La feria de las tinieblas, Ray Bradbury. Traducción de Joaquín Valdivieso. Barcelona: Minotauro. 2019. 231 páginas.
42 años tenía Ray Bradbury cuando publicó su tercera obra de largo aliento, La feria de las tinieblas. Es decir, 12 menos que uno de sus tres protagonistas, Charles Halloway, el circunspecto conserje de biblioteca que trabaja en horario nocturno. Esta novela aborda los motivos que obsesionaron a su autor, y a los que dedicó miles de páginas durante su dilatada carrera, pero esta rosa tiene un perfume diferente a todas las demás. Bradbury nos habla de la muerte, del tempus fugit, de la insatisfacción existencial, del ansia de plenitud… pero no lo hace con el tono alegre y resuelto de El verano del estío, sino con uno tétrico y macabro. Se trata de una obra de terror.
El escritor californiano nos seduce con el atractivo del suspense, de la fantasía y de la aventura para luego bajarnos a los estratos más profundos del alma y enfrentarnos a nuestros propios miedos. Miedos muy reales, pues golpean a muchísimas personas. Porque el terror no es algo ajeno al mundo cotidiano, sino consustancial a él. ¿Y qué nos produce terror? La falta de perspectivas, de metas, de proyectos, el vacío que se vislumbra al otro lado de una puerta por la que debemos pasar. Y de eso habla Bradbury: de los hombres y mujeres que viven amortajados en su propio hastío.
La feria de las tinieblas cuenta la historia de dos adolescentes a punto de cumplir los 14: Jim y Will. Se localiza en Illinois, a finales de octubre. Este mes tiene una simbología concreta para el célebre autor de las Crónicas marcianas, pues representa la melancolía (ese gusto por lo crepuscular queda manifiesto en un par de colecciones de relatos: El país de octubre y Remedio para melancólicos). En esa época del año llega a Green Town una Feria inaudita, poblada por criaturas curiosas (un hombre con el cuerpo ilustrado, la bruja del polvo o la mujer más hermosa del orbe) y dotada de atracciones fascinantes (como el laberinto egipcio de espejos o el tiovivo mágico). Los amantes del género ya habrán vislumbrado la extensa sombra que Ray Bradbury proyectó en Joan Manuel Gisbert; en concreto, en un par de novelas: La feria de la noche eterna y La aventura inmortal de Max Urkhaus. Pero sigamos.
Jim y Will poseen personalidades distintas, que determinarán el rumbo del relato. Mientras el primero vive cada segundo como si fuese el último, con la intensidad del relámpago y le faltan sentidos para captar la inmensidad de su existencia; el segundo es apocado y cauto como su padre, Charles, al que mencioné al principio: un tipo taciturno cuya vida transcurre en su interior. Jim y Charles simbolizan los extremos. Ninguno está conforme con las cartas que el destino les ha dado para que jueguen su partida. De modo que ambos experimentan una frustración constante. Jim quiere ser adulto; y Charles se siente un viejo al lado de su hijo, al que saca 40 años (y he aquí otro motivo capital de la obra de Bradbury: las relaciones paterno-filiares).
Este es el statu quo que describe el planteamiento de la novela. Acto seguido, se produce un giro dramático: los jóvenes son testigos de los efectos perversos que tiene sobre las personas una atracción del recinto ferial. Y aquí se enfrentarán a un conflicto moral: ¿desvelarán el secreto a las autoridades para salvar la vida de la gente o se olvidarán del asunto para protegerse a sí mismos?
La feria de las tinieblas nos relata el rito de paso al que se enfrentan sus tres protagonistas. El maestro de ceremonias, contra todo pronóstico, es Charles, quien evoluciona gracias a su vástago. El arrojo que estrena su hijo en un momento climático le sacudirá el polvo de su apatía. Este cambio que se produce en su alma lo lleva a comprender que la vida no es una fruslería, sino un bien pasajero e irrepetible en el que debe involucarse. La conversión se produce en un lugar simbólico, la biblioteca pública. Será en el templo de la palabra donde los muchachos le confien lo que han visto, y será aquí también donde el bibliotecario descubra los orígenes remotos de la feria, el alimento que la sostiene a través de los siglos y el sentido real de la existencia humana.
Un nuevo —y desasosegante— giro argumental nos lleva con el corazón en un puño hasta el desenlace, escorado hacia el lado del terror.
La feria de las tinieblas es un libro de hondura filosófica. La brillantez del estilo y el subgénero elegido para escribir la historia son cantos de sirena que, bajo la apariencia del entretenimiento y del goce estético, nos arrojan contra los escollos de nuestra incertidumbre (¿qué me espera a partir de los 50?), contra la insatisfacción que reduce las mentes a migajas, y contra el desencanto de quien interpreta un papel banal en su propia novela.
En realidad, el libro supone un canto a la aceptación de los placeres que reporta cada etapa vital. Hay que leerlo como un escalofriante carpe diem dirigido a lectores de entre 13 y 100 años. El latido frenético de las escenas de acción (persecuciones, ocultamientos) rendirá a los más jóvenes, mientras que el ritmo pausado e introspectivo de las reflexiones de Charles es probable que sean más del gusto de los veteranos.
Acabo con una sugerencia: es un estupendo regalo para estas Navidades.
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