La célula de oro, Sharon Olds. Traducción y prólogo de Óscar
Curieses. Barttleby, 2017. 236 páginas. 16 euros.
Tenemos la suerte de que en el último año se hayan
publicado en España las obras –espléndidamente traducidas– de tres poetas
estadounidenses que todo buen lector disfrutará. Me refiero a Elizabeth
Bishop (Poesía
Completa 1. Poesía, Vaso
Roto, 2016): dueña de un estilo rocoso, hermético, poco dado a la emotividad,
con en el que realiza espléndidas descripciones del paisaje desolado de Nueva
Escocia (Canadá); Mary Oliver (Felicity, Valparaíso, 2016): poeta veterana, que a sus ochenta años
posee una voz fresca y rebelde que rezuma vitalidad a espuertas y un radiante
optimismo; y, finalmente, Sharon Olds (La célula de oro, Barttleby, 2017): cuya personalidad
poética se encuentra en las antípodas de las dos anteriores. Sus versos son
exhibicionistas, están manchados de vida, supuran dolor, nos muestran el
reverso de la gente, sus vísceras, nombra lo que nos hace vulnerables y aquello
que nos rompe.
La célula de oro se divide en cuatro secciones. La
primera constituye una agria mirada sobre la realidad circundante:
intentos de suicidios, la desigualdad social por motivos raciales, el hambre
que conduce al robo y a la sangrienta justicia vecinal, violaciones y
asesinatos de niñas.
La segunda, sin lugar a dudas, es la mejor del conjunto. Olds, como adelantaba, se pone del
revés y nos revela sus costuras, su amasijo de huesos y sangre, su pulpa. Los
poemas de esta sección ahondan en su malograda vida familiar. Los versos
hierven, alertan como señalan luminosas, describen con crudeza estados de ánimo
desoladores. Sobresalen “Vuelo a mayo de 1937”, dedicado a sus padres, a punto
de casarse (“Quiero alcanzarlos y decirles Parad,/ no lo hagáis…vas a hacer
cosas que no podéis imaginar que haríais/…/vais a sufrir de maneras
completamente desconocidas,/ vais a querer morir” pág. 57); “Saturno”,
desasosegador alegato hiperbólico (con alusión mitológica al padre de Zeus)
contra la violencia ejercida por su progenitor (“Tomó/ la cabeza de mi hermano
en los labios/ y la arrancó como una cereza de su tallo” pág. 61); “¿Y si Dios?”,
donde narra las veces que su madre rezaba quejumbrosa junto a ella, ya
acostada, “agrietando mi naturaleza”; “La comida”, nuevo texto a la madre,
mujer de existencia malograda, sin apego a la vida e incapacitada para la
ternura; “El vestido”, que nos habla de la necesitad de creer que nos aman, y
de la arbitrariedad de los símbolos; o “Después de 37 años mi madre se disculpa
por mi niñez”, cuyos versos descarnados nos conmocionan por su crudeza (“tu
cuerpo viejo/ y suave caído sobre mí con horror,/ te estreché en mis brazos,
dije Todo está bien” pág. 115).
La tercera sección se centra en el sexo, y supone una
bajada de la intensidad y de la altura literaria con respecto a la anterior.
Sin embargo, el libro cobra bríos y remonta el vuelo en su desenlace. Esta
cuarta rememora la vida de sus hijos desde el parto (“los brazos/encogidos como
las patas rosadas de un cangrejo”) hasta su adolescencia, pasando por los
sobresaltos y angustias que experimenta cualquier madre, pese a lo avezada, ya
sea por la herida de un hijo, por una repentina enfermedad o porque ve peligros
y emenazas en cualquier parte (“me falta tiempo para llegar a su lado”).
Sharon Olds es una escritora dura, nada complaciente. No aborda un
tema desde el lado de la luz, sino desde la sombra. Tampoco da un respiro a sus
lectores. Sus símiles, que construye con habilidad e ingenio, siempre crean
analogías violentas, como si el mundo no diera para otra cosa, como si los
humanos no fuéramos capaces de mucho más, y sólo nos definiera nuestra
capacidad de destrucción (“cordones como un conjunto de cicatrices bien
estudiadas”, “los baldosines rojos brillando como placas de sangre”,”trituraba
los huesos como blandos caparazones de cangrejo”, “los iris embarrados como la
corteza de un volcán”, ella “una barrita de mantequilla ante el rallador de
acero manchado y agrio de él”…
La cédula de oro sobrecoge por sus temas y por su
estilo directo, a veces lleno de quiebros, de frecuentes descripciones
enumerativas y unas comparaciones tan imaginativas como crueles. Sharon Olds, un autora para leer, y si su
lectura se complementa con las de Bishop y Oliver, tanto mejor: se niegan, se discuten.
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