martes, 10 de mayo de 2022

Dientes rojos


Dientes rojos, Jesús Cañadas. Madrid, Obscura editorial. 2022. 368 pp.

 

 

 

La violencia machista es una lacra. Por más que haya partidos que traten de ocultarla, sigue ahí. No da tregua. Corrijo: No nos da tregua. Ya lo dice Jesús Cañadas en su nuevo libro: las víctimas “siempre son mujeres”. Dientes rojos (Obscura, 2022) orbita en torno a este asunto candente. Y lo hace de un modo original. Vamos a analizarlo. La novela se divide en dos partes. Cada una está contada por un narrador interno diferente. Cada una posee una voz. Ambas pertenecen a géneros distintos. Las dos se complementan.

 

La primera parte ocupa dos tercios de la obra. La narra su protagonista, Lukas Kocaj, un agente novato de la policía berlinesa, de origen polaco. A través de su mirada, insegura y desconfiada, conocemos al resto de personajes: el compañero al que se le asigna, Otto Ritter (un sargento brutal de la vieja escuela, un hombre roto de dolor que arrastra un drama); una indigente, Babsi (conocedora de los bajos fondos de la ciudad); una recién llegada al barrio, Lucía (ilustradora, de profesión; italiana, de nacionalidad); otro agente del cuerpo, Suly (otro extranjero, turco); y una adolescente rebelde, Ulrike (alumna del internado St. Marien). Con Lukas, además, recorremos las calles de Berlín y aprendemos a distinguir sus barrios.

 

Estos ocho capítulos pertenecen al género de la novela policiaca. El caso a investigar por la pareja Kocaj-Ritter es el siguiente: la desaparición de una joven de dieciséis años: Rebecca Lilienthal. Las pesquisas los llevan a distintos enclaves: el internado donde estudiaba, el centro de refugiados donde prestaba ayuda, la librería El Incendio (ubicada en un garito oculto) y el club industrial El Hoyo. La trama avanza a golpe de interrogatorios, persecuciones, encuentros fortuitos y hallazgos de pistas; pero, a la vez, Cañadas nos dibuja el territorio íntimo de sus personajes. En estos meandros, la corriente se para. Asistimos a la camadería creciente entre los incompatibles, a priori, Kocaj-Ritter; a la complicidad que nace entre Lukas y Lucía; a las revelaciones que comparten el padre de Kocaj (policía jubilado) y Babsi con el bisoño agente. En estos recodos, el agua es más profuna. Pierdes pie. Tú no ves la violencia, te la resumen. Pero duele igual. Dientes rojos recoge un mapa del dolor (Alemania, Polonia, Italia), y una taxonomía de las disntintas formas de mancillar un cuerpo femenino (violaciones, palizas, bulilyng, quemaduras, esposas que no aguantan y se quitan la vida). El agente de la infamia puede ser cualquiera: curas, padres, esposos, comerciantes o jóvenes que se divierten a costa del sufrimiento ajeno.

 

La segunda parte del libro la relata Rebecca. Quien haya leído La canción secreta del mundo, de José Antonio Cotrina, verá un hermanamiento entre la protagonista de Dientes rojos y Ariadna, la vírago inmortal (medio monstruo y medio humana) que venga el vil asesinato de sus padres en la “tierra pálida” (ella pertenece a la “umbría”).

 

Aquí la novela deviene en fantasía oscura. Y aquí son las mujeres quienes toman el mando. La adolescente no es una excusa para el lucimiento del cuerpo de policía berlinés. Es un ser empoderado que trata de buscarse a sí mismo, de buscarse una meta, y lo consigue con la ayuda de Ulrike.

 

Si bien es cierto que los niveles de violencia de esta parte a veces nos exigen recurrir a “los derechos del lector” (Como una novela, Daniel Pennac), para saltarnos párrafos, también lo es que los personajes protagonistas ganan en profundidad; no los justificamos, pero los comprendemos. Se nos parte el alma con la confesión de Kocaj:

 “Yo no os odio. Yo sólo me odio a mí. Odio la posibilidad de fracasar. No haber podido cuidar de mi padre. No haber sido capaz de perdonarlo […] Cada segundo del día odio las decisiones que he tomado y las que no he tomado. Odio la persona en que me iba a convertir. No sabía qué hacer con todo ese odio, nadie me ha enseñado” (p. 360)

 

Se le parte al sargento Ritter con la impotencia de Yousuf (el novio de Rebecca, un refugiado negro):

 

“Dispare. Usted ha decidido que soy culpable. […] Da igual qué hacemos, ustedes encuentran manera de decir que es porque culpables. Si nos persiguen y huimos, culpables. Si nos pegan y defendemos, culpables. Si nos apuntan con una pistola, culpables. Ustedes nos odian porque no somos ustedes”  (p. 331)

 

Dientes rojos es una novela muy bien narrada, con mucho ritmo, diálogos trepidantes, giros inteligentes y personajes redondos, que carga contra dos de los males eternos que arrastra nuestra civilización: el machismo y el racismo. Pero es mucho más, narra la historia de un fracaso colectivo, el de una sociedad que no educa lo sufiente en el respeto al otro. Ulrike tiene muy clara la medicina que necesitamos para cambiar las cosas:

 

“El arma para acabar con esa violencia de la que habláis es esta: un colegio. Un colegio que enseñe a las niñas a no someterse […] Un colegio que enseñe a los niños que no somos víctimas”  (p. 355).

 

Capítulo aparte merece la estética de Jesús Cañadas. Envolvente, cautivadora, con la medida exacta de tropos para que el estilo no eclipse el relato, pero sí con los suficientes como para padalear la prosa de su autor.

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