Autógrafo de Birger Wasenius. 1936
Frente del lago
Ladoga.
Istmo de Karelia
El palacio de hielo es un clamor
cuando se anuncia mi nombre por la megafonía: Birger Wasenius. Yo no miro a las
gradas, donde sé que mis compatriotas agitan banderas, recuerdan mis medallas
en los Juegos Olímpicos de Invierno del año 36 (en Alemania), y sienten un
vínculo especial conmigo, con mis gestos y músculos, con cada una de las letras
que contienen mi nombre; un afecto que ignoro si sabré corresponder. Yo me
centro en la pista. Me aíslo. No existe nada fuera de mi cabeza. Ni siquiera
mis rivales: el resto de patinadores. Cierro los ojos. Veo mi carrera. Los
abro. Me mido con el hielo. Lo Desafío. El hielo y yo. El frío contra mi
potencia. Un disparo. Explotan las voces de la gente, y el cuerpo sale en busca
del destino. Por delante, 1500 metros, un futuro de gloria hacia el que avanzo.
Las aspas de mis brazos me propulsan a gran velocidad. Tomo distancia. Soy un
poderoso molino de tendones y sangre. Me persiguen. Escucho los jadeos a mi
espalda, las cuchilladas que los patines infligen al suelo, las órdenes en
ruso, los ladridos. Pero no me detengo. El sol arde en mis piernas. Me deslizo
más rápido. Una vuelta. Faltan 500 metros. Dejo atrás una granja de renos, un
río helado y una pieza de artillería; rota e inútil como un cadáver. Otro tiro.
Sobre la superficie, el reflejo de mi figura. Dos patinadores. La misma fuerza.
También el mismo miedo. Ya no escucho las voces de las gradas. Sólo el sonido
de mi respiración. Todavía me buscan. No distingo la meta en este bosque. Un
árbol sigue a otro. Me he perdido. Con los disparos se desprende la nieve de
los árboles. Gano segundos que no sé de que me servirán en esta huida.
Correspondí al afecto de mis compatriotas. Seguro que se sienten orgullosos de
mí, que sueñan con mi vida, con este cuerpo ágil y veloz que está siendo
abatido en este instante.
(De mi libro La Guerra de Invierno. Hiperión. 2013)
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