miércoles, 15 de julio de 2020

Ciudad sumergida, en la revista Paraíso

 
Ariadna G. García, Ciudad sumergida,
MaDRID, HIPERIÓN, 2018.
Francisco José Martínez Morán

Uno de los tópicos de toda reseña consiste en la enumeración de los hallazgos (no suele ser otra la palabra empleada en estos contextos) de un poeta en cada nuevo libro que sale de la imprenta: en el caso de Ciudad sumergida, sin embargo, el lugar común se revela pertinente como nunca, nada hueco o banal o formulario, porque Ciudad sumergida es una culminación de líneas, de ideas, de temas y de formas que Ariadna G. García (Madrid, 1977) ya había tentado en sus libros anteriores, sobre todo en los redondísimos Helio y La guerra de invierno: Ciudad sumergida (a la sazón, publicado con el mimo habitual que Jesús Munárriz imprime a todos y cada uno de los volúmenes de Hiperión) resulta un absoluto punto de llegada en la línea que desde hace años explora la poeta madrileña; una muestra de maestría bien ganada, adquirida con el saber reposado de los años y el trabajo constante.
La estructura externa de Ciudad sumergida es milimétrica: cuatro partes componen el libro, más un epílogo en el que más adelante nos detendremos pormenorizadamente. Todo ello se anuda por la elocuente dedicatoria inicial («A mis hijos: Kai y Leia, a maahi ve», p. 7) y, en términos intertextuales, por la cita pórtico de Mahmud Darwix («Que nuestro mañana esté aquí con nosotros. / Que esté nuestro ayer aquí con nosotros. / Que nuestro presente esté.», p. 9): un canto a la riqueza unísona de nuestras existencias. Tres poemas componen «Devenir», sección con la que se abre el poemario: en ellos, la poeta sienta las bases de todo lo que ha de seguir: «Los ciclos naturales / son puro devenir» (p. 15). Tras una alusión al tempus fugit en su perspectiva garcilasiana del «Soneto XXIII», tan lleno de brillo en la constatación de la derrota venidera e inexorable, se nos presenta una glosa del tema: las edades y su raíz, firme en la figura de la abuela Concha, fuego que resiste todo olvido: «Para protegernos de las ausencias / encendemos un fuego en medio de la nieve. // La familia es resguardo, / memoria compartida, / temblor que en el silencio abre ventanas. [...] // Tú conservas la herencia de tus padres, / legado que algún día yo dejaré a mis hijos. // El temporal arrecia, / y saca los pinceles de la arqueta.» (p. 17). Una acertadísima reivindicación de la familia ante las apropiaciones espurias de ciertas tendencias ideológicas (que a todos, enfangados en la política cotidiana como estamos, nos suenan ya demasiado habituales).
«Memoria» es el segundo tramo de la obra y la transición temática resulta coherente, una vez más. En tres prosas poéticas memorables, Ariadna G. García retrata las rupturas vitales provocadas por la guerra, con su intenso frío de extrañamiento e inestabilidad; y análogas son estas pérdidas con las que producen la desmemoria colectiva e individual: «Asisto a la condena de tu envejecimiento, al exilio de tu propia conciencia, de tu vida, de ti, de quien has sido y ya ni reconoces. // [...] No recuerdas / las películas, / las fechas, / los lugares, / ningún nombre // salvo el de tu mujer.» (p. 23). En un libro muy cargado de simbolismo no sorprende encontrar una nueva indagación, sobrecogedora, sobre los temas de la nieve, el frío y el conflicto armado; son estos, al cabo, los colores habituales de la paleta de Ariadna G. García, pero en esta ocasión está todavía, si cabe, más logrado, como demuestra, por ejemplo, el poema dedicado al abuelo Jesús: «Voy siguiendo tus pasos / por el bosque nevado, / hundo mis botas / dentro de tus huellas. // Miro hacia atrás: / no hay nadie. // Pero sé que algún día / otras piernas menudas, / sin esfuerzo, / me seguirán el rastro.» (p. 26).
En unas líneas trataré por extenso el valor de la esperanza como motor fundamental de Ciudad sumergida, pero en este punto cabe destacar que el poema antes mencionado abre con decisión la temática de la decadencia y, por ende, la sección «Origen», tercera y última del libro. Así, los versos inicial y final, respectivamente, de I: «Sois la vida que empieza, un mundo en expansión. [...] / Soy la imagen que un día veréis en un espejo.» (p. 31). Y, en consecuencia, en los siete poemas de este conjunto la forma adquiere tintes graves y rotundos, y el verso cierra en solemnes y pulcrísimos alejandrinos; pero, al mismo tiempo, se crea un cálido hogar de palabras en su contenido, un lugar de acogida sin grietas en el que el amor, en su más alto sentido, da forma a un aprendizaje compartido. La existencia es, así, la narración de los tres elementos fundamentales del paso del ser humano por el mundo: devenir, memoria y origen: «Recuerda / que la vida no es fácil, que se lucha por ella / desde el mismo comienzo.» (p. 38).
No poca de nuestra alienación actual proviene, sobre todo, de la desubicación permanente. El sistema que día a día forjamos entre todos nos emplaza en no lugares, en tiempos y espacios triviales, irreales o vaciados de sentido, abiertamente ajenos; el resultado no puede ser otro que el malestar. Contra este mal de nuestro siglo se alza Ciudad sumergida, pero, muy en particular, su sección final, «La Tierra», cuya estructura recuerda a los fractales, a la recursividad inherente a la naturaleza. Sobre el modelo de Fibonacci y su proporción áurea, Ariadna G. García teje, en un alarde técnico, un ramillete inolvidable de poemas en el que el observador sobrepasa su condición de ser de letras para convertirse, por derecho propio, en un creador de sentidos y realidades, en un juez que acepta como propio todo hecho humano para convertirlo en cimiento de unos nuevos parámetros de validez incontestable. Los poemas, al crecer según la progresión citada (y redondeados por un idóneo tono filosófico, siempre áticos y fabulísticos), desean, gracias a la transmisión de una docencia primordial, trascender toda barrera adquirida. El artificio áureo, lejos de suponer un constructo que entorpezca el resultado, consigue que la reflexión sobre la naturaleza transite desde la brevitas más esencialista («soy el copo de leche que se posa sobre el abedul», p. 42) hasta los poemas de largo aliento, de panorámica totalizadora («Me quedaré sentado en la cumbre hasta que amanezca. / Quiero acostumbrar mis ojos / a la luz / de cada nuevo instante de mi vida», p. 50). En línea de las tendencias ecocríticas, cualquier acción que realice la poesía para cambiar el mundo ha de partir de una aceptación humilde de nuestro lugar en el universo.
Por último, el epílogo «Ciudad sumergida», que asimismo da nombre a todo el poemario, combina con acierto leyenda y conocimiento, casi en una dimensión hermética que, paradójicamente, se presenta diáfana al lector. Profundidad y clarividencia creativa se dan aquí la mano para narrar la fábula de una guerrera, amazona verde, que coincide con los atributos que Cirlot ya detallaba en su Diccionario de símbolos: «verdad de la naturaleza, en oposición al régimen opresivo (artificial, cultural) del estamento humano [...], expresión de la necesidad de un retorno al origen.» (cito por Siruela, 2001, p. 117). Y más allá, cabría decir que la luz del lago en estos versos es espejo de razón y sentimiento y, al tiempo, como subversión del símbolo clásico, la ciudad que en su fondo se levanta no es la de la muerte, sino la de un renacimiento que ha llegar, tarde o temprano, la de la esperanza cifrada en la emergencia de una sociedad libre y consciente del poder transformador de su libertad: «Que en la ciudad oculta, sumergida, / el viento no derriba la esperanza, / ni hay gente que te imponga sus razones. / Allí puedes ser tú en libertad, / y macerar tus sueños hasta el logro.» (p. 64).
La voz de Ariadna G. García ya se ha hecho, en definitiva, imprescindible para explicar toda una generación poética nacida alrededor de finales de los setenta y primeros de los ochenta y, en este caso, regresa con la culminación de una voz en plena madurez. Muchas de las ideas distintivas de la poeta madrileña se adensan y redondean aquí y, verso a verso, avanzan hacia nuevos horizontes que sus lectores estamos deseando descubrir; y ante todo, el conjunto, aunque nazca de un dolor sereno, se cimienta en la esperanza: esperanza como bandera, como objetivo y como camino que hemos de recorrer como individuos y sociedad en paralelo, y ya nunca más de espaldas, a la naturaleza. Nuestros hijos, nuestros nietos, desde la memoria y la acción, deben alzar la voz definitiva. Y nuestro relevo, en esta caliginosa travesía sin punto de llegada, ha de ser el correcto.


Reseña publicada en la revista Paraíso. Número 16. Año 2020. Páginas 153-156.
 

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