Hace un par de años, Rubén Martín Díaz me envió el manuscrito de Un tigre se aleja para comentarle mis impresiones. Y tener esa piel rayada entre mis manos, al cabo del tiempo, es motivo de alegría, porque la belleza nos alumbra por dentro y nos mejora. Si la edición del libro, en cuanto a soporte, es un lujo estético para la mirada, el contenido de la obra es una delicia para nuestra mente. En una sociedad como la nuestra, tan falta de armonía, poemarios como el suyo nos estabilizan, nos devuelven a un —precario— equilibrio de índole moral y espirirual.
Martín Díaz, como los poetas del Renacimiento, contempla el devenir de la existencia con serenidad (actitud que debió de predestinar la casa que ha acogido sus versos). El sujeto lírico que habla en sus poemas es consciente del tempus fugit (“Apenas un segundo y todo acaba”), de la caducidad de la “efímera belleza”, de la muerte como meta ineludible:
…y más tarde el silencio
o el vacío,
el flujo inalterable
de la nada
(De “El juicio final”)
Pero no por ello la voz se desliza por la pendiente de la pesadumbre, ni se abisma en un pozo de nostalgia. El poeta hace suyo los versos celebratorios del gran Francisco Brines, al que recientemente hemos despedido:
Y a pesar del dolor y la amargura del alentar humano
defendiste la vida con amor
(De Palabras a la oscuridad, 1966)
De hecho, Un tigre se aleja se define por su carácter hímnico. La voz que enuncia, a través de un paseo por su memoria, invita a los lectores a que emprendan su propio carpe diem, al igual que hizo ella:
Justifico estas manos con el gesto
irónico de haber gozado a muerte
cada trozo esculpido por la vida
en la piedra marmórea del pasado
(De “Mis manos”)
Las heridas, y hasta el mismo dolor, son fuente inagotable de agradecimiento, en la medida en que suponen una revelación del existir (recuérdese el famoso poema de Miguel de Unamuno “El buitre de Prometeo”).
Pero hay más anclajes en el mundo: los hijos, el amor, los amigos, el deporte y la naturaleza. Este último motivo es recurrente en la trayectoria de su autor. Ya en el espléndido El mirador de piedra (Visor, 2012, Premio “Hermanos Argensola”) Rubén Martín Díaz abordaba el asunto de la fusión de los seres humanos con el mundo, que leemos de nuevo en su último libro: “He sido el cielo desde mí,/ el aire desde el aire” o “y ser sencillamente, viento y hoja/ sucediendo ante nadie y para nunca”. Es más, el autor reelabora escenarios áureos, donde el cielo nocturno es cómplice de las dudas existenciales del sujeto que lo contempla (veo un guiño a Francisco de la Torre):
Qué bóveda de crucería trazan
esas estrellas, brujas de la noche,
asomándose así con ese pálpito,
con esa forma nueva de avivar
la sombra estremecida, el sonajero
de grillos. Qué sabrán, latentes, tibias,
rumiantes de sí mismas y su propio
destello en procesión, virutas cándidas,
azules limaduras que pernoctan
sin sueño, digo: qué sabrán de mí,
de nuestra noble causa en este mundo
(De “Cosmología”).
La extensa cita anterior me sirve de excusa para hablar del estilo de la obra. Más allá del cuidado del ritmo (de corte clásico), caracteriza la obra la abundancia de metáforas brillantes (las estrellas son “lámparas de lava”, “ralladuras de cuarzo”), de poderosas imágenes sinestéticas (quiero “beber el agua clara del relámpago”) y de bellas hipérboles (“Abro los ojos;/ se inundan de pureza con la fragua/ sostenida en el cielo por el sol”). En suma, el poeta hace gala de una sensibilidad extrema y de un perfecto dominio de las figuras retóricas.
Un tigre se aleja es un poemario hondo, de calado existencial, donde cada poema es una diminuta piedra preciosa que embellece al conjunto. De modo que Rubén, además de un felino, es un orfebre. Con esta nueva entrega, su autor consolida una obra de calidad, por primera vez, al margen de los premios (ganó también el “Adonáis” por El minuto interior), pero no de la crítica.
Esta reseña se publicó en Estado Crítico el pasado 18 de junio de 2021
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