miércoles, 6 de julio de 2022

Un único corazón


 

 

Un único corazón, Alejandro Duque Amusco. Valencia: Pre-Textos, 2022. 96 pp.

 

 

Trabajé en el IES Cervantes el curso 2018-19. Por aquel entonces, el centro estaba renovando su biblioteca, condición indispensable para que le fuese otorgado el Bachillerato Internacional. En calidad de profesora del claustro, tenía dos guardias allí para realizar, en principio, la apasionada labor de quitar los tejuelos a docenas de libros que esperaban caer entre mis manos. La verdad sea dicha, sólo en la guardia de recreo me encomendaba a esa tediosa tarea, porque coincidía con una compañera y había que guardar las formas. En la otra, sin embargo, abandonaba el frasco de alcohol por los mucho más entretenidos paseos entre las columnas y estantes de una biblioteca que habría hecho las delicias de Hermione Granger. En una de aquellas incursiones por los pasillos me encontré con una librería de expurgos. Para mi sorpresa, el centro pensaba deshacerse de libros regalados por poetas que habían recitado allí y de primeras ediciones de títulos ya descatalogados. Ni que decir tiene que rescaté algunos de aquellos ejemplares, que a día de hoy gozan de una segunda (y provechosa) vida en mi biblioteca. Uno de los volúmenes era Sueño en el fuego, de Alejandro Duque Amusco (Renacimiento, 1987), que leí en el otoño de 2021, y me encantó. Al poco me compraba Donde rompe la noche (Visor, 1994). Entre ambos hay un abismo. Y es que el simbolismo luminoso, el misterio ornírico del primero da paso a un conjunto de poemas puros y estilizados, pero mucho menos potentes y evocadores, en la segunda entrega. Ahora mismo acaba de publicarse Un único corazón (Pre-Textos, 2022), obra extensa y ambiciosa; donde predominan los textos en prosa poética. El poeta hace gala en ellos de una exquisita sensibilidad.

 

La componen cuatro secciones: “El Sur”, “Servidumbre de amor”, “Memento” y “Zona crítica”.

 

“El Sur” dialoga con la poesía elegiaca clásica. No en vano, se habla de la muerte y del tempus fugit. A veces con versos estremecedores: “La vida huyó de mí y no la alcanzo” (tiene el poeta, por cierto, 73 años). Amusco me recuerda, por sus breves pinceladas cromáticas, al Calderón de La vida es sueño. Así nos describe los pétalos de una buganvilla: “carmines encendidos”, “coral de luz”. Si la paleta metafórica es barroca, no lo es el gusto por la simbología floral para hablar de la plenitud, justo al contrario de lo que proponía Francisco de Rioja en sus famosas silvas.

 

“Servidumbre de amor” es un hermoso canto a eros. Se intuye cierta nostalgia en las composiciones. Cada verso está barnizado con una fina capa de melancolía: “Hoy me duelen los ojos de no verte”, “El deseo se acrece con la espera”, “No me des tu recuerdo:/ esa forma de adiós”. Así y todo, hay un antídoto contra la tristeza que necrosa un corazón no correspondido: la esperanza, el día de mañana, de otro cuerpo al que amar: “Si ella no quiere, no quieras tú tampoco. / Nuevos soles vendrán resplandecientes”. Se cierra la sección con siete soleás reunidas bajo el título “Para una reina de corazón gitano”. Transcribo la II:

 

De forma desesperada

ama el amante, sabiendo

que el amor se acaba y pasa.    

 

“Memento” nos apercibe del fin. Duque Amusco se empapa en las aguas de Miguel de Unamuno (“propia de ilusos esa risa hueca que ha cerrado los ojos al dolor y a la muerte” (p. 48) o del Quevedo de los Sueños (“Postrimerías”, p. 46-47). Pero no ya nosotros, sujetos individuales, tenemos el destino sentenciado. Toda la Humanidad camina sin remedio a su debacle (cuando la Vía Láctea choque con Andrómeda; no en vano, ambas galaxias están en rumbo de colisión). 

 

Ni qué decir tiene que el acusado pesimismo de este bloque depende de los anteriores: de la suma de pérdidas existenciales que acumula un hombre de cierta edad, y de la frustración afectiva que dicho sujeto experimenta, cuando el horizonte que tiene por delante cada día parece más cerrado.

 

“Zona crítica” compensa el desánimo previo con un cambio de actitud. Los textos se abren a la celebración de la existencia. El sujeto que enuncia busca el amor dentro de sí; esto es, busca la divinidad en su pecho. Una reliquia espiritual religadora, panteísta, que siempre estuvo ahí, pero no percibió (“La larga travesía”, p. 85):

 

Tarde, muy tarde, en el último tramo de tu vida

has llegado a darte cuenta de que un dios te habitaba. Como una fuerza luminosa,

 

dentro de ti lo hallaste, silencioso y fecundo.

Siempre estuvo contigo y no lo viste.

 

Un único corazón nos reconcilia con la ambigüedad humana, con los contrastes que tapizan la realidad de todos. Nos hunden los mismos temores (a la muerte, a la pérdida de pulso vital, a la falta de la alegría). Pero nos rescata el mismo flotador: el amor de caridad, que diría san Agustín; el amor mundi que defendía Hannah Arendt. Ponemos el descanso de la dicha fuera de nosotros, pero lo llevamos dentro. Sólo hay que ponerse a buscarlo. (Una y otra vez. Me temo. Porque se nos olvida.)

 

 

 

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