Hasta hace año y medio la Humanidad vivía dentro de una placenta de ignorancia. Como dice el agente Smith en Matrix, pagábamos nuestros impuestos, tirábamos la basura, paseábamos al perro y nos íbamos de viaje, al trabajo o de cena con despreocupación. Éramos felices en nuestra descomunal ignorancia del peligro que se gestaba en la sombra, aparentemente, muy lejos de nosotros, al otro lado del mundo, en un lugar recóndito en lo profundo de un bosque asiático a punto de ser derribado por buldócers.
Pero entonces, la amenaza cobró cuerpo, se propagó por el mundo, y la vida cambió hasta nueva orden. Y da la sensación de que será así por mucho tiempo. Tal vez décadas.
Nuestra historia reciente parece escrita por un guionista de Hollywood. Cabría preguntarse cuántos giros inesperados tiene el argumento.
Son muchos los escritores que a lo largo de los últimos 150 años se han planteado diferentes escenarios que ponían en riesgo la existencia de la especie humana. El miedo a la muerte es un obsesión que nos acompaña desde que nacemos, y son innumerables las páginas que le han dedicado miles de poetas. Sin embargo, al auge de la industria armamentísca al finales del siglo XIX, así como los avances científicos que tuvieron lugar entonces, dio lugar al nacimiento de un nuevo género literario, la ciencia-ficción, preocupado, entre otras cosas, no por la contingencia individual, sino por el aciago destino colectivo.
En esa lista de autores ilustres no pueden faltar los padres fundadores: Julio Verne (El secreto de Maston, 1889) y H. G. Wells (La máquina del tiempo, 1885; La guerra de los mundos, 1898). El primero vislumbraba en el horizonte un desastre climático causado por la ambición del Hombre. El segundo presagiaba dos futuros igual de desalentadores: la degeneración de nuestra especie, que perdería su humanidad; y una invasión alienígena que nos reduciría a pulpa de naranja.
Sin embargo, fue en el siglo XX cuando el género despuntó. Dos Guerras Mundiales y una Guerra Fría que se cobraron la vida de millones de personas dejó un considerable rastro de libros apocalípticos. Nunca se vio la muerte tan de cerca, ni tan grande.
Quizás sea esta la razón por la que el siglo pasado nos legó un buen número de obras que vaticinan el fin del mundo, desenlace que se alcanza de multitud de formas:
- Invasión extraterrestre. Siguiendo la estela de H. G. Wells, destacan los volúmenes: El Kraken despierta, de John Wyndham (1953); Los genocidas, de Thomas M. Dish (1965); Ruido de pasos, de Jerry Pournelle y Larry Niven (1985).
- Creación de un agente biológico letal / guerra biológica. Caso de las novelas: El día de los trífidos, de John Wyndham (1953); Soy leyenda, de Richard Matheson (1954).
- Desastres naturales. Sobresale el ciclo “apocalíptico” de J. G. Ballard, en especial: El mundo sumergido (1962), El mundo de cristal (1966).
- Contaminación. La sequía (1965), de Ballard, también. El cuento de la criada, de Margaret Atwood (1985).
- Holocausto nuclear / bélico. Deus Irae, Phillp K. Dick y Roger Zelazny (1976); Dr. Bloodmoney, de K. Dick (1965). Llamaremos la atención sobre dos títulos de carácter feminista: Caminando hacia el fin del mundo, de Suzy McKee Charnas (1974); La puerta del país de las mujeres, de Sheri S. Tepper (1988).
No faltan las novelas distópicas donde la guerra resuena de fondo, y aunque la especie humana todavía sobrevive, lo hace bajo estados totalitarios y anestesiada por los medios de comunicación de masas. Me refiero, claro está, a las magníficas 1984, de George Orwell (1949) y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953), dos de las mejores narraciones del siglo pasado.
Como era de esperar, el Séptimo Arte se hizo eco de la obsesión temática por el fin del mundo, y además de las versiones cinematográficas de algunos de los títulos citados, proyectó en las grandes pantallas obras originales como Terminator (1984), Terminator 2: El juicio final (1991), Mad Max (1979), Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981), Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno (1985), 12 monos (1995) o Matrix (1999). Al cine le debemos, precisamente, una nueva manera de hecatombre humana: la sublevación de las máquinas.
Con la entrada del nuevo milenio, y tras los atentados del 11-S, el mundo imaginó nuevas formas de autodestrucción. Me refiero a la amenaza zombie. Entre las películas que abordan este asunto tenemos 28 días después y Guerra Mundial Z.
Desde la crisis financiera mundial de 2008, algunos de los mejores narradores españoles que tenemos en la actualidad han publicado obras apocalípticas, poniendo el género de moda. Me refiero a Emilio Bueso (Cenital), Ismael Martínez Biurrun (Un minuto antes de la oscuridad, Invasiones), Roberto de Paz (El hombre que gritó La Tierra es plana, Los valientes), Luis Artigue (Donde siempre es medianoche) o César Mallorquí (trilogía Las crónicas del parásito).
Del postapocalipsis nos hablan autores como Carlos Sisi (en su serie Caminantes), José Antonio Cotrina (Deriva), María Zaragoza (Baba-Yagá) o Eduardo Vaquerizo (Nos mienten).
Precisamente, fue en 2008 cuando se publicó el primer volumen de la distopía Los Juegos del Hambre (firmada por la escritora estadounidense Suzanne Collins), al que siguieron los exitosos En llamas (2009) y Sinsajo (2010).
Con este panorama, se preveía complicado que surgiese una novela apocalíptica novedosa. Ya se había visto de todo.
Pero por eso se considera a César Mallorquí un maestro de la narrativa presente: porque es ingenioso, domina la técnica, posee una vasta cultura y tiene un talento innato para romper los moldes heredados.
En los próximos días, a razón de una a la semana, iré publicando las reseñas de los tres volúmenes de su trilogía apocalíptica Las crónicas del parásito.
No me faltéis.
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