La casa grande, Rosana
Acquaroni. Bartleby, Madrid, 2018. 86 pp.
Un libro de poemas puede ser una ventana abierta de par en
par al pasado, un haz de luz adentrándose quebradizo por nuestra galería
interior, una acumulación de claridad que denuncia las sombras de la Historia.
Y un poeta, a su vez, puede ser un pétalo resistente a las nevadas, frágil y
terco; o una nube delicada que oculta una tormenta. Rosana Acquaroni y su
último poemario encajan en ambos perfiles como dos velas obstinadas en su
candelabro.
La casa grande desvela
un secreto familar. Comienza in medias res y nos relata una historia. Abre un tajo en la fruta madura de una casa
para mostrarnos el jugo que guardaba dentro, ácido, agrio. El libro irá
alternando, de principio a fin, poemas líricos y narrativos con los que evocar
emociones y recuperar el tiempo que quedó sin florecer. Supone un homenaje póstumo a la madre perdida, un
recuerdo nostálgico de la infancia abolida y un testimonio crítico del
franquismo y la Iglesia.
La obra se divide en cuatro partes. La primera describe el
ambiente opulento en que se crió la voz que enuncia: burgués, acomodado. En esa
casa grande a ojos de una niña no faltan las “mantelerías de hilo”, “cajitas de
nácar”, “las toallas de rizo americano” ni “las colchas de encaje”. No
obstante, pese al refinamiento del entorno, las personas que habitan ese
espacio soportan sobre sus hombros una tragedia íntima, arrastran un saco de
tristezas y culpas que abre un pozo a sus pies. La madre es la querida de un
hombre misterioso y adinerado. Comparte con su hija esa confidencia. Pero la
doble vida, de horizonte borroso, tiene consecuencias nefastas: “el tálamo
escindido”, “la gélida ignorancia de dos cuerpos / que no se resucitan” o “el
silencio / enfriando la casa”. Sobresale el poema de la huída, tierno y
descorazonador: padre e hija abandonan el hogar para instalarse en un hotel de
paso:
“Recuerdo su penumbra,
la
moqueta gastada,
la filigrana gris
de una luna creciente
sobre el papel pintado.
Las dos camitas juntas.
La orfandad para siempre de mi padre.
Su muda dobladita
dentro
de la maleta.”
¿Qué puede hacer una niña cuando cuando una fuerza superior
la desgaja de su mundo? ¿Qué crédito puede tener la realidad a partir de ese
instante para ella? ¿Cómo se crece sin el amor de una madre? ¿Cómo se sale
indemne de una “pubertad entristecida”?
La segunda parte del libro es un flash back. Acquaroni nos describe a una madre joven, “menuda”,
“deslumbrante” y cosmopolita. Sugiere que ya por aquel entonces era la querida
de un hombre, no sabemos si casado. Este amor prohibido, sin embargo, no la
hacía feliz. Su vida era una espera. Su cuerpo, una pausa. La presión social,
además, la ampujaba por la pendiente del matrimonio forzado (“estas
hecha de nadie/ y no sirves de nada sin un hombre”), como a tantas otras mujeres educadas en la obediencia y en la
anulación personal.
La tercera parte de La casa grande se centra en la denuncia de los centros psiquiátricos
de los años 60. Allí se recluía a las mujeres, se las sedaba, se les retiraba
su vida como quien monda el abrigo a un melocotón, se les espantaba los
colores, las vaciaban de sueños. Eso al menos, en el mejor de los casos, porque
en el peor alisaban su tiempo hacia la muerte:
“AQUEL INFIERNO SE LLAMABA ALONSO VEGA.
Lo dices en un cuento que escribiste después:
Me ataron con correas y apagaron la luz.”
Destaca de este conjunto de poemas el del página 68: montaje
cinematógrafico de dos escenas antitéticas que transcurren en paralelo: la
tortura a la madre y el juego de la hija. Poema intenso, sobrecogedor, que –en
mi modesta opinión– debe terminar en esa misma página. La información que se
ofrece en la 69 –meramente personal– resta intensidad al texto, lo desinfla.
La cuarta parte es un epílogo que explicita la comprensión y
la empatía hacia una madre desgraciada, que tuvo la mala fortuna de nacer en
una época donde las mujeres no gozaban de independencia, donde las cruces dictaban los valores morales, donde la sociedad
creaba mecanismos para ocultar a quienes desafiaban las convenciones de su
tiempo, donde era preferible la destrucción de las personas a su realización
plena.
Muy buen libro La casa grande: revelador, cuidado, hondo. Quien se haya cansado de la poesía precocinada e insípida tan de moda
hoy, aquí encontrará un pastel de toronja artesanal, dulce y amargo, como la
propia vida.
Esta reseña ha sido publicada por la revista Oculta Lit. AQUÍ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario