Diarios, Lord Byron. Traducción, introducción y notas de
Lorenzo Luengo. Galaxia Gütemberg. 284 pp. 2018. 22,50 euros.
Todos conocemos la imagen
esterotipada de Lord Byron, el célebre poeta y dramaturgo inglés que escribió El
corsario, Lara, Don Juan y perdió la vida
en Grecia muy joven, a los treinte y nueve años, defendiendo la libertad del
país heleno en su lucha por desgajarse del Imperio Turco. En nuestra mente se
modela la figura de un dandy, de un hombre mujeriego, provocador y audaz, de un
intrépido viajero dueño de un alma libre a la que ninguna convención social
logró poner su brida. ¿Pero cómo el héroe era en su vida privada? En sus Diarios
podemos encontrar algunas pistas del Byron
alejado de las fiestas, introspectivo y gran observador de su contexto
histórico.
Tres son los diarios que recoge la edición de Lorenzo Luengo. El primero
de ellos lo escribió entre 1813-1814. En esa época, Byron trabajaba en el El
corsario al tiempo que su hermanastra,
Augusta, esperaba una hija de él. Este manuscrito sorprende por la revelación
de las zozobras e inseguridades que lo atravesaban. Por su visión romántica, desencantada del mundo: “A los veinticinco años…uno
debería ser algo. ¿Y qué soy yo?
Nada”. El poeta repele el matrimonio, se queja de su vida rutinaria, lamenta la
insustancialidad de la literatura que lee (“Tengo la cabeza hasta arriba de la
morralla más inútil”). Vierte en las páginas un afilado espíritu crítico contra
los poetas contemporáneos: de verso “pulcro”, pero “carentes de inmortalidad”. Envuelto en su batín
ante su escritorio, pasa revista a su generación sin morderse la lengua. Es
más, sólo estima a los poetas que, antes de subir al Parnaso, fueron hombres
comprometidos con su tiempo, trataron de arreglarlo con sus obras, o se
empaparon de toda suerte de experiencias allí donde la historia demandaba
héroes: Dante, Cervantes, Esquilo o Sófocles. A los poetas de sofá, acomodados
en sus puestos de poder, desconectados de las necesidades del pueblo, que con
gusto se exponen en vitrinas relampagueantes, los califica de “escribas”.
Defiende antes la “acción” que la escritura: “¡Qué indigno y holgazán linaje es
éste!”. Al contrario que a éstos, no le interesa la lucha desalmada por estar
en el canon: “¿Qué importancia tiene quién está delante o detrás en una carrera
donde no existe la meta?”. Como
tampoco le inquieta la buena reputación de tanto poeta correcto y aburrido (“No
seré yo quien envidie sus alturas”). No menos interesantes son las páginas que
Byron dedica a cincelar, a golpe de sarcasmos, su propio autorretrato: glotón,
airado, celoso, suicida, lector empedernido, destacado boxeador, amante de los
animales, ególatra, hastiado, abúlico, coleccionista de sables y hombre
solitario.
El segundo diario lo escribió en
septiembre de 1816, durante su excursión a los Alpes suizos. En este breve
cuaderno de viaje, el célebre poeta pinta un paisaje acorde con el gusto
estético romántico: sublime, jupiteriano (Argullol
dixit). Byron, alma anhelante de plenitud, se une al Todo al contemplar las cumbres, glaciares y lagos. En su
cuaderno deja constancia del sello que esos lugares puros, gloriosos dejaron en la piel de su memoria: “Últimamente he
repoblado mi mente de naturaleza”. A su regreso a Berna, sin embargo,
despotricará de la industria: símbolo de la “insípida civilización”.
El penúltimo diario está escrito
en Rávena, entre enero y febrero de 1821. Un Byron depresivo ve en la acción
militar la única salida a la frustración que lo tiene postrado. Es ahora cuando
rememora su relación con Edward Noel Long, con quien pasó “los días más
felices” de su vida; o cuando idea un plan educativo para su hija Allegra. No
obstante, prosigue espolvoreando sobre el papel agudos comentarios contra
aquellos poetas de gran dominio técnico cuyas obras “no contienen nada”,
interesantes reflexiones metaliterarias: “¿Qué es la poesía? El sentimiento de
un mundo pasado y futuro”; así como justifica su escasa producción por la
incertidumbre política: “A la espera de que esto explote de una vez, no es
fácil arrellanarse ante el escritorio con la mirada puesta en las más elevadas
formas de composición”. Hombre involucrado, solidario, comprometido con la
causa de la libertad, ya sabemos que abandonó la pluma por las armas, y que
perdió la vida en Grecia. Hoy día, es muy común tanto en la península helena
como en el archipiélago que los jóvenes se llamen Víronas, en su honor. El Diario
de Cefalonia (1823-1824) recoge,
precisamente, las últimas reflexiones que dejó por escrito antes de su muerte.
El volumen contiene, además, un
ramillete de Pensamientos aislados,
entre los que sobresalen sus divagaciones sobre la inmortalidad del alma, o
sobre el poder de las voluntades positivas.
Estos Diarios se cierran con una prolija colección de notas de
Lorenzo Luengo, responsable de la traducción y el prólogo. En conjunto, se
trata de un libro delicioso para los amantes de Byron y del Romanticismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario