jueves, 3 de enero de 2019

Bajo la luz, el cepo

Bajo la luz, el cepo. Olalla Castro. Hiperión. Premio de Poesía “Antonio Machado en Baeza”. 2018.  85 páginas.


La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie se lamentaba hace unos días en la Feria del Libro de Fráncfort de que las historias relatadas por mujeres “siguen sin oirse”. De hecho, reclamaba al mundo editorial una mayor apertura en sus catálogos con el siguiente argumento: “Es importante tener una amplia diversidad de voces, no porque queramos ser políticamente correctos, sino porque queremos ser precisos. No podremos entender el mundo si seguimos fingiendo que una pequeña parte de él representa al mundo en su totalidad”. Hasta aquí, el canon literario de cualquier país está prácticamente integrado exclusivamente por hombres, son sus historias las que exportan una inequívoca visión del mundo, como si éste no pudiese observarse desde otras perspectivas y representarse de un modo diferente. Para ello, Ngozi reivindica que se publique a más mujeres y que se den a conocer sus relatos. Sólo a través de dicha difusión la otra mitad del género humano podrá sentir empatía hacia nosotras, y sólo así la Historia podrá reconstruirse por completo. Por fortuna, ediciones Hiperión lleva 40 años dándonos voz a las mujeres, creando un espacio de libertad expresiva ya desde las postrimerías de la dictadura, cuando la mordaza estaba todavía muy cerca de la mano. Desde 1976, Jesús Munárriz y Maite Merodio han sacado a la luz las obras de 84 autoras en 127 títulos individuales y 4 antologías. Una de ellas es la granadina Olalla Castro (1979), a la que acaban de publicar Bajo la luz, el cepo. Tuve la suerte de conocer a Olalla en Orihuela en 2013, con motivo de la entrega de los premios de poesía “Miguel Hernández”. Yo gané la modalidad Internacional con La Guerra de Invierno (Hiperión), y ella la nacional con La vida en los ramajes (Devenir). Ya en aquel libro, Olalla asumía una lucha por la visibilidad de sus hermanas poéticas (guiño a Amy Lowell), dedicando un par de textos a Virginia Woolf y a Emily Dickinson. Pero más allá de ambos homenajes, leemos en aquel poemario versos rebeldes, indicios de la actitud desafiante, solidaria y crítica de Olalla:


“Fuimos brujas.
Engendramos los versos insurgentes
y bailamos sin música ni oídos.
Removimos mejunjes que podían
devolvernos la voz, los pies, las alas.

Y ellos,
postrados ante sus cruces milenarias,
temblaron.”
                          (De Ardimos juntas)



Bajo la luz, el cepo escarba en esa tierra ignota femenina para exponer al sol historias turbias, desasosegantes, que simbolizan una agónica lucha universal contra las convenciones sociales y una defensa a ultranza de la individualidad. Dividido en cuatro partes simétricas -de diez textos cada una-, la autora presta voz a dos mujeres, un niño y deja abierta la interpretación sobre el género del protagonista del último relato.
  
La expedición perdida de Franklin (1845-1848) no deja de recordarme a mi poema La exploración (1833) (de mi aludido libro finlandés) y a la novela Terror, de Dan Simmons (Roca, 2009). Simmons, Olalla y yo dedicamos nuestras obras, desde ángulos distintos, a la búsqueda ártica del mítico Paso del Noroeste. Yo me centro en la expedición de Adolf Erik Nordenskiöld, y ellos en una posterior, de John Franklin. Si Simmons convierte su libro es un maravilloso y escalofriante relato de miedo (recientamente convertido en serie para AMC, producida por Ridley Scott), Olalla ofrece una versión plausible de la tragedia desde la perspectiva ficticia de una mujer enrolada en el Erebus. Vestida de varón para huir de un destino aciago (un matrimonio forzado), la mujer que enuncia emprende un viaje sin retorno al infierno glacial. ¿No intentó sor Juana Inés de la Cruz estudiar en la universidad de la corte virreinal travestida de hombre, allá en el siglo XVII? La historia está llena de mujeres que tomaron posesión de su vida por medio de un disfraz. El hielo simboliza el entusiasmo por la conquista interior. “Soñábamos con ir siempre más lejos”. La mirada pura de la mujer no deja pasar la ocasión de criticar el imperialismo británico en tierra de los inuits: “Somos quienes invadimos su tierra/ cargados con estúpidos objetos”.

Por la ruta de Siskiyou (1848-1855) nos cambia de escenario. De las banquisas, nieves y trineos del Polo Norte nos vamos a la legendaria California, tras la pista del oro. Como en la historia anterior, Olalla describe en hermosos versos tanto la naturaleza salvaje como los pormenores de la expedición, de la lenta caravana al Oeste, halagando todos nuestros sentidos:

“Cada noche somos
una fila de luciérnagas
que baila entre las pitas.
Huele a aceite de quinqué y lo sombrío,
envuelto en paños húmedos,
se guarda en el fondo de la alforja.”


Esta vez, el protagonista es un niño obligado a madurar en hostiles circunstancias (los indios y la sombra de Caín –Antonio Machado, dixit-):

“Durmamos ahora
sobre esta blanda miseria que nos une,
pues cuando haya porvenir
no habrá descanso.”

Las histéricas de La Salpetrière (1862-1867) supone un cambio en el patrón narrativo de la autora. Del relato de un viaje, pasamos a la descripción de un lugar concreto; de la libertad ambulatoria pasamos a la reclusión forzada. En este caso, en un hospital parisino de negra reputación desde sus remotos orígenes. De nuevo habla una joven en los versos. Una mujer internada en el ala del sanatorio reservada para las enfermas. Olalla denuncia con rotundidad el uso terapéutico de duchas a presión y de descargas eléctricas en el pavellón de mujeres, el estado catatónico en que se quedaban. No deja de ser coincidencia que Rosana Acquaroni haya denunciado en La casa grande (Bartleby, 2018) semejante modus operandi, bien es verdad que en un espacio-tiempo más cercano a nosotros: años 60, hospital Alonso Vega de Madrid. Olalla va mucho más allá al sugerir violaciones, e internamientos forzados por maridos que mueven a las mujeres por el tablero de la vida como los antiguos señores feudales, según su voluntad.

La leprosería de la isla de Molaki (1866-1869) de nuevo se ubica en un lugar fijo, situado en una de las islas de Hawái. En esta sección encontramos alguna de las mejores imágenes del libro:

“Cuando la luz descorre nuestro miedo
nos miramos por primera vez los rostros.
Me agarro al muñón que se me ofrece.
Acaricio esta bulbosa suavidad
y dejo que me arrastre.
No entiendo la lengua en que me habla,
pero descifro el tacto”.

Presumiblemente protagonizado por una mujer (“También mi cara fue lechosa. Y llana./ Me duermo acariciendo esa tersura”), por medio de un flash back la voz que habla recuerda su miserable vida a raíz del contagio de la lepra: la venta de sus hijas, la esclavitud en los campos de azúcar y el exilio forzado.

Muy buen libro Bajo la luz, el cepo. Aquellos incrédulos del estado de salud de nuestra posía actual no deben dejar de leerlo. En las aguas del río lírico patrio todavía se encuentran virutas de oro, pero hay que buscarlas con ahínco.


Esta reseña ha sido publicada por la revista digital Oculta Lit (13/12/2918).
Una versión más reducida fue publicada por el suplemento del diario El Mundo: El Cultural (22/12/2018).


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