domingo, 7 de julio de 2019

Ruido

Ruido, Jorge Galán. Pre-Textos, Valencia, 2019. 108 páginas

  
Nacido en El Salvador, Jorge Galán ha publicado buena parte de su obra lírica en España: Rialp (Breve historia del alba, “Premio Adonáis”, 2006), Visor (El estanque colmado, 2010, accésit del “Premio Jaime Gil de Biedma”; El círculo, 2014; Medianoche del mundo, 2016, “Premio Casa de América”) y Pre-textos (La ciudad, 2011, “Premio Villa de Cox”; Ruido, 2019).  
       Un distintivo de su obra es el carácter mítico, legendario, que alcanza la voz que enuncia en sus poemas. Galán suele recurrir al versículo para evocar un pasado desolador, lleno de violencia. A menudo cede la voz a sus personajes para que seamos nosotros quienes los juzguemos. Sus portentosas imágenes –al servicio de la creación una atmósfera irreal, bella y cruenta a un tiempo– poeseen una alta capacidad connotativa que nos zarandea.
 Ruido no es una excepción a esta poética. El autor amplía desde un centro su mirada, hasta abarcar todo el continente americano (“¡Oh, América, […] qué has hecho con nuestros breves niños, dónde los enterraste, bajo qué duna y a la sombra de cuál arbol en llamas”, p. 85). La cronología recorre los últimos 120 años, con vagas a fechas concretas (1901, 1910, 1920, 1931, 1932…).
    De fondo, resuenan los compases de Pedro Páramo. Galán elimina las barreras entre la vida y la muerte: pone a hablar a los hombres de uno y otro lado, y es que “nadie descansa en la ciudad de los muertos”. Al fin y al cabo, nuestro paso por el mundo es efímero. No existen las fronteras entre ambos estados: “Nada somos pero somos lo que seremos,/almas errantes a través de distintos abismos” p. 19. La Historia se repite en cada uno. Y esta es una historia de terror, que nos transmite miedo. Así, abundan en los el libro los asesinatos, las inundaciones, las violaciones, las muertes en el fango. El tiempo aquí no pasa, o es el mismo. Galán evoca un eterno retorno de América a sus monstruos. 120 años de miedo, de oscuridad, de desolación. Si las vidas son intercambiables y en los pechos se oyen las voces de las muertos, me imagino que la cronología del libro también es simbólica. Galán alude en ocasiones a episodios concretos del Pulgarcito, como la “la guerra de las cien horas” que enfrentó a El Salvador con Honduras en 1969, pero la mención a la nevada de 1932 puede interpretarse como la tormenta de nieve que ese mismo año asombró a los mexicanos de la Baja California, o como una metáfora de las revueltas campesinadas salvadoreñas, sofocadas a tiros (a copos) por el ejército del régimen, que ejecutó a esos 30.000 civiles de lo que habla Galán en su poema (“Treinta mil muertos en el desierto blanco” p. 32). A su vez, un texto duro y maravilloso como La masacre del río de 1983, creo que denuncia –sin excluir otras opciones– el asesinato de la población civil en los cantones de Tenango y Guadalupe, a manos del Batallón Atlacattl y de una escuadra de aviones estadounidense A-37 durante la Guerra Civil salvadoreña (“Se levantaron entonces cientos o millones de aves […] y sé que algo me abandonó, que algo/salió de mí y quedé suspendido en la oscuridad” p.33).
    La destrucción y la desesperanza recorrieron América en el siglo XX. ¿Y ahora qué? Se pregunta al autor. Viendo las imágenes de los pasos fronterizos, de los ahogamientos de familias que trataban de alcanzar otra vida al norte, una se imagina lo peor. ¿Será capaz esta “América indecente” se enmendarse a sí misma, de salir del trazado de su círculo? Y por extensión, ¿será capaz Europa de aprender, de una vez por todas, la lección del pasado? Los muertos en las aguas tienen claro que no.





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