Ray Bradbury
(Fragmento del ensayo “Invirtiendo centavos:
Fahrenheit 451”)
Hace poco, en la Studio Theatre de Los Ángeles saqué de las sombras a los personajes de Fahrenheit 451. Yo pregunté. Ellos contestaron.
Escribieron escenas nuevas, revelaron partes raras de sus almas y sueños aún no
descubiertos. El producto fue una obra en dos actos, bien escenificada, y en
general bien recibida. El que de más lejos vino entre bastidores fue Beatty,
cuando oyó que le preguntaba: ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué decidiste hacerte
jefe de bomberos, quemador de libros? La sorprendente respuesta surgió en una
escena en que Beatty lleva al protagonista, Guy Montag, a su casa, un
apartamento. Al entrar, Montag descubre atónito que en las paredes hay
alineados miles y miles de libros, ¡toda una biblioteca oculta! Se vuelve hacia
el superior y exclama:
—¡Pero tú eres el incinerador jefe! ¡En tu casa no puede
haber libros!
A lo cual el jefe, con una sonrisita seca, replica:
—El delito no es tener libros, Montag, ¡es leerlos! Sí,
de acuerdo. Yo tengo libros. ¡Pero no los leo!
Aturdido, Montag aguarda la explicación de Beatty:
—¿No ves la belleza, Montag? Yo no leo nunca. Ni un
libro, ni un capítulo, ni una página, ni un párrafo. Pero sé jugar con la
ironía, ¿no es cierto? Tener miles de libros y no abrirlos nunca, darle al
montón la espalda y decir: No. Es como tener una casa llena de hermosas mujeres
y sonreír y no tocar... ni una sola. De modo que ya ves, no soy ningún
delincuente. Si alguna vez me pillas leyendo, sí, ¡entrégame! Pero este lugar
es tan puro como el dormitorio de una muchacha virgen en una lechosa noche de
verano. Estos libros mueren en los estantes. ¿Por qué? Porque lo digo yo. Ni mi
mano ni mis ojos ni mi lengua les dan alimento o esperanza. No valen más que el
polvo.
Montag protesta:
—No entiendo cómo no te sientes...
—¿Tentado? —exclama el jefe de bomberos—. Oh, eso fue
hace mucho. La manzana fue comida y ya no existe. La serpiente ha vuelto al
árbol. El jardín es hierbajos y moho.
—En un tiempo... —Montag titubea y luego sigue:— En un
tiempo tú debes haber querido mucho los libros.
—¡Touché! —responde el jefe—. Por debajo del cinturón. En la
mandíbula. Con el corazón partido. Las tripas abiertas. Oh, Montag, mírame. El
hombre que amaba los libros; no, el muchacho disparatado, demente por ellos,
que se trepaba a las pilas como un enloquecido chimpancé. Me los comía como si
fueran ensalada; los libros eran para mí el sándwich del almuerzo, la merienda,
la cena y el bocado de medianoche. ¡Arrancaba las páginas, me las comía con sal,
las ensopaba con deleite, mordisqueaba las costuras, pasaba capítulos con la
lengua! Docenas, cientos, billones de libros. Llevé tantos a casa que anduve
años jorobado. Filosofía, historia del arte, política, ciencias sociales;
nombra el poema, el ensayo, la obra de teatro que quieras: me los comí todos. Y
después... después... —la voz del jefe de bomberos se apaga. Montag lo apremia:
—¿Y después?
—Bueno, me sucedió la vida —El jefe cierra los ojos para
recordar—. La vida. Lo de costumbre. Lo mismo. El amor que no marcha del todo,
el sueño que se vuelve agrio, el sexo que se hace pedazos, las muertes
demasiado rápidas de amigos que no lo merecen, el asesinato de uno, la locura
de otro, la lenta muerte de una madre, el suicidio brusco de un padre... una
estampida de elefantes enfurecidos, un ataque total de la enfermedad. Y por
ninguna parte, ninguna, el libro justo en el momento justo para rellenar la
grieta de la presa que se viene abajo y contener la inundación, o recibir una
metáfora, perder o encontrar un símil. Hacia el final de los treinta años, al
borde ya de los treinta y uno, recogí mis pedazos, cada hueso roto, cada
centímetro de carne escoriada, magullada o herida. Me miré en el espejo y
perdido bajo el asustado rostro de un joven vi un viejo, vi odio por todo, por
cualquier cosa, nombra la que sea y la maldeciré, y abrí las páginas de los
magníficos libros de mi biblioteca y ¿qué encontré? ¿Qué, qué?
Montag se aventura:
—¿Páginas vacías?
—¡Premio! ¡Sí, en blanco! Bah, estaban las palabras, de
acuerdo, pero me resbalaban por los ojos como aceite caliente, sin ningún
significado. Sin ofrecer ayuda, ni consuelo, ni paz, ni abrigo, ni amor
verdadero, ni cama ni luz.
Montag recuerda:
—Hace treinta años... Las quemas finales de
bibliotecas...
—Acertado —Beatty asiente—. Y como no tenía trabajo, y
era un romántico fracasado, o lo que fuese, me presenté para la primera clase
de bomberos. Primero en subir los escalones, primero en entrar en la
biblioteca, primero en ese horno, el corazón ardiente de sus compatriotas
siempre en llamas, ¡rocíenme con keroseno, pásenme la antorcha! Fin de la
conferencia. Por esa puerta, Montag. ¡Largo!
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