Juan Antonio Marín. La noche y su perdón. Universidad Popular José
Hierro. 78 páginas. XXV Premio Nacional de Poesía José Hierro. 12,07 euros
No hay obra literaria que merezca la pena que no trate
directa o indirectamente de la muerte y del tempus fugit, desde las medievales coplas de Manrique hasta En busca del tiempo
perdido de
Proust, por mencionar dos ejemplos señeros. Estos son los temas que aborda en
su último libro Juan Antonio Marín, un poeta de suerte desigual: avalado por los lectores
habituales del género, y sin embargo ausente de la nómina de poetas que
componen su generación (nacidos en los 60). Su modestia, manifestada por él en
sus composiciones (“tan sólo quiero hablar, jugar con las palabras,/ soñar a
media tarde/ y dejo para otros el mapa de la perfección,/ la exigencia y el
bien/ que yo sólo me ensayo en la caricia./ Después de todo,/ a quién puede
pesar que sobren ríos en el mundo,/ o que sobren ramajes en invierno”) no debe
ser impedimento para su inclusión entre lo más granado de su quinta poética. El
tiempo, los siglos, ya se encargarán de seleccionar, descartar y clasificar a
los autores que las futuras generaciones lectoras consideren más afines a su
sensibilidad, o más representativos del siglo XXI. Entre tanto, sumemos y no
restemos nombres, y menos aún cuando han demostrato sus kilates en libros
contundentes, como lo es La noche y su perdón.
Marín, desde El horizonte de la noche (Premio Adonáis, Rialp, 1992) a Yo
he vivido en la tierra (Polibea, 2011) -los poemarios que abren y cierran el arco de su
obra hasta el libro que reseño
hoy-, se ha entregado a una estética a contracorriente de la mayoritaria: de
alto vuelo imaginativo, evocadora y hermética; esa que ahora se abre espacio en
colecciones menos independientes, esa que ha seguido un hilo escurridizo y
brillante desde las Vanguardias (dejando un puñado de nombres imprescindibles:
Gamoneda, entre muchos otros).
La noche y su perdón es un canto a la vida desde la
conciencia de la caducidad. El sujeto lírico, a través de monólogos, se incita
tanto a la escritura (“Escribe para arder”) como a la existencia tranquila y
desambicionada. Sólo hay un mandato que cumplir en el mundo: “sé feliz”. El
resto nada importa. Es la única ley antes de que se cumpla el destino de todos:
“No habrá más luz un día, sólo habrá firmamento/ oscuro y sin edad”. En el
tránsito entre dos silencios (Thoreau dixit): las dudas (“no sé qué significa la alegría/ que se
enciende y se apaga”), la felicidad que reside en las pequeñas cosas (“a mí que
me acaricien las flores… la energía/ que aguarda el alimento y explota en el
alcohol”), la soledad, el descrédito de que las palabras sirvan para algo, la
ilusión de que exista lo real, la conciencia de que la extinción personal es
intrascendente (“¿Qué le importa a la tierra que se muera otro cuerpo/ si el
abono lo tiene asegurado?”), la aceptación estoica de los límites (“No le voy a
pedir cuentas al tiempo,/ voy a estarme tranquilo/ esperando la paz o no
esperando nada”), el lento deterioro de la fuerza, la amistad, la conciencia de
uno.
Juan Antonio Marín ha escrito un poemario sincero, hermoso y
terrible, porque nos enfrenta a un espejo. Posiblemente, se trata de su mejor
obra. Los versos aún retumban cuando cierras el tomo, y son versos que duelen.
¿Te atreves a mirarte en el cristal?
Esta reseña ha sido publicada en el blog La Tormenta en un vaso. Original, aquí.
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