miércoles, 29 de mayo de 2013

La Guerra de Invierno, actividades programadas para junio



Feria del Libro

Ya tengo las fechas para firmar La Guerra de Invierno en la feria del libro de Madrid: Caseta 294. Hiperión:

Sábado 1, a las 18.00-20.00. Junto a José Manuel Díez (último Premio de Poesía Hiperión).
Domingo 2, a las 12.00-14.00.


Instituto Cervantes de Praga
 
El día 10 imparto una conferencia sobre la poesía en tiempos de crisis, seguida de un recital poético, en el Instituto Cervantes de Praga. Me presenta Elena Buixaderas (investigadora del Instituto de Física de Praga y poeta). A las 18.00.  


La Marabunta

El día 18 Jesús Munárriz (director de la prestigiosa editorial Hiperión desde hace 40 años, además de conocido poeta e inagotable traductor) y Francisco José Martínez Morán (autor de los libros de poemas Tras la puerta tapiada -Hiperión. 2009- y Obligación -Polibea. 2013-; así como del libro de relatos Peligro de vida -El Gaviero. 2010) presentan La Guerra de Invierno en la librería La Marabunta. A las 19.30.
 

sábado, 25 de mayo de 2013

Tras la luz



 
Lu primera etapa creativa de José Ignacio Montoto puede catalogarse de figurativa, a ella pertenece, entre otros, Superávit  (El cangrejo pistolero, 2010). En esta obra predomina el discurso intimista, el texto en prosa, la interlocución con una destinataria pasiva, la alusión a las nuevas tecnologías para mantener relaciones sociales y el tema amoroso. Su estilo es narrativo, directo, a veces incluso demasiado coloquial. Con su nuevo poemario, Tras la luz (La Garúa, 2013), inaugura una segunda etapa de mayor altura poética, de la que habrá que estar pendientes. Sus textos han ganado en plasticidad y en poder de seducción. Montoto se despoja del yo, del desahogo sentimental y cede la palabra a un narrador en tercera persona que fija su mirada en el mundo. Nada escapa a su espíritu curioso. Con pequeñas pinceladas va dibujando escenas muy evocadoras. Los protagonistas de estos poemas enigmáticos son niños, amantes o girones de entornos urbanos o naturales. Montoto multiplica sus registros. Tan pronto nos revela una voz delicada como hiriente. También aumentan los efectos psicológicos que producen sus textos: nos transmiten angustia, vacío, soledad, inocencia, protección o inquietud.    

   El libro se articula en cuatro partes: Refracción remite a un cambio de rumbo, a la negación de expectativas (existenciales, afectivas). Propagación se centra en el progresivo deterioro de una relación. Del sexo pasamos a la pérdida de interés. Asistimos a un avance en línea recta hacia la frustración y la ruptura amorosa. Interferencia nos habla de perturbaciones producidas por recuerdos e imágenes. Reflexión coloca al sujeto lírico delante de un espejo que lo devuelve a los días de infancia y lo empuja al abismo de su desaparición.

Destacan en la obra un conjunto de textos muy potentes (“busca un rincón y encuentra”, “cero absoluto”, “niños que dibujan un sol”, “no sé si es circunstancial el lazo que nos une” y “un mar de cráneos aplastados”), situados –acertadamente– en los principios o finales de las secciones, lo que genera ritmo e intensidad. 

Poemario coherente, hondo, conciso y ambicioso, Tras la luz merece la atención de los lectores. Se trata de una obra escrita con mimo, en la que Montoto ha asumido el riesgo de transformar su voz, de reiventarse. Su valentía ha vencido a la inseguridad. Ha luchado por ser el autor que deseaba. Su inconformismo nos ha dejado un libro que no elude el dolor. Seguro que se trata del prólogo de muchas obras más llenas de vida y de belleza.


viernes, 17 de mayo de 2013

La importancia de la buena literatura (I)



Ray Bradbury
(Fragmento del ensayo “Invirtiendo centavos: Fahrenheit 451”)

Hace poco, en la Studio Theatre de Los Ángeles saqué de las sombras a los personajes de Fahrenheit 451. Yo pregunté. Ellos contestaron. Escribieron escenas nuevas, revelaron partes raras de sus almas y sueños aún no descubiertos. El producto fue una obra en dos actos, bien escenificada, y en general bien recibida. El que de más lejos vino entre bastidores fue Beatty, cuando oyó que le preguntaba: ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué decidiste hacerte jefe de bomberos, quemador de libros? La sorprendente respuesta surgió en una escena en que Beatty lleva al protagonista, Guy Montag, a su casa, un apartamento. Al entrar, Montag descubre atónito que en las paredes hay alineados miles y miles de libros, ¡toda una biblioteca oculta! Se vuelve hacia el superior y exclama:
—¡Pero tú eres el incinerador jefe! ¡En tu casa no puede haber libros!
A lo cual el jefe, con una sonrisita seca, replica:
—El delito no es tener libros, Montag, ¡es leerlos! Sí, de acuerdo. Yo tengo libros. ¡Pero no los leo!
Aturdido, Montag aguarda la explicación de Beatty:
—¿No ves la belleza, Montag? Yo no leo nunca. Ni un libro, ni un capítulo, ni una página, ni un párrafo. Pero sé jugar con la ironía, ¿no es cierto? Tener miles de libros y no abrirlos nunca, darle al montón la espalda y decir: No. Es como tener una casa llena de hermosas mujeres y sonreír y no tocar... ni una sola. De modo que ya ves, no soy ningún delincuente. Si alguna vez me pillas leyendo, sí, ¡entrégame! Pero este lugar es tan puro como el dormitorio de una muchacha virgen en una lechosa noche de verano. Estos libros mueren en los estantes. ¿Por qué? Porque lo digo yo. Ni mi mano ni mis ojos ni mi lengua les dan alimento o esperanza. No valen más que el polvo.
Montag protesta:
—No entiendo cómo no te sientes...
—¿Tentado? —exclama el jefe de bomberos—. Oh, eso fue hace mucho. La manzana fue comida y ya no existe. La serpiente ha vuelto al árbol. El jardín es hierbajos y moho.
—En un tiempo... —Montag titubea y luego sigue:— En un tiempo tú debes haber querido mucho los libros.
—¡Touché! —responde el jefe—. Por debajo del cinturón. En la mandíbula. Con el corazón partido. Las tripas abiertas. Oh, Montag, mírame. El hombre que amaba los libros; no, el muchacho disparatado, demente por ellos, que se trepaba a las pilas como un enloquecido chimpancé. Me los comía como si fueran ensalada; los libros eran para mí el sándwich del almuerzo, la merienda, la cena y el bocado de medianoche. ¡Arrancaba las páginas, me las comía con sal, las ensopaba con deleite, mordisqueaba las costuras, pasaba capítulos con la lengua! Docenas, cientos, billones de libros. Llevé tantos a casa que anduve años jorobado. Filosofía, historia del arte, política, ciencias sociales; nombra el poema, el ensayo, la obra de teatro que quieras: me los comí todos. Y después... después... —la voz del jefe de bomberos se apaga. Montag lo apremia:
—¿Y después?
—Bueno, me sucedió la vida —El jefe cierra los ojos para recordar—. La vida. Lo de costumbre. Lo mismo. El amor que no marcha del todo, el sueño que se vuelve agrio, el sexo que se hace pedazos, las muertes demasiado rápidas de amigos que no lo merecen, el asesinato de uno, la locura de otro, la lenta muerte de una madre, el suicidio brusco de un padre... una estampida de elefantes enfurecidos, un ataque total de la enfermedad. Y por ninguna parte, ninguna, el libro justo en el momento justo para rellenar la grieta de la presa que se viene abajo y contener la inundación, o recibir una metáfora, perder o encontrar un símil. Hacia el final de los treinta años, al borde ya de los treinta y uno, recogí mis pedazos, cada hueso roto, cada centímetro de carne escoriada, magullada o herida. Me miré en el espejo y perdido bajo el asustado rostro de un joven vi un viejo, vi odio por todo, por cualquier cosa, nombra la que sea y la maldeciré, y abrí las páginas de los magníficos libros de mi biblioteca y ¿qué encontré? ¿Qué, qué?
Montag se aventura:
—¿Páginas vacías?
—¡Premio! ¡Sí, en blanco! Bah, estaban las palabras, de acuerdo, pero me resbalaban por los ojos como aceite caliente, sin ningún significado. Sin ofrecer ayuda, ni consuelo, ni paz, ni abrigo, ni amor verdadero, ni cama ni luz.
Montag recuerda:
—Hace treinta años... Las quemas finales de bibliotecas...
—Acertado —Beatty asiente—. Y como no tenía trabajo, y era un romántico fracasado, o lo que fuese, me presenté para la primera clase de bomberos. Primero en subir los escalones, primero en entrar en la biblioteca, primero en ese horno, el corazón ardiente de sus compatriotas siempre en llamas, ¡rocíenme con keroseno, pásenme la antorcha! Fin de la conferencia. Por esa puerta, Montag. ¡Largo!

lunes, 13 de mayo de 2013

Vivo en lo invisible



En el año 2009 encontré, de casualidad, en una librería de Dublín un libro que me atrajo con fuerza: I live by the invisible, una antología de poemas selectos de Ray Bradbury. Aquella coincidencia tuvo en mi vida consecuencias imprevisibles y excepcionales. La obra no estaba traducida al español. Me costaba creerlo, la lírica de unos de los grandes narradores norteamericanos del último siglo permanecía inédita en la lengua de Cervantes. Y me confabulé con mi pareja para remediarlo. En 2010, Ruth Guajardo y yo emprendimos la aventura de su traducción. Hoy en día, gracias a la apuesta de Salto de Página, el libro está en las calles.

¿Qué distingue a Ray Bradbury?
 
Hay autores que escriben con un ojo en el mercado y con la oreja pegada a cuanto está de moda, que escriben libros sin alma. Frente a éstos, los hay que se conocen, que ya saben cuál es su identidad literaria, qué temas les preocupan y obsesionan, aquellos incendios o fuegos diminutos de los que luego hablarán con pasión, en mareas de palabras que arrastrarán con ellos a los lectores. Imposible escapar de la resaca cuando el oleaje emerge del fondo de uno mismo, con la fuerza de la sinceridad, y las aguas transportan el amor, la furia y el miedo que asolan las entrañas de quien escribe. Ese ímpetu arrastra, voltea, hunde e inunda a los hombres y mujeres que se asoman, en busca de emociones, a las playas de los verdaderos escritores. Allí siempre encontramos una bandera roja señalando el peligro de inmersión en las altas mareas de la vida. Nadie escapa de un libro si te empuja, con vigor animal, a la arena submarina, donde lidia el autor con la muerte, con el paso del tiempo, la vejez, la memoria o la injusticia. Pocos son los escritores que se llenan las manos de sangre, que levantan polvo a cientos de kilómetros bajo el nivel del mar. Se les reconoce porque “sabían divertirse trabajando”. Gracias a sus obras, los lectores, después, se encuentran más seguros en el mundo, más fuertes, más preparados para sobrevivir bajo la luz del sol y las estrellas. Bradbury es uno de ellos.

Escribía llevado por la voracidad. Sus poemas son relámpagos. Energía. Tensión. Una veloz descarga que estremece la sangre. Sus poemas emocionan y duelen porque son sinceros. Nos habla de sí mismo, de sus miedos, recuerdos y nostalgias. En cada verso aletea la vida. No es autor que use máscaras o que imposte la voz. Se nos presenta con los brazos desnudos, cubiertos por el polvo del pasado y anhelantes de nuevos arañazos. Si lo lees, el niño que fue Bradbury te mira desde el fondo de los versos. El anciano respira. ¿Le concedes el sueño de la inmortalidad?  

viernes, 10 de mayo de 2013

Siempre hemos vivido en el castillo

 

El terror puede adoptar distintas formas. Según los escritores que se acerquen al género, ese concepto abstracto podrá materializarse es una sucesión de escenas macabras o podrá sugerirse de un modo más sutil. Shirley Jackson, en la obra que la revista Time valoró entre las mejores de 1962, se decanta por el sabio manejo del terror psicológico, que evita el festival de vísceras y sangre, y en cambio, opta por la tensión escénica: por el conflicto dramático que enfrenta a los personajes. 

Narrado en primera persona por la adolescente Mary Catherine Blackgood, el libro acumula capas de terror y suspense como si fuera una pared varias veces pintada. La primera mano tiene un tono sombrío: nos dibuja el miedo de la joven a relacionarse con los vecinos de su pueblo, gris e insulso. La gente del colmado murmulla a sus espaldas, en la cafetería la invitan a marcharse, los niños la persiguen por la calle con tonadas burlescas. Mary Catherine, Merricat, sobrevive a este acoso recurriendo a la fantasía. Aislada en su mundo, trata de ignorar la envidia de sus vecinos; no en vano, pertenece a una familia ilustre, cuyos terrenos –cercados por una alambrada– se extienden “de la carretera al río”. La segunda capa de pintura ilustra el enclaustramiento en vida de su hermana Constance, joven delicada y hermosa. Los tonos, al principio, son cálidos como la repostería que prepara (tartas de gengibre, bizcochos al ron, pasteles), pero una mancha oscura se extiende hasta cubrir la tela del retrato: seis años atrás fue acusada del asesinato (por envenenamiento) de sus padres y tíos, y aunque fue absuelta, desde entonces le aterra salir de su casa o caminar más allá de los límites del huerto. Teme a la gente, su inquina irracional y sus prejuicios. La tercera mano que colorea el libro es gris como el vacío que trata de alimentar con su memoria el tío Julián, superviviente al crimen, pero postrado para el resto de su vida en una silla de ruedas. A él pertenece la reflexión más desgarrada de la obra, en torno a la muerte: “Es terrible ser viejo y limitarte a estar aquí sentado preguntándote cuándo va a suceder”. El cuarto y último brochazo ennegrece el lienzo hasta eclipsarlo todo. Durante seis años, sobrinas y tío mantienen una vida regulada por el mismo patrón doméstico y por idénticos pensamientos mágicos (que van desde el entierro de objetos protectores, a la mención de palabras especiales), sus fronteras las delimitan los rosales y los albaricoques; del jardín para adentro, cada cual pone freno a su angustia recurriendo a una estrategia diferente: la cocina, la fantasía o la escritura. Pero su mundo cambia de un día para otro con la llegada a Blackgood de un extraño.  

Shirley Jackson nos plantea en su escalofriante novela varios interrogantes: ¿Es el miedo real? ¿Hasta qué punto somos esclavos de la mente? ¿Por qué nos paraliza el pánico? ¿Qué razón hay detrás de que cedamos nuestra autonomía a poderes externos? ¿Es maligno, por naturaleza, el corazón humano? 

Esta novela gótica, medio de terror, medio de fantasía, cautiva de principio a fin. La aguda mirada de Merricat, corrosiva e ingenua, que tan pronto ahonda en los abismos emocionales de su hermana y de su tío como relata las divertidas excentricidades de su gato Jonás, envuelve a los lectores y los lleva, con un ritmo in crescendo (desde un punto de vista emotivo-informativo), a un final delirante. Siempre hemos vivido en el castillo se disfruta de verdad. Que nadie tema hincarle el diente al libro. Su bella cubierta no matará las expectativas de los buenos lectores.

Publicada en La Tormenta en un vaso

sábado, 4 de mayo de 2013

Los Watson



La Tormenta en un Vaso publica mi reseña de Los Watson, de Jane Austen (Nórdica, 2012). Les dejo también mi crítica de Orgullo y prejuicio (Alba editorial y Alianza, 2013).