viernes, 22 de septiembre de 2017

Prólogo de Jamila Medina Ríos a mi poemario Línea de flotación

Ariadna: Una barcaza de lianas para abrazar el horizonte

  
     Zarpar con Ariadna G. García es entrar de cabeza en la obra viva. Vida-puertas y ventanas, vida-llave de los imposibles, vida-mar abierto azul hortensia. Pilotean ella y Ruth, madres bienaventureras de una pareja de niños (Kai y Leia), esquejes crecidos del milagroso encuentro de dos galaxias (esas y yo injertadas entre siete millardos de seres)… Surca, transita su tripulación al ritmo del ronroneo de un gato que sabe por negro, por viejo y por Argos, que el mapa se va viendo en el camino, y que siempre que llueve escampa. El timón de la nave es una “Rueda” dispuesta a todos los destinos… No vienen a colonizar ni a hacer turismo, sino a reconocer su era terrestre; a aprender la “(E)lección” de ir haciéndose una “identidad” propia, proteica, flexible. Su divisa: Bojéate a ti mismo.
      Así, la embarcación navega: a ratos, ligera y a ratos, carenada por la obra muerta. Afincada, justamente, en la Línea de flotación, como en una tabla de surf, la voz busca atisbar (acompañada de sus lectores) lo que hay “Sobre” y (de)”Bajo” de los mundos que nos amparan. De “lo corpóreo” a “lo etéreo”; del verso al púlpito por derechos humanos sin sexo, nacionalidad o color; del insomnio a los sueños ¿insondables? como el mar, el amor y los espejos…, se abisma y emerge, para adentrarse en sí/ en el universo, cada vez con más brío. Manojo de correspondencia(s), estos “Sobre”(s) (a)parecen remitidos, primeramente, a los hijos, aunque también a la Tierra y a la mujer que ama. Una viveza (propia de esa Sor Juana pura voluntad, cuyas vida y obra Ariadna conoce al dedillo) palpita en el corpus y en el cuerpo que lo anima; los recorre un ansia por comunicarse y comunicar lo que padece(mos); de ahí que Ariadna se extienda como una enredadera, y que el llamado vegetal de sus “lianas” quiera abrazar a sus futuros interlocutores. Porque si bien la tripulación de este barco es su pequeña familia, si la historia que se trasluce es íntima…, lo testimoniado converge con una preocupación humanística (política, a la usanza griega) de ciudadana atenta a los desmanes de nuestro impacto en el medio.
     En consonancia con ese aler/ntar de los espíritus, la asisten sencillez y brevedad, ironía, anáforas y enumeraciones vertidas en formas estróficas sucintas como el epigrama y el haiku, junto a variaciones más heterodoxas. Contrasta la propuesta de quebrar tanto hipócrita esquema (genérico, moral, social…) con la diafanidad de las imágenes y la delicadeza de la disposición de los versos, incluso al adentrarse en temas de curso difícil: del acecho de la muerte a la caducidad. Como la rueda que timonea o el mar que la acoge entre sus escamas vivas, la poeta no desecha ninguna carta de navegación; ¿o no es verdad, según dijera Francisco de Osuna, que el ser humano es Dios? Ariadna G. García no cree en muros, que a fin de cuentas sabe hechos de agua y tierra, elementos naturales de necesaria bondad. Mas, ni el coraje ni la felicidad la ciegan. Palpa adolorida la inversión de los “Valores de Occidente”, el agotamiento de la “Tabla periódica”, la “Paradoja” de los discursos en defensa del otro… y trata de enderezar su “Travesía” en el temporal, al abrigo de acompañantes que la inspiran a escalar “montañas”, a restañar los “arañazos” que “parte[n] en dos el bosque”... 
La poeta y ensayista cubana Jamila Medina Ríos
     Engendrar impulsa a repasar sueños y vida, replantearse metas, soltar lastre y querer alzar de nuevo las vigas del cosmos. No extrañe, pues, si afirmo que Línea de flotación se alía por algún vaso sanguíneo, comunicante, con el José Martí de Ismaelillo, donde el Poeta Nacional de Cuba instaura un coloquio con el hijo, y entre juegos y arrumacos lo inicia en las auroras y los nocturnales del mundo al que se halla recién venido. Ariadna G. García, rueda de su propio destino (en la que se entrecruzan los radios de la profesora que imparte a Martí o de la ensayista que ha dialogado a fondo con la obra de Sor Juana Inés de la Cruz con el de la exploradora amante de su esposa y de catar todas las estaciones en cualquier latitud), madre desde que la conocí, pone aquí un estallido: explosión de vida que al reverso lleva su honda preocupación por las convulsas realidades que nos minan, degradando natura, ethos, poiesis… ; desprestigiando, como nos espeta, la propia vida.
     Su habilidad para captar lo doméstico y lo público, la soltura con que va del frescor de las pieles de unos bebes contemplados en sus cunas (emulando el mejor de los helados) a los vericuetos de la historia borbónica española (con sus sórdidos patíbulos al sol), tal ambición contrapuntística confirma ese rasgo de su voluntad que la hace comparable a una saltadora de altura: capaz de volar todos los setos por amor (filial, erótico, fraterno, universal, “absoluto”…). Y así también subraya su agudeza para ver en cada “Sobre” lo que hay [a]“Bajo”, o viceversa…; sopesar los paraísos del Infierno.
     Línea de flotación puede ser leído como cuaderno de bitácora. Sus páginas no dictan procederes ni rutas de navegación; empujan al viaje junto a “La compañía” idónea… A iluminar el rostro y celebrar el azote del viento en las mejillas. A acostarse sobre el mapa y ver girar con la brújula las entradas posibles al “calor de una vida”. A saborear la sal que dejan el sobresalto de la marea en boca de quienes se atreven a izarse como una vela.
     Apostada en mi nueva casa, de cara al mar, me parece verlos flotar por el Caribe, dibujando el zigzag de las Antillas (de Cuba a Puerto Rico y más allá: saltando como anguilas entre caimanes, mesándose las barbas al fresco del bonaire, saboreando el rojear de las granadas, de Sotavento a Barlovento...). Así, reinventándose banderas de señales, resemantizando todos los sistemas para fundar sus moradas, me llega el llamado de esta tripulación, y salgo a esperarla en mi ventana. Con la sonrisa y la vida abiertas de par en par…


Jamila Medina Ríos
San Lázaro y M, La Habana, marzo de 2017.  


martes, 19 de septiembre de 2017

Limbo

Limbo, Melania G. Mazzucco. Premio Elsa Morante. Traducción de Xavier González Rovira. Anagrama. 2014. 496 páginas. 22,90 euros.


En octubre de 2010 murieron cuatro soldados italianos en una emboscada en el valle de Gulistan, provincia de Farah. Los cinco militares iban a bordo de un Lince, que saltó por los aires. Su blindado formaba parte de un convoy que realizaba una misión de escolta a camiones civiles. Pertenecían al 7º regimiento Alpino (tropas de montaña). Sobrevivió un soldado, que quedó en estado muy grave. Aquel atentado conmocionó a Italia. Se alzaron voces críticas contra la presencia de su ejército en Afganistán. Que yo sepa, ha inspirado dos novelas extraordinarias a otros tantos escritores del país comunitario: El cuerpo humano, de Paolo Giordano; y Limbo, de Melania G. Mazzucco. Amba fueron publicadas en 2012.

El narrador turinés divide su obra en dos partes. “Experiencias en el desierto” aborda las pequeñas misiones y tareas encomendadas a los soldados (adiestramiento de la policía afgana, construcción de una lavandería, prácticas de tiro, limpieza de la base), nos relata los problemas y peligros a los que deben hacer frente (ataques, tormentas de arena, intoxicaciones…) y nos presenta a unos personajes creíbles, muy bien caracterizados. El miedo, la culpa, los nervios o el insomnio son algunos de los sentimientos y de las reacciones físicas que los reclutan y los oficiales padecen a diario. Entre ellos destaca el teniente Egitto –hombre al que sus compañeros consideran equilibrado y meticuloso, pero que en realidad oculta con antidepresivos un hondo desarraigo familiar–, cuyo relato autobiográfico supone una de las cimas de la novela. Además, a través de conversaciones de chat y del intercambio de e-mails, tenemos acceso a la interioridad de otros personajes y a su modo de encarar, en la distancia, sus relaciones íntimas. 
En esa convivencia, los soldados –con independencia de su graduación– se despojan de su pudor y asumen como propio el cuerpo ajeno. La desnudez, el deporte, la obsesión por el sexo y la disentería los convierte en un cuerpo indisoluble. La segunda parte del libro, “El valle de las rosas”, relata la misión de escolta que el contingente militar realiza fuera de la burbuja de seguridad de la base. La introspección psicológica y las pequeñas aventuras que forman parte de la vida ordinaria de un soldado ceden paso a un angustioso episodio de narrativa bélica, de terribles y graves consecuencias para la tropa.

La narradora romana mezcla en Limbo la emboscada que tuvo lugar en 2010 con los atentados suicidas que venían sufriendo las tropas italianas desde 2009 (desde 2003 si llevamos el escenario en Irak). Así, tenemos en el libro dos ataques distintos, y una superviviente, pero no de la columna de blindados que cruzaban el desierto, sino del atentado que tuvo lugar en una base aliada.

Limbo es una novela magnífica que alterna dos tiempos. El presente, en tercera persona, donde la mariscal Manuel Paris regresa a su pueblo para recuperarse de las heridas –físicas y emocionales– que le produjo el atentado; y el pasado, narrado por la propia protagonista a petición de su psiquiatra militar con el fin de que encar sus traumas y sanarse. Si la línea Live sigue el orden cronológico de un año; la segunda trama, Homework, supone un extenso flashback aleatorio, donde la comandante relata en desorden sus recuerdos (llegada a Afganistán, infancia, misiones, retrato de los compañeros caídos, oposiciones para entrar en la academia de Módena…), según lo necesita o va adquiriendo fuerza para hacerlo (el atentado, de hecho, no lo cuenta ella, sino la narradora).

Ambas líneas se complementan para caracterizar a Manuela Paris, para hacernos creíble el personaje, para comprenderlo. Si el atractivo de los homework descansa en las portentosas descripciones de Afganistán, o en el relato del periplo que recorrió la joven estudiante de turismo hasta lograr su sueño de ingresar en la brigada alpina; no menos interesantes son las secciones live, donde la narradora ancla al personaje en su contexto familiar, en su vida privada (aquí Mazzucco introduce un gancho sentimental que seduce a los lectores: el romance que mantienen Paris y Mattia, un hombre sin pasado que vive en el hotel frente a su casa, y cuya biografía se conoce al final, gracias a unas cartas).

Melania G. Mazzucco retoma en su novela motivos que la caracterizan: el destino aciago que zarandea a los protagonistas, el futuro abolido, personajes tensados hasta el límite de su capacidad de resistencia, la fuerza de los personajes femeninos, la defensa de ideales, la larga –e injusta– espera del regreso de la vida a su cauce (de ahí el tútulo de la obra, Limbo), el amor hacia la arquitectura italiana, o el sentimiento de rechazo que sienten aquellos que no encajan dentro de un sistema (no apto es un sintagma recurrente en sus libros). Además, como decía, simultanea tiempos, desordena la cronología, niega constantemente las expectativas de los lectores, contrapone miradas y abre planos.

Su lectura es una delicia. La traducción, muy buena. Lógicamente, en un libro de 500 páginas hay pasajes menos logrados que otros, de lectura más árida, pero Limbo tiene la virtud de llevarnos a Farah y Ladíspoli merced a su estilo minucioso, a una prosa atenta a los detalles, y a un excelente trabajo de documentación.    



lunes, 11 de septiembre de 2017

El reino de las tres lunas

 El reino de las tres lunas. Fernando J. López. Loqueleo. 144 páginas. 2016. 9´22 euros.

A una novela dirigida a lectores de doce años se le puede exigir muchas cosas: acción, sorpresa, ritmo… pero si sólo se quedase en un producto de entretenimiento, se quedaría a medias, como un cuadro sin acabar. A este tipo de obras hay que darles brochazos de ideas y, sobre todo, pinceladas de valores. Fernando J. López maneja con perfección esa mezcla de trazo grueso y fino para pintar un lienzo ambicioso –ideológicamente–. El reino de las tres lunas es un libro de búsqueda. Malkiel, el príncipe heredero, trata de encontrarse a sí mismo antes de cumplir los dieciséis años y de heredar el trono; además, persigue la respuesta que le aclare la muerte de su madre siendo un niño. En su viaje por el reino y por dentro de sí mismo le acompañan otros jóvenes de infancia no menos turbulenta. Todos han crecido a la sombra de la tiranía con que Alcestes, inquisidor general, ha manejado los hilos del reino. Y es que, debido a su presión, el rey ha ordenado la desaparición de la música y de la poesía en sus posesiones. En lugar de fantasía, campa el miedo; la imaginación ha sido desterrada por la censura. No obstante, el príncipe, sus amigas y un grupo de rebeldes trovadores tienen una semana de plazo para cambiar las cosas.

La novela, breve, parece escrita con tiralíneas. La estructura es perfecta. No faltan los enfrentamientos de emociones, los secretos, las revelaciones inesperadas, las intrigas o las amenazas. En la trastienda vemos pasajes de películas que han podido influir (desde Cómo entrenar a tu dragón a Shrek). La información se dosifica con ingenio y los diálogos son muy buenos. Quizás se echa en falta un poco más de ambientación (¿cómo es el reino?, ¿cómo son sus mercados, sus bosques?). Pero si bien es cierto que la novela pide algo más de desarrollo, también es verdad que su estilo cuidado –directo– y su ritmo trepidante –ya sea por la colisión de caracteres o por la sucesión de aventuras– son dos fantásticos motivos para leerla. De hecho, es muy recomendable en los tiempos que corren. Fernando, además de novelista y dramaturgo, es profesor de secundaria y sabe qué tuercas apretar para que se ponga en funcionamiento la capacidad crítica de los estudiantes, esas niñas y niños que en breve serán las mujeres y hombres del futuro.

En definitiva, El reino de las tres lunas es un canto al poder del arte y a su función social (“necesitamos que la gente sepa lo que está pasando”), encarnado en un grupo de proscritos muy necesarios hoy (“Cantemos y salgamos de esta cárcel convertidos en lo que somos: poetas”).  


Podéis leer aquí mi reseña de su última novela juvenil, Los nombres del fuego: 

jueves, 7 de septiembre de 2017

Eres como eres


Eres como eres, Melania G. Mazzucco. Traducción de Xavier González Rovira. Anagrama. 228 páginas. 17,90 euros.


Una de las cosas con las que más disfrutamos los críticos literarios es con la oportunidad que tenemos de dar a conocer, de visibilizar, a autores y obras que, por unas razones u otras, no han tenido la difusión que merecen en nuestro país. Y en un momento literario en que abundan las novelas bien escritas pero insulsas, incluso bien estructuradas pero que carecen de alma, de corazón, de vísceras, esta ocasión de hablar por extenso de un libro que ha pasado de puntillas por los escaparates de nuestras librerías se convierte en un acto de reivindicación de una narrativa que recupere el gusto por contar historias, por construir personajes redondos, por defender valores, por hacernos cuestionar nuestro mundo y por criticar las costumbres nocivas. Porque la literatura, entre otros fines, sirve para eso: para mejorar la convivencia cuando está minada por los prejuicios, para exportar modelos con los que nos recozcamos, para proponer soluciones que nos permitan avanzar en la dirección correcta. Todo esto lo encontramos en Eres como eres, la última novela de una escritora italiana comprometida con su país, con su tiempo, y que posee unas dotes narrativas que la convierten en una autora excepcional.

Eres como eres está protagonizada por dos personajes extraordinariamente bien descritos y definidos, en las antípodas el uno del otro. Eva y Giose. Hija y padre. Ella es una cría de doce años a la que el destino primero (el accidente en moto de su padre biológico, Christian), y la familia después (los abuelos y el tío genéticos) arrancan de una vida sustentada en el amor de sus dos padres, en la libertad para desenvolverse por el mundo, o en el apego a la cultura como fuente de aprendizaje y de satisfacción. Él, por su parte, es un hombre maduro de sesenta y dos años, cuya vida carece de sentido muerta su pareja y alejado –contra su voluntad– de su hija. Y eso que Giose se había reinventado a sí mismo gracias a la paternidad. 
Compositor y cantante pop de éxito en los años 80, Yuma pasó de estrella juvenil –desafiante, rebelde y provocador– a músico maldito y acabado que vivió de sus antiguos temas hasta que el eco de lo que fue se extinguió y dejó de escucharse. El entusiasmo de su marido (un joven profesor universitario experto en las biografías de Jesucristo y Dyonius Exiguus –el monje que determinó nuestro actual calendario–) por compartir con él una familia y el nacimiento de la hija de ambos reconvertirían a Giose en un amantísimo padre entregado a su retoña, así como lo proveerían de la seguridad y confianza que la música le había negado. La muerte inesperada de Christian deja a los dos personajes, Giose y Eva, indefensos ante los mismos problemas: ambos pasan sus días sin amor, ambos se sienten culpables por no haber impedido que los separasen las leyes italianas y el fundamentalismo católico, ambos viven en una realidad mental paralela donde pasan las horas pensando el uno en el otro, sin que a nadie le importe ni lo repare. Esta historia sobre el amor, sobre lo que significa tener hijos, sobre las segundas oportunidades, sobre el azar, Melannia G. Mazzucco nos la narra in medias res, a partir del momento en que Eva decide tomar las riendas de su vida y escaparse de casa para buscar a su padre, retirado a un pueblo de montaña. A golpe de flash backs la escritora nos va informando de los antecedentes: quiénes son Giose y Christian, cómo es la familia de éste (adinerada, hipócrita, homófoba pese a las apariencias que hacían suponer lo contrario; y es que, no en vano, los Gagliardi pertenían a la diplomacia o eran directivos de bancos o dueños de importantes industrias), cuándo se conoció la pareja, de qué manera decidieron tener descendencia, cómo lo consiguieron… Estas analepsis, no obstante, no siguen un orden cronológico. Mazzucco nos narra lo que le apetece cuando le viene bien, nos deja con la intriga, responde a los preguntas que nos vamos haciendo cuando notamos que hay cosas que no sabemos. Tranquilos, parece que nos dice, ahora viene cuando os cuento lo que estáis esperando.

Esta escritora bucea hasta las simas de cada personaje. Sus descripciones psicológicas y físicas son detalladas. Nos pinta una Italia zarandeada por la crisis económica y por la intransigencia de sus élites; un país que, pese a lo obsoleto de su legislación, está cambiando en materia social, se esfuerza por romper el cascarón de la intolerancia y del conservadurismo, para acercarse al resto de Europa y convertirse de facto –y no sólo de palabra– en un verdadero estado democrático.

Eres como eres sorprende no tanto porque trate el tema de la –dificultosa– búsqueda de descendencia de una pareja que no puede concebirla, sino por la fantástica construcción de cada personaje (principales y secundarios) y por la lupa que posa sobre el mapa de su país para mostrarnos qué fuerzas lo gobiernan. La novela trona contra la injusticia que supone separar a un padre de su hija, y viceversa. Pero también es un canto a la conquista de la propia identidad y a lucha por aquello que se ama. En ese sentido, Eva sostiene a Giose, y no al revés.

Tras esta novela sólo cabe leer las siguientes de su autora. Sobre la mesa ya me espera Limbo. Melania G. Mazzucco es una de las grandes. Una voz que tiene mucho –y bueno– que decir.  


viernes, 1 de septiembre de 2017

La célula de oro

 La célula de oro, Sharon Olds. Traducción y prólogo de Óscar Curieses. Barttleby, 2017. 236 páginas. 16 euros.


Tenemos la suerte de que en el último año se hayan publicado en España las obras –espléndidamente traducidas– de tres poetas estadounidenses que todo buen lector disfrutará. Me refiero a Elizabeth Bishop (Poesía Completa 1. Poesía, Vaso Roto, 2016): dueña de un estilo rocoso, hermético, poco dado a la emotividad, con en el que realiza espléndidas descripciones del paisaje desolado de Nueva Escocia (Canadá); Mary Oliver (Felicity, Valparaíso, 2016): poeta veterana, que a sus ochenta años posee una voz fresca y rebelde que rezuma vitalidad a espuertas y un radiante optimismo; y, finalmente, Sharon Olds (La célula de oro, Barttleby, 2017): cuya personalidad poética se encuentra en las antípodas de las dos anteriores. Sus versos son exhibicionistas, están manchados de vida, supuran dolor, nos muestran el reverso de la gente, sus vísceras, nombra lo que nos hace vulnerables y aquello que nos rompe.

La célula de oro se divide en cuatro secciones. La primera constituye una agria mirada sobre la realidad circundante: intentos de suicidios, la desigualdad social por motivos raciales, el hambre que conduce al robo y a la sangrienta justicia vecinal, violaciones y asesinatos de niñas.

La segunda, sin lugar a dudas, es la mejor del conjunto. Olds, como adelantaba, se pone del revés y nos revela sus costuras, su amasijo de huesos y sangre, su pulpa. Los poemas de esta sección ahondan en su malograda vida familiar. Los versos hierven, alertan como señalan luminosas, describen con crudeza estados de ánimo desoladores. Sobresalen “Vuelo a mayo de 1937”, dedicado a sus padres, a punto de casarse (“Quiero alcanzarlos y decirles Parad,/ no lo hagáis…vas a hacer cosas que no podéis imaginar que haríais/…/vais a sufrir de maneras completamente desconocidas,/ vais a querer morir” pág. 57); “Saturno”, desasosegador alegato hiperbólico (con alusión mitológica al padre de Zeus) contra la violencia ejercida por su progenitor (“Tomó/ la cabeza de mi hermano en los labios/ y la arrancó como una cereza de su tallo” pág. 61); “¿Y si Dios?”, donde narra las veces que su madre rezaba quejumbrosa junto a ella, ya acostada, “agrietando mi naturaleza”; “La comida”, nuevo texto a la madre, mujer de existencia malograda, sin apego a la vida e incapacitada para la ternura; “El vestido”, que nos habla de la necesitad de creer que nos aman, y de la arbitrariedad de los símbolos; o “Después de 37 años mi madre se disculpa por mi niñez”, cuyos versos descarnados nos conmocionan por su crudeza (“tu cuerpo viejo/ y suave caído sobre mí con horror,/ te estreché en mis brazos, dije Todo está bien” pág. 115).  


La tercera sección se centra en el sexo, y supone una bajada de la intensidad y de la altura literaria con respecto a la anterior. Sin embargo, el libro cobra bríos y remonta el vuelo en su desenlace. Esta cuarta rememora la vida de sus hijos desde el parto (“los brazos/encogidos como las patas rosadas de un cangrejo”) hasta su adolescencia, pasando por los sobresaltos y angustias que experimenta cualquier madre, pese a lo avezada, ya sea por la herida de un hijo, por una repentina enfermedad o porque ve peligros y emenazas en cualquier parte (“me falta tiempo para llegar a su lado”).

Sharon Olds es una escritora dura, nada complaciente. No aborda un tema desde el lado de la luz, sino desde la sombra. Tampoco da un respiro a sus lectores. Sus símiles, que construye con habilidad e ingenio, siempre crean analogías violentas, como si el mundo no diera para otra cosa, como si los humanos no fuéramos capaces de mucho más, y sólo nos definiera nuestra capacidad de destrucción (“cordones como un conjunto de cicatrices bien estudiadas”, “los baldosines rojos brillando como placas de sangre”,”trituraba los huesos como blandos caparazones de cangrejo”, “los iris embarrados como la corteza de un volcán”, ella “una barrita de mantequilla ante el rallador de acero manchado y agrio de él”…

La cédula de oro sobrecoge por sus temas y por su estilo directo, a veces lleno de quiebros, de frecuentes descripciones enumerativas y unas comparaciones tan imaginativas como crueles. Sharon Olds, un autora para leer, y si su lectura se complementa con las de Bishop y Oliver, tanto mejor: se niegan, se discuten.