domingo, 24 de octubre de 2021

Ritual del laberinto

Ritual del laberinto, Julio Mas Alcaraz. Madrid, Bartleby. 2021.

 

 

¿Qué nos hace recuperar un pasado doloroso y vertirlo en una copa de la que dar a beber? El amor, la deuda contraída con familiares queridos y el homenaje a quienes han sido sedimentos de la materia que nos ha formado. Así lo sentí yo cuando publiqué Ciudad sumergida (Hiperión, 2018), en el que rindo tributo a mis antepasados (durante la guerra, la inmediata posguerra y el momento actual). Me imagino que el poeta Julio Mas Alcaraz tiró del mismo carrete para recoger el fruto de su obra, pues la intensidad de su libro, la fuerza de sus imágenes, así lo indica. O puede que sus fuentes sean otras, al fin y al cabo, son muchas las familias a las que asolan las mismas pesadillas, y que se haya limitado a recoger un dolor con el que empatiza, para así atemperar la tristeza, la pérdida, la rabia o la frustración de otros. Tanto da. Eso no menoscaba la calidad de su poemario.

 

Ritual del laberinto ha sido montado como si se tratara de un cortometraje (todo libro de poemas es breve, de ahí el símil), con la alternancia de planos y de contraplanos. Por una parte, enuncia la voz de Lorea; por otra, la de su abuela Lucía. Ambas posan su mirada sobre los mismos escenarios (el pueblo, el bosque, el mar…), mostrando el contrastre que marca a fuego el tiempo:

 

“La maleza cubre un antiguo refugio pintado con grafitis.” (p. 96)

 

Dicho contraste, en ocasiones, muestra la frivolidad con que se pasa una página a la Historia; en otras, el autor aprovecha para realizar una crítica del capitalismo lacerante:

 

“La costa que ella observó no existe y un cartel anuncia la última promoción de viviendas entre elevadas torres de cemento” (p. 69)   

 

Pero no sólo varía el espacio, las propias voces de las protagonistas poseen un estilo diferenciador, al menos, al principio. Lucía, que padeció la Guerra Civil y partió rumbo al exilio, suele expresarse en prosa para relatar sus recuerdos (los registros nocturnos, los fusilamientos, las fosas comunes, el silencio de los pájaros…). Lorea, en cambio, muestra mayor predisposición hacia el verso libre. Ya lo apuntaba Hegel en Lecciones de estética, la épica surge en tiempos en que las mujeres y los hombres se ven obligados a desarrollar su heroismo (para sobrevivir a una guerra, en este caso); mientras que la lírica nace en periodos de paz, más propicios para la reflexión y el análisis:

 

“Pienso en vosotras y en vuestro dolor.

 

Pienso en cuando los árboles dejaron de crecer.

 

Todo recuerdo puede volverse

una revelación,…” (p. 104)

 

 

No obstante, decía, ese lenguaje diferenciado va diluyendo sus fronteras a medida que avanza el libro. Así, por ejemplo, cuando Lucía pasa a formar parte de la España trasterrada, en plena travesía en barco, su voz se vuelve minimalista, escueta; como si al abandonar el país dejara entre las rocas el lenguaje. El sujeto que enuncia se contrae, pues lo ha perdido todo: la identidad, las ganas, la sintaxis:

 

“El mar es el silencio que se expande.” (p. 65)

 

Lorea, a su vez, por la identificación con su abuela, asume su estilo narrativo/descriptivo cuando denuncia los estragos que sobre la naruraleza realiza nuestra civilización. Otra forma de guerra. Nosotros contra el mundo.

 

Ritual del laberinto se inscribe en una de las líneas sobresalientes de la editorial Bartleby, esa que tiene como centro neurálgico nuestra Guerra Civil, y donde destacan libros como Elegía en Portbou, de Antonio Prieto; Los trescientos escalones, de Francisca Aguirre; o Poema del soldado, de Angelina Gatell. 

 

Un libro necesario para entender nuestra situación política:

 

“Somos el humo de una guerra mal apagada” (p. 17)

 

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