martes, 28 de enero de 2014

El último lapón

Nocha polar en Laponia


Micro-revista publica mi reseña de una novela policiaca inolvidable: El último lapón (Destino, 2013), del periodista francés Oliver Truc. La tenéis aquí.

viernes, 24 de enero de 2014

Presentación de Javier Lostalé



 
VIDA Y AMOR: UNA EXPLORACIÓN CON PULSO


“La poesía es un género incendiario”, dice Ariadna G. García. Quema en su caso -añadimos nosotros- la realidad hasta dejarla en su esqueleto, y lo hace -como  poeta verdadera que es-, nombrándola de modo que, desnuda, no deje de existir en su manifestación de amor, soledad, angustia, libertad, tolerancia y solidaridad. Nombrar que es definitivamente crear, creación dispuesta a ser morada corporal y espiritual, llegando hasta el ámbito de la conciencia de cada uno de los lectores. Es lo que esta noche nos va a suceder amigos, porque la poesía de Ariadna sucede.

Nacida en Madrid en 1977, es, además de poeta, profesora de Enseñanza Secundaria, antóloga y crítica. Su obra poética está formada por cuatro libros:  Construyéndome en ti, Napalm (Premio de Poesía Hiperión), Apátrida (Premio de Arte Joven de la Comunidad de Madrid) y La Guerra de Invierno (Premio Internacional de Poesía “Miguel Hernández-Comunidad Valenciana”, publicado este año por Hiperión, como los dos libros anteriores). En cuanto a su trabajo como antóloga y estudiosa, les recomiendo cuatro antologías ejemplares: Poesía Española de los Siglos de Oro, donde se vierte toda la sabiduría histórica, cultural y literaria que posee Ariadna G. García de los siglos XVI y XVII, y en  la que destacan también sus virtudes docentes para despertar la vocación lectora de los estudiantes; Antología de la Poesía Española (1939-1975), en donde con el mismo sistema que en la anterior (publicadas ambas por Akal) nos ilumina un panorama poético que abarca desde la confluencia a principios de los años treinta de tres generaciones (la de Unamuno, Machado y Juan Ramón, la del 27 y la del 36) hasta Luis Antonio de Villena y Antonio Colinas; Veinticinco poetas españoles jóvenes, en cuya edición estuvo acompañada por otros dos poetas, Guillermo López Gallego y Álvaro Tato (se trata de una antología fruto del consenso de los propios poetas, sin exclusiones de grupos o tendencias, reflejo de la diversidad de la poesía última, publicada por Hiperión); y, para terminar, una gran sorpresa: la primera antología en castellano de la lírica de Ray Bradbury: Vivo en lo invisible, edición bilingüe con traducción y prólogo de Ariadna y de Ruth Guajardo González (Salto de Página, 2013). En cuanto a su labor crítica, la ejerce habitualmente en “La tormenta en un vaso” y en “Culturamas”, y si alguno quiere asomarse a su blog, se llama “El rompehielos”.

Ariadna G. García, que posee una gran formación clásica, mantiene un diálogo permanente con la tradición, renovándola. Y no deja de explorar (qué verbo tan suyo) distintos lenguajes, se siente “apátrida” al no instalarse en un único territorio literario. La poesía es para ella movimiento, un continuo cuestionamiento del mundo y una constante proposición de alternativas: una actitud, en suma, de rebeldía. En ese sentido, se siente muy cerca de los místicos, tan rebeldes en su tiempo, tan comprometidos en la transformación de la realidad. La lírica nos ayuda a crecer, nos acompaña, piensa asimismo Ariadna, y tiene propiedades curativas porque -nos dice- “ahonda en las heridas por las que sangramos todos para después sellarlas”. Como en toda obra poética empañada de existencia, hay un núcleo vivificante, que en su caso es el amor. Amor en el que corazón y piel tienen, creo, un latido común. El amor como una metralla del ser amado incrustada en el vivir de su amante. Es el amante, o la amante, quien da fe de que el mundo existe, quien solidifica cuanto le sucede al que se siente amado, o a la que se siente amada. Quien convierte en materia íntima una calle, una luz, un paisaje. El amor no nos permite estar pasivos, sino activos en un persistente alumbrar pleno de memoria. Amor íntimamente vinculado al espacio en la poesía de Ariadna, para en él llenarse del tiempo del ser amado, para estar con él en un mismo lugar que es todos los lugares. Amor que se concreta en la relación de pareja sobre la que Ariadna proyecta el lenguaje como un escáner. Y junto al amor, otro centro irradiante en los poemas de nuestra autora es el viaje o peregrinación interior. Viaje que, como saben, está ya presente en Homero y Virgilio. El viaje y lo que tiene tanto de anudamiento como de intemperie. Y permítame que añada a lo dicho la presencia de la infancia como tiempo cierto, sin éxodo ni destierro, y el mundo de los sueños como una realidad más. En cuanto al lenguaje, ¿qué decir?: que tiene una fe absoluta en él, hasta el punto de considerarlo como contenedor de ser. Un lenguaje muy pegado a lo cotidiano, pero con una gran carga simbólica.

Todo lo que les he transmitido hasta ahora ha sido mi lectura de Apátrida, que me parece una buena puerta de entrada en La Guerra de Invierno, por esa unidad que posee la obra de Ariadna dentro de sus múltiples y ricos registros. Una puerta de entrada consciente de que todo lo que nos pasará en el viaje a Finlandia es inflamable, es poesía-pasión. Un viaje en el que se fundirán geografía, historia y exploración interior. Geografía extrema donde la nieve, el hielo, la distancia, el cielo blanco, la niebla… ponen al límite la temperatura basal de las emociones, originan estados de ánimo que pasan de la sensación de plenitud, honda compañía y asombro, a momentos de angustia y temor y, sobre todo, inmovilizan a veces al ser humano en una soledad sin techo que acentúa la conciencia de fragilidad y se torna honda pregunta sobre la existencia. Y aquí, ya desde el primer momento, nos situamos en esa senda de exploración interior que no cesará a lo largo del poemario, senda en la que el amor marca el tiempo y el espacio, el arte está lleno de memoria, la naturaleza llega a respirar como otro ser, la belleza no es inocente, pues cuando toca fondo fulgura en medio del dolor y la destrucción, y la mirada continuamente desvela lo que ve desde lo amado. El sur de Finlandia (con sus grandes ciudades, como Helsinki y Turku) y el norte (el Círculo Polar, Laponia), son el itinerario seguido por las protagonistas de este poemario tan encarnado que todo nos interpela promoviendo nuestra respuesta reflexiva y emocional. De este itinerario he elegido algunos poemas como ejemplo. El primero tiene como escenario la Catedral luterana de Turku, y en él la naturaleza consumada en su ciclo vital, la piedra sin edad y la música y su escala para el espíritu trasladan a las amantes a ese cielo en que, eternas, brillarán. Leo con emoción el poema:



Es el ciclo anual de muerte y vida
de la naturaleza.
Grandes bloques de hielo
están bajando el río lentamente.
Tú y yo nos abrazamos
aquí, en este rincón nevado,
junto a una puerta entornada 
de la catedral.
Su piedra es resistencia
frente al tiempo,
memoria respirable.

Dentro suena
el clamor de un coro,
un ejército de voces
que atraviesa los siglos.
Es el Réquiem de Mozart.
Flota ingrávido, fiero.
No acaricia la luz.
Golpea el aire.
Suplica permanencia.

Nuestros besos,
hondos y apasionados,
también buscan
el infinito,
detener este instante,
suspenderlo, clavarlo.

Grandes bloques de hielo
están bajando el río
sin descanso.


En otros poemas interiorizamos la solidaridad o el respeto a la naturaleza: en un coche viajan al norte las amantes y se pregunta la poeta si con el ruido -cito sus versos- “profanamos un templo frío, consagrado al recogimiento”. Y añade dos versos después: “Sentimos que los ojos de los miles de árboles/que escoltan el camino/se abren muy despacio./Estudian si constituimos o no una amenaza”. En otro de los poemas, en que ambas se deslizan en trineo, asistimos a una fusión hasta la transparencia con el entorno que le permite -parafraseo a Ariadna- disfrutar el sueño que ha tenido el valor de imaginar.

La historia ocupa la parte central del poemario bajo el título con el que éste figura: La Guerra de Invierno, contienda que enfrentó a las tropas finlandesas y a las invasoras de la Unión Soviética entre diciembre del 39 y enero de 1940, es decir, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Pero los poemas -poemas en prosa-, aunque surgidos de ese acontecimiento histórico, le sirven a Ariadna G. García para entrañarnos en los horrores de la guerra -de ésta y de cualquier guerra-, y de este modo, denunciarla desde los movimientos sísmicos padecidos por el espíritu de los soldados, desde su diálogo con la muerte sin sepultar la fiebre de la vida; diálogo también con la naturaleza que vuelve -como en otras ocasiones- a personificarse y a padecer ahora la amenaza del enemigo y el sonido de la muerte (“El bosque se repliega sobre sí para evitar el contacto con estos mensajeros de la muerte. Lobos y liebres miran estupefactos las carlingas blindadas y cañones de esas extrañas bestias de metal, a las que han identificado como un enemigo común”). La plasticidad de estos textos derivada de las fórmulas de montaje cinematográfico utilizadas ya en otras ocasiones por Ariadna, su plasticidad de lienzos respirantes, su simbología al desnudar la realidad sin dejar de mancharse con ella, los convierten en una epopeya lírica, lírica porque el destino de sus protagonistas nunca será ensalzado, como sucede con la épica, sino que se consumará en su propia intimidad (“Y estos bultos de aquí, que la corriente mece bajo la niebla helada, son los restos de miles de ilusiones que duermen boca abajo”). Por último dentro de esta sección, La Guerra de Invierno, hay un poema inspirado en Birger Wasenius, patinador finlandés, campeón mundial y medallista olímpico, en el que como una película a tiempo lento, y mediante la realidad de una carrera ahondada hasta hacerse símbolo del esfuerzo de todo el ser por conquistar una meta, se nos muestra cómo la guerra imposibilita esa conquista, cómo no es posible huir de la muerte, del sordo silencio que la anuncia y que de todo nos separa y extravía. Hay disparos en estos versos, que son los de salida en una competición, pero que pronto se transforman en otros disparos. Estoy seguro de que Ariadna nos leerá este poema fundamental dentro de su libro.



Todo el poemario, señalamos finalmente, está surcado por esa exploración interior fundida, como ya dijimos, a la geografía y a la historia y fecundada por el amor. Descubrimiento, asombro y extrañeza son otros tres vocablos que tampoco podemos olvidar tras todo lo señalado de La Guerra de Invierno, tras un viaje que, cuando termina, no anula las preguntas ni lo oculto, pues el viaje, como la vida, está siempre por hacer. La poesía de Ariadna G. García, como la verdadera poesía, es habitable, todo lo que verbaliza crea ser: su ADN es siempre el amor.


Javier Lostalé. Ateneo de Madrid. Septiembre de 2013.

martes, 14 de enero de 2014

Obligación



 
Obligación, Francisco José Martínez Morán. Polibea. Los conjurados. 2013. 87 páginas.
 

En el año 2010 comenzó la andadura de la colección de poesía Los Conjurados, editada por Polibea y dirigida por Juan José Martín Ramos. En estos cuatro años, con la crisis de fondo, ha publicado 40 títulos, lo que supone toda una proeza para un sello pequeño. Entre los autores de su catálogo destacan Javier Lostalé, Ana Rossetti, Miguel Losada, Juan Antonio Marín, María Antonia Ortega o Enrique Gismero. El secreto de su resistencia al temporal económico que padece el país es la calidad de los poetas publicados y una cuidadosa edición de sus libros: que incluye, además de los textos, un prólogo exhaustivo y tres bellas e inquietantes fotografías en la cubierta y en las contra-solapas. Junto a los escritores consagrados, también encontramos nuevas voces en dicha colección, son los casos -entre otros- de Bárbara Butragueño o de Francisco José Martínez Morán, cuyo último poemario -Obligación- salió a la luz hace apenas diez meses.


Si quieres escuchar la reseña completa, además de algunos poemas del libro, pincha aquí. A partir del minuto 40.

jueves, 9 de enero de 2014

Birger Wasenius

Autógrafo de Birger Wasenius. 1936

 
Frente del lago Ladoga.
Istmo de Karelia


El palacio de hielo es un clamor cuando se anuncia mi nombre por la megafonía: Birger Wasenius. Yo no miro a las gradas, donde sé que mis compatriotas agitan banderas, recuerdan mis medallas en los Juegos Olímpicos de Invierno del año 36 (en Alemania), y sienten un vínculo especial conmigo, con mis gestos y músculos, con cada una de las letras que contienen mi nombre; un afecto que ignoro si sabré corresponder. Yo me centro en la pista. Me aíslo. No existe nada fuera de mi cabeza. Ni siquiera mis rivales: el resto de patinadores. Cierro los ojos. Veo mi carrera. Los abro. Me mido con el hielo. Lo Desafío. El hielo y yo. El frío contra mi potencia. Un disparo. Explotan las voces de la gente, y el cuerpo sale en busca del destino. Por delante, 1500 metros, un futuro de gloria hacia el que avanzo. Las aspas de mis brazos me propulsan a gran velocidad. Tomo distancia. Soy un poderoso molino de tendones y sangre. Me persiguen. Escucho los jadeos a mi espalda, las cuchilladas que los patines infligen al suelo, las órdenes en ruso, los ladridos. Pero no me detengo. El sol arde en mis piernas. Me deslizo más rápido. Una vuelta. Faltan 500 metros. Dejo atrás una granja de renos, un río helado y una pieza de artillería; rota e inútil como un cadáver. Otro tiro. Sobre la superficie, el reflejo de mi figura. Dos patinadores. La misma fuerza. También el mismo miedo. Ya no escucho las voces de las gradas. Sólo el sonido de mi respiración. Todavía me buscan. No distingo la meta en este bosque. Un árbol sigue a otro. Me he perdido. Con los disparos se desprende la nieve de los árboles. Gano segundos que no sé de que me servirán en esta huida. Correspondí al afecto de mis compatriotas. Seguro que se sienten orgullosos de mí, que sueñan con mi vida, con este cuerpo ágil y veloz que está siendo abatido en este instante.        


(De mi libro La Guerra de Invierno. Hiperión. 2013)

jueves, 2 de enero de 2014

Nochevieja en Apátrida



Cada libro de poemas tiene un texto que dota de tono y alma al conjunto de piezas. En el caso de mi tercera obra, Apátrida (Hiperión. 2005), ese poema lo escribí durante mi estancia en la Residencia de Estudiantes gracias a una beca de creación artística. Tardé cinco semanas en crearlo. Durante el tiempo aquel repartía mi vida entre las clases de doctorado (a cargo de maestros como Carlos Bousoño o Antonio Prieto –interminables mañanas de café con pastas en el despacho del novelista, en la sede de Planeta, conversando sobre elegía latina y petrarquismo) y la composición del libro de poemas. Por aquellos años inauguré mi amistad con Vanesa Pérez-Sauquillo (en la Real Academia de la Lengua, donde Bousoño impartía su curso sobre la Generación del 27) y confeccioné con Álvaro Tato una lista de jóvenes poetas a los que habríamos de reunir en un encuentro lírico, y del que se hizo eco el prestigioso programa de radio La Estación Azul ese verano de 2002.




El pulso de Apátrida, por tanto, comenzó a latir con los versos “Hace bastante tiempo que me siguen…”. Ese poema representa el corazón del libro. Lo acabé a las 2:00 am del 25 de noviembre de 2001, en mi habitación de la Residencia de Estudiantes (427, Gemelo I; que luego heredaría la escritora Mercedes Cebrián), dos meses después de la caída de las Torres Gemelas No hay nada como disponer de tiempo para que la creatividad estalle como un géiser. Aunque lo cierto es que, cuando se tiene algo que decir, el impulso creador te arrebata y se abre camino en cualquier parte: un autobús, el metro o un paseo nocturno. La literatura nace del conflicto. Y con ella tratamos de dar una respuesta personal a la angustia. Por eso, pese al cierre de cines, librerías o salas de teatro, pese a la falta de becas artísticas, pese a la desaparición de editoriales, y pese a todo intento gubernamental de eliminar espacios de encuentro entre los creadores y su público, el arte seguirá existiendo e irá encontrando medios para su difusión. 

Aquí tienen el buque-insignia de Apátrida. No esperen un cobijo en la tormenta, les dejo a la intemperie:



Hace bastante tiempo que me siguen
las sombras alargadas de dos niños
huyendo por la noche de su casa.
                        ...
                                   
Jugaban con los cliks a la conquista
de un nuevo territorio en el salón,
sus cañones lanzaban bolas negras
que la madre barría
detrás de cada mueble. Sin embargo,
jugaban sin la prisa de costumbre
por acostarse pronto; aunque el colegio,
astro oscuro apostado en la ventana,
mirase preocupado
la batalla sin fin sobre el parqué.
 
Sonó entonces el timbre de la puerta.
                                   
Llegaron, para asombro de los niños,
algunos familiares de muy lejos
cargados de mochilas que llenaban
con la ropa doblada en los armarios.
Dijeron que venían en su busca
a llevarlos consigo a un nuevo hogar.

Dejaron el ejército a su suerte.

Enterraron la infancia en aquel piso.                                    

No habría más meriendas en verano
bajo un sauce llorón de la piscina.
Tampoco atentarían contra el sueño
profundo de los padres las mañanas
de los días festivos, en que entraban
silenciosos al cuarto, a despertarles.
                                   
Ninguno de los niños conquistó
con sus soldados fieles al Imperio
de los Austrias el territorio virgen 
del suelo de terrazo, ni las cumbres
azules del sofá
de su nuevo salón; pues se dejaron
las tropas en la casa abriendo fuego
contra el avance, al este, de los turcos.           
                       
Entraban, abrazados, en la lluvia
dispuestos a partir en la gran noche
cuando se dieron cuenta del olvido.
                                   
Fue demasiado tarde.

Aquella última noche de diciembre
los niños descubrieron que su mundo
al mismo tiempo era y no existía
más allá de la luz de la memoria.
           
Es por eso que hoy dudo de que tengan
un rango superior al espejismo
                                   
las cosas
que van siendo
desde entonces.