Alfabeto, Inger Christensen. Traducción de Francisco J. Uriz. Sexto Piso.
2014. 192 páginas. 18 euros.
La unión de la ciencia y de la literatura viene de
antiguo. No se puede entender la mística, por poner un ejemplo, sin la
influencia que tuvo en ella la filosofía natural del Renacimiento. Así, el
franciscano Juan de Pineda echa mano de las reacciones químicas de la sal al entrar
en contacto con una fuente de calor para explicar el concepto de la gracia divina. León Hebreo, por citar otro nombre, recurre
a la óptica para aventurar una hipótesis sobre la imposibilidad que tienen los
ojos humanos de ver a Dios. En estos y otros muchos casos –narrativos y líricos– se
aprecia la necesidad que tienen los autores de decir lo inefable por medio de
comparaciones, metáforas y símbolos procedentes del ámbito científico. Basta un
poco de conocimiento de la historia de la literatura –no es ni siquiera
imprescindible salir de la española– para comprobar que literatura y ciencia
llevan juntas unos cuantos siglos, tratando de ensanchar nuestra comprensión
del mundo. Viene al caso este prólogo porque el poemario que reseño hoy es un
perfecto ejemplo de amalgama entre la poesía y las matemáticas. En Alfabeto, la escritora danesa Inger
Christensen toma
de esta última especialidad científica la denominada secuencia de fibonacci,
de modo que cada
poema tiene el número de versos resultantes de la suma de los dos poemas
anteriores. Este patrón numérico no es baladí. La autora recurre él con los
objetivos muy claros. Esta repetición matemática corre en paralelo a la
repetición léxica, de modo que en el libro se esparcen imágenes por aquí y por
allá, separadas en el espacio, tejiendo una red asociativa de evocaciones y
resonancias internas. Fondo y forma son inseparables. ¿Qué evoca Inger
Christensen?
Plenitud y amenaza. Estas emociones –contrarias– se suceden a lo largo del
libro, crecen con él a medida que se expanden los poemas matemáticamente, como
el universo. No hay escapatoria. Ni en un sentido ni en otro. Lo que sí existe
en una progresión, un crescendo emocional simultáneo al numérico. Así, nos encontramos
al comienzo del poemario con los siguientes símbolos, perteneciente a un campo
semántico bélico: “hidrógeno” (poema de dos versos), “asesinos” y “muerte”
(poema de cinco versos), “viudas” (poema de diecisiete versos), “fusil”,
“crimen” y “venenoso” (poema de veintiún versos), “hambrunas”, “ataúd”,
“cadáver”, “Estigia”, “telones a acero”, “cazabombarderos” (poema de cincuenta
y cinco versos) que desembocan –una vez que la autora nos ha evocado en la conciencia una
emoción de muerte
y devastación–
en un impactante poema dedicado íntegramente a las ciudades japonesas de
Hiroshima y Nagasaki, destruídas por la bomba atómica, ya sentenciada –a favor
de los aliados– la Segunda Guerra Mundial. Las habilidades técnicas de Christensen son prodigiosas.
Téngase en
cuenta, además, que al tiempo la autora sostiene el discurso contrario y canta al amor
con idéntica
fuerza. Por si fuera poco, la poeta se autoimpone una regla más: el uso, en
cada texto, del protagonismo de una letra distinta del alfabeto. Estas
aliteraciones comparten el mismo fin que el resto de recursos: connotar la
imposibilidad de escape de nuestras emociones contrarias. Los juegos fonéticos,
léxicos, semánticos y numéricos dan perfecta coherencia al libro, pese a los
cambios bruscos de línea temática con que el lector tropieza a cada instante. Y
hablo de líneas temáticas porque en el poemario, salvo en contadas ocasiones,
se prescinde de la anácdota o del argumento racional. Los textos se construyen
por enumeraciones de símbolos y alusiones de gran capacidad connotativa. De
hecho, es un poemario de hallazgos sorprendentes, donde se dan la mano el mito
y la fantasía, lo real y lo inverosímil. No sólo alberga imágenes y visiones
bellísimas, desconcertantes, extrañas, sino que tiene un alto grado de denuncia
del eco-cidio humano. En una época de agotamiento de los recursos naturales, de
llamada a la preservación de la biosfera y de fin de ciclo, Alfabeto es todavía un libro más
imprescindible aún, si cabe.
Por cierto, impecable la traducción de J. Uriz; y hermosa, delicada, la edición
de Sexto Piso. Es un libro para tenerlo en casa.
Esta reseña ha sido publicada por el blog La Tormenta en un vaso. Enlace, aquí.
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