miércoles, 30 de diciembre de 2020

Canto yo y la montaña baila

Canto yo y la montaña baila, Irene Solà. Traducción de Concha Cardeñoso. Barcelona, Anagrama, 2019. 190 pp.

 

Una de las primeras cosas que hice en cuanto pasamos a la fase 2 de la desescalada fue comprarme en una de mis librerías de confianza en Madrid, La Sombra, un ejemplar de la novela Canto yo y la montaña baila, cuya cuarta edición se comercializaba entonces. Estábamos en junio. Habíamos estado tres meses recluidos en casa, desde la declaración del Estado de Alarma el 14 de marzo. Supongo que la mayoría de los habitantes de la gran ciudad soñamos en ese tiempo con poseer una casita de campo o un chalet en medio de la sierra. Ansiábamos expandir la mirada contemplando los Siete Picos desde la terraza o el ático. Cuando cerrábamos los ojos nos recordábamos en otros parajes, más allá de los muros y de la ropa tendida de los vecinos con los que intimamos —a voces— de balcón a balcón. El libro de Irene Solà (Malla, 1990) supone una experiencia única, envolvente, de inmersión en la naturaleza. A la vez que critica el hacinamiento urbano, nos hace percibir toda la fuerza de la vida en la alta montaña. Lo mismo que hicieran en el siglo XVI fray Luis de León o Antonio de Guevara, la joven novelista enaltece la aldea (Camprodon y otras áreas pirenaicas). Elogia la belleza del paisaje, pero también los ritos asociados a la existencia agreste, por muy cruentos que puedan parecernos. Así, describe partos y muertes, de animales y humanos por igual. Y he aquí el gran atractivo de la obra: Solà da voz a todos los seres que comparten un mismo ecosistema: nubes, setas, corzos, osos, perros, montañas, mujeres y hombres. Se trata de una novela coral compuesta por intensos monólogos salpicados de rasgos orales (oraciones muy breves, paralelismos, repeticiones, onomatopeyas…) y de un hondo lirismo. Los diferentes relatos se relacionan entre sí como un prisma, formando un sugestivo caleidoscopio. Cada ser vive expuesto al medio. Ninguno es perdurable. Todo cambia. Y cada especie de La Tierra es semejante al resto. Sostenía el filósofo renacentista Étienne de La Boétie: “todos somos compañeros , y no puede caber en el entendimiento de nadie que la naturaleza haya puesto a alguien en servidumbre, habiéndonos puesto a todos en compañía”. Solà también critica las ansias de dominación humanas, bien que sobre el conjunto del planeta. Lo hace por boca del oso: “Nosotros estábamos aquí. Antes que nadie. Mucho antes que los hombres y las mujeres […] Éramos los dueños. Y después vinisteis. Hombres repugnantes que matan lo que no se comen. Hombres que lo quieren todo, que se adueñan de todo” (p. 145). Canto yo y la montaña baila recrea los mitos animistas, recoge leyendas locales y ofrece un poderoso mosaico de existencias auténticas, violentas y apasionadas. En resumen: constituye un originalísimo canto de amor a la vida, ese bien escaso que nos está conduciendo al colapso civilizatorio. Irene Solà defiende valores como el cuidado de la biodiversidad o el respeto a los reinos de la naturaleza, antídotos, nos dice Jorge Riechmann, contra la catástrofe ecosocial que, como estamos comprobando, el homo sapiens ha puesto ya en marcha.

 

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