lunes, 23 de abril de 2018

El cazador

 El cazador, Mario Míguez. Pre-Textos. Valencia. 76 páginas. 10 euros. 2008.

  
Una de las novelas más brillantes que diera el Grupo del 98 fue, sin duda, Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, firmada por Ángel Ganivet (1897). Se trata de un libro clásico, en el sentido de que sus páginas aún tienen mucho que decirnos a los españoles del siglo XXI. Obra política, y de plena actualidad, encontramos además pasajes interesantísimos sobre otros asuntos, como este del Trabajo tercero, donde define qué es ser poeta: “Poetas son los hombres capaces de ver las cosas con amor”. El novelista distingue a “los versificadores de oficio” de los verdaderos creadores, que son las mujeres y hombres que “se sirven de todos los medios humanos de expresión, entre los que la acción ocupa quizás más alto lugar que las formas artísticas más conocidas: las palabras, los sonidos, los colores”. El poeta nunca permanece ensimismado en su obra, absorto en sus cuartillas, encerrado en su estudio de trabajo, sino que encarna la poesía cuando obra con generosidad. Es la poesía cuando cumple la máxima que años más tarde defendería otro ilustre granadino, Federico García Lorca: “El poeta ha de abrirse las venas por los demás”. Los artistas, en suma, no son esas personas egocéntricas, envidiosas, vanidosas que componen sus textos o sus piezas dando la espalda al mundo, sino que se entregan a él para ayudar al prójimo. Sus grandes creaciones no están escritas sobre pentagramas, ni pintadas en lienzos, ni archivadas en un documento de word, sino que son sus actos. Mejores que sus libros, sinfonías y pinturas son sus nobles acciones para mejorar su entorno o para transformar el mundo. Su amor les hace ver lo espiritual que flota, las conexiones que el resto de los mortales no alcanza. Ese don amoroso mide la calidad de cada una de sus obras. Así lo expresa Ganivet: “como hay quien ama poco y quien ama mucho, hay pequeños y grandes artistas”. A este grupo, precisamente, pertenece el poeta Mario Míguez, una voz que acabamos de perder con apenas 55 años y tres libros de poemas publicados. Una voz solidaria, perteneciente a un hombre comprometido con su pluma y con su cuerpo. Un artista inundado de amor, original, reconocible, libre de las imposiciones del marcado, y por tanto, en palabras del músico Gidon Kremer: “una joya, no bisutería”.


El cazador (2008) es su tercer poemario. Aquí, el autor reelabora conceptos cristianos como el recogimiento, la quietud o el amor, necesarios no ya sólo para gozar de una vida plena, sino para embellecer el mundo. Libro luminoso, exhorta a los lectores a no buscarse fuera de sí mismos, sino dentro de ellos; a no poner su descanso en las cosas caducas, materiales, sino en la dimensión trascendente a la que conduce una vida amorosa (solidaria y fraterna). Ejemplo de esa dedicación al prójimo, sobresale el extraordinario poema Care pater:

Duerme tranquilo, padre, estoy despierto.
Tu mano está en mi mano, como estuvo
la mía entre las tuyas, cuando niño,
y nunca he de soltarla mientras vivas. […]

                                          yerran
aquellos que me dicen que a tu lado
yo destruyo mi vida, que la pierdo […]

y al escucharlo me es inevitable
sentir asco del tiempo en que vivimos:
me parece tan triste y repugnante
que esa noble palabra, sacrificio,
les sea incomprensible a casi todos…
No es extraño; ya apenas nadie sabe
qué cosa es el amor…

Muchos son los ecos áureos del libro. A los erasmistas (fe viva) y franciscanos (recogimiento, muerte en vida), añadamos la impronta del capitán Andrés Fernández de Andrada, cuya Epístola moral a Fabio sobrevuela en estos versos:

Y fue quien me explicó qué es lo importante:
que no basta tener conocimiento,
saber qué es la bondad o la nobleza,
que hay que intentar vivirlas, encarnarlas.
No eran sólo palabras: eran hechos.


En los tiempos que vivimos, de empobrecimiento espiritual, manipulación mediática, corrupción política, aumento de la pobreza y destrucción de los servicios públicos, no es mala idea recuperar una filosofía vital fundamentada en el amor, la reflexión y la ayuda recíproca. Mario Míguez nos ha dejado un legado precioso. Y a los artistas, en concreto, nos ha confiado una misión ineludible: sumar al compromiso estético un deber ético-civil. Seamos custodios de esa luz.


 Esta reseña ha sido publicada por la revista Oculta Lit el pasado 5 de abril.

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