me pregunto, en ocasiones, qué haría Miguel. En efecto, nuestro mundo padece un proceso de transformación. Nos hemos creído un discurso que ha sido difundido por los medios de comunicación, por la industria del cine y por la publicidad, que hace que la mayoría de los ciudadanos nieguen la adversa realidad: que hemos chocado con los límites físicos del planeta. Asumir este dato objetivo es absolutamente insatisfactorio y frustrante. Cuesta asimilar el choque entre el mundo que nos gustaría tener, el confort al que aspiramos, las comodidades con las que soñamos y es ese otro modelo de vida más modesto y humilde al que, más pronto que tarde, nos vamos a tener que acostumbrar. En esta tesitura, me planteo si Miguel, pese al desencanto que la acción política suscita en la gente y aunque la mayoría opine que cualquier cosa que hagamos no sirve para nada, se sumaría a la corriente pronaturaleza y vida descansada que practicamos algunos poetas (Verónica Aranda, Andrés García Cerdán, Rubén Martín Díaz, Juan Antonio González Iglesias, Marcela Duque, Constantino Molina…), si escribiría poemas con los que alentarnos al cambio de paradigma sociocultural que necesitamos para la pervivencia de la especie; si sería ecologista o vegetariano; si participaría en las performances que científicos y filósofos como Jorge Riechmann realizan para provocar una toma de conciencia en el espectador-conciudadano; si daría con sus huesos en la cárcel por alterar el espacio público tratando de que la ciudadanía despierte de su enajenación (debido al uso de la redes sociales y al exceso de pantallas). Y tengo la certeza de que sí.
Además, su voz se alzaría contra la de aquellos que vienen renovando viejos odios, levantan muros que dificultan la convivencia y tratan de quitarnos los derechos que tanto nos costó adquirir. Por ello, no sería extraño que Miguel fuera un estilete contra la ultraderecha.
Él, que siempre defendió las causas justas, es más que probable que, por todas las razones esbozadas, compartiese escenario con nosotros. Porque la acción poética, pese a que muchos piensen lo contrario, no es un tiempo perdido; sino ganado a la desilusión y a la desesperanza. Creo que Miguel Hernández compartiría nuestro amor a los gestos pequeños y en los grandes ideales, porque todos pensamos que la cultura abre ventanas, oxigena la vida y nos ayuda a construir —conforme a nuestro anhelo— el ancho porvenir que imaginamos.









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