Ruido, Jorge Galán. Pre-Textos, Valencia, 2019. 108 páginas
Nacido en El Salvador, Jorge Galán ha publicado buena
parte de su obra lírica en España: Rialp (Breve historia del alba, “Premio Adonáis”, 2006), Visor (El
estanque colmado, 2010,
accésit del “Premio Jaime Gil de Biedma”; El círculo, 2014; Medianoche del mundo, 2016, “Premio Casa de América”) y
Pre-textos (La ciudad, 2011, “Premio Villa de Cox”; Ruido, 2019).
Un distintivo de su obra es el carácter mítico,
legendario, que alcanza la voz que enuncia en sus poemas. Galán suele recurrir
al versículo para evocar un pasado desolador, lleno de violencia. A menudo cede
la voz a sus personajes para que seamos nosotros quienes los juzguemos. Sus
portentosas imágenes –al servicio de la creación una atmósfera irreal, bella y
cruenta a un tiempo– poeseen una alta capacidad connotativa que nos zarandea.
Ruido no es una excepción a esta poética. El autor amplía desde
un centro su mirada, hasta abarcar todo el continente americano (“¡Oh, América,
[…] qué has hecho con nuestros breves niños, dónde los enterraste, bajo qué
duna y a la sombra de cuál arbol en llamas”, p. 85). La cronología recorre los últimos
120 años, con vagas a fechas concretas (1901, 1910, 1920, 1931, 1932…).
De fondo, resuenan los compases de Pedro Páramo. Galán elimina las barreras entre
la vida y la muerte: pone a hablar a los hombres de uno y otro lado, y es que “nadie
descansa en la ciudad de los muertos”. Al fin y al cabo, nuestro paso por el
mundo es efímero. No existen las fronteras entre ambos estados: “Nada somos
pero somos lo que seremos,/almas errantes a través de distintos abismos” p. 19.
La Historia se repite en cada uno. Y esta es una historia de terror, que nos
transmite miedo. Así, abundan en los el libro los asesinatos, las inundaciones,
las violaciones, las muertes en el fango. El tiempo aquí no pasa, o es el
mismo. Galán evoca un eterno retorno de América a sus monstruos. 120 años de
miedo, de oscuridad, de desolación. Si las vidas son intercambiables y en los
pechos se oyen las voces de las muertos, me imagino que la cronología del libro
también es simbólica. Galán alude en ocasiones a episodios concretos del Pulgarcito,
como la “la
guerra de las cien horas” que enfrentó a El Salvador con Honduras en 1969, pero
la mención a la nevada de 1932 puede interpretarse como la tormenta de nieve
que ese mismo año asombró a los mexicanos de la Baja California, o como una metáfora
de las revueltas campesinadas salvadoreñas, sofocadas a tiros (a copos) por el ejército del régimen,
que ejecutó a esos 30.000 civiles de lo que habla Galán en su poema (“Treinta
mil muertos en el desierto blanco” p. 32). A su vez, un texto duro y
maravilloso como La masacre del río de 1983, creo que denuncia –sin excluir
otras opciones– el asesinato de la población civil en los cantones de Tenango y
Guadalupe, a manos del Batallón Atlacattl y de una escuadra de aviones
estadounidense A-37 durante la Guerra Civil salvadoreña (“Se levantaron
entonces cientos o millones de aves […] y sé que algo me abandonó, que
algo/salió de mí y quedé suspendido en la oscuridad” p.33).
La destrucción y la desesperanza recorrieron América en
el siglo XX. ¿Y ahora qué? Se pregunta al autor. Viendo las imágenes de los
pasos fronterizos, de los ahogamientos de familias que trataban de alcanzar
otra vida al norte, una se imagina lo peor. ¿Será capaz esta “América indecente”
se enmendarse a sí misma, de salir del trazado de su círculo? Y por extensión, ¿será
capaz Europa de aprender, de una vez por todas, la lección del pasado? Los
muertos en las aguas tienen claro que no.
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