Blace
Gimoteos en el andén, ruido de armas. Llegó el tren que habría de
deportarlos, con su largo suspiro. Cientos de familias rotas, con el rostro
hinchado, envejecido, sin otras pertenencias que lo puesto, esperan a que
permitan subir a los vagones, donde el frío huele a madera podrida. Van
llenando el espacio con sus cuerpos, se extienden como un río silencioso, de
agua negra, helada. A una orden, las puertas se cierran. La locomotora parte
dejando atrás sus vidas. Aunque muchos se conocen, son vecinos o antiguos
compañeros de trabajo, no se relacionan, cada cual se sumerge dentro de sí,
buscando el calor de sus propios recuerdos; frotando palos y piedras dentro de
su mente, para encender un poco de futuro. Cruzan la noche, pero ninguno
duerme, ni siquiera los niños.
Los Mehrabani
comparten vagón con otras dos familias. Un muro de silencio los separa. Es
tanto el miedo, que nadie se pregunta a dónde van. Prefieren contemplar los campos, las montañas, las tierras
de sus padres en penumbra, a través de las ventanas. Muchos ni miran. Sus
nervios se endurecerían como árboles.
El viaje
hacia el exilio dura casi una semana. La madre aprieta a sus hijos contra ella,
conteniendo sus vidas para no perderlas, como la de su esposo. Se niega a
recordarlo, a recrear su imagen por la casa, por la ciudad; pero no puede: su
piel tiene memoria.
A medida
que transcurre el tiempo, sus hijos se retraen cada vez más. El niño, de siete
años, señala los objetos que le asombran o asustan; sin nombrarlos. No cree en
las palabras. La niña, de nueve, hace días que no come los mendrugos de pan
endurecido que les arrojan los soldados. Vive en su propio mundo, del tamaño
del miedo.
A los
abuelos los inquieta su hijo. Se lo imaginan escondido en los montes, aterido
de frío y combatiendo junto a los rebeldes. Ignoran que se ha enamorado de una
joven guerrillera con la que defiende a tiros el Peloponeso, y con la que
descubre el sentido de su lucha, de su vida y de su cuerpo, cada noche, dentro
de una trinchera.
El tren se
detiene, de pronto, en medio de la nada.
Sus puertas
se abren a la claridad de un territorio extranjero.
Descienden
silenciosos, atemorizados, y lentamente comienzan a caminar por las vías
muertas. Las ametralladoras les indican la dirección de la marcha. Muchos
ancianos tropiezan, pierden el equibrio, caen sobre las piedras, pero nadie se
para. Los soldados se encargan de ellos. Gritos, llantos a espaldas del pueblo
que camina con pasos inseguros, cansados y torpes, hacia la frontera. Cuando la
alcanzan, los recibe una verja cerrada. También las miles de personas que
aguardan en el barro antes que ellos. Todos están desnutridos, visten harapos.
Sus ojos ya no arden, lo mismo que los suyos; sus labios agrietados hace meses
que tampoco sonríen.
Pasa el
día. Las constelaciones cambian de lugar, se mueven por el cielo. Frente a las
verjas, hasta el aire se para.
Pasa la
noche. El ejército macedonio reabre la frontera a los miles de refugiados que
han dormido al raso.
Enseñan
documentos, relatan su detención. A cambio, les realizan un examen médico, les
dan varias piezas de fruta.
La mala
noticia la reciben en cuanto entran al campamento. Está saturado. Sólo podrán
permanecer unos días. Desde allí serán evacuados a los campos que ha levantado
la OTAN en los alrededores. Las familias, aterrorizadas, se reagrupan, se
abrazan y se juran que nadie los separará.
Brazda
Pasaron tres días. La policía macedonia reunió, bajo la lluvia, en el
centro del campamento a miles de refugiados. Los informó de la llegada de
varios trenes procedentes de Atenas, de los altercados en la frontera, de la
nula capacidad de las instalaciones para atender a todos, del colapso del
abastecimiento, del hambre, de la insalubridad. Ellos escuchaban sus razones,
las comprendían, pero lo que no entendieron nunca fueron los gritos, los
insultos y los golpes que las acompañaban.
Subieron en autobuses de chapa oxidada, destartalados. Los niños y los
ancianos, por un lado. Sus familias, por otro. Según las autoridades, la flota
se dirigiría a Brazda, a unos diez kilómetros de allí. Rugieron los motores con
menor insistencia que el temor que tenían los hombres y las mujeres a perder el
contacto visual con el primer convoy.
Baches, hoyos, charcos.
A los pocos minutos, finalmente, se desintegró ante ellos.
Sara Mehrabani,
con su pañuelo atado debajo del cuello, siguíó las huellas de los neumáticos,
trazadas en el lodo, hasta que accedieron a una carretera local, y
desaparecieron. Intentó incorporarse para preguntar al conductor, para
interrogarlo, para exigirle explicaciones, pero su cuerpo temblaba. Sollozó.
Lloró. Bramó. Su boca abierta, forzada, era un agujero negro que absorbía la
luz del mundo, en el que cabía la angustia y la pena de todos los condenados
del barzaj y
del purgatorio.
Su convoy
se detuvo en Skopje, la capital.
Para
entonces, sus hijos y sus padres ya habían descendido de su autobús y habían
caminado por un sendero de piedras hasta el perímetro de su campamento,
acordonado por una alambrada de espino y vigilado por centinelas armados de la
OTAN.
Ella
encontró alojamiento en un hogar humilde. Parada en medio de su pequeña habitación,
pensó en la soledad de su casa. Se dejó caer sobre el edredón. Gimieron los
muelles. Dónde estaba su familia... Dónde, dónde.
A ellos se
les asignó una tienda militar, en la que convivirían con otro matrimonio, algo
más joven, y con sus cuatro hijos. Volvían a hacer de padres, pero esta vez,
lamentaban el hecho y la falta de fuerzas.
Stankovic I
Les
cortaron el pelo. Les llenaron la vida de rutinas y de horarios. Había que inundar
ese vacío por dentro de la piel. Enormes filas para el aprovisionamiento de
víveres: algo de queso, pan. Sólo cuando llegaba la Cruz Roja se les abastecía
de carne, pescado en conserva, galletas, azúcar, miel, arroz, pasta, raciones
precocinadas, leche y pastillas potabilizadoras.
Largas
colas para el uso de las letrinas, para la atención sanitaria, para las
entrevistas con los equipos de evacuación, para todo, siempre: una fila de
tiempos detenidos.
La
naturaleza se empeñaba, también, en que no se perdieran en su propia oscuridad,
en que no desapareciesen por el interior de sí mismos. Tormentas, granizadas.
Se inundaron las tiendas, se hundieron los toldos, se embarró la ciudad. Las
riadas arrastraron las pocas pertenencias que tenían. Pero dejaron una: su
instinto de supervivencia. Crearon turnos de limpieza e higiene. Lo
reconstruyeron todo.
El abismo
de los niños, sin embargo, amenazaba con perpetuarse. Ni siquiera los juegos
improvisados iluminaban su fondo. Zareen Mehrabani, una mañana, se sentó a una
mesa diminuta en el puesto médico. Todavía seguía sin comer. Su cuerpo:
delgado, aplastado por la consternación y la tristeza. Tendría que librarse de
ese peso. Una sonriente voluntaria le dio un estuche de pinturas, le abrió un
bloc de dibujo por la primera página, y luego se marchó. La niña, en la
intimidad de la tienda, alejada del ruido constante del campamento, de las
patrullas de los soldados, de la vida de los adultos y de sus obligaciones,
tomó las ceras y se enfrentó al papel. A los pocos minutos, la médico sostuvo a
la luz de la ventana de plástico el dibujo de un hombre tendido sobre un charco
de sangre. A lo largo de la semana pinchó en un mural de corcho otras seis
escenas: gente corriendo en la noche, un avión disparando, un tren atravesando
la tierra, un rostro de mujer, un hospital ardiendo, una familia de siete
personas.
Comenzó a
ganar kilos.
Capítulos de mi novela Inercia, Baile del Sol, 2014
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