Vuelavoz, Álvaro Tato. Hiperión. 87 páginas. 2017. 11 euros.
Uno de nuestros poetas más singulares, de los que tiene
una voz propia y reconocible, es Álvaro Tato. Su último libro de poemas
prosigue la senda por la que se aventuró en 2011 con Gira, obra excepcional por la que
obtuvo el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández. En aquellos poemas, Álvaro
se desprendía del culturalismo de sus primeros títulos, de sus piruetas métricas,
del caparazón bajo el que se ocultaba, para adentrarse en sí mismo,
inspeccionar su fondo con honestidad y compartir su mundo con nosotros. Con un
estilo de línea clara, minimalista y evocador, el poeta nos hablaba –decantándose
por el heptasílabo– del paso del tiempo, la muerte, el viaje interior y de la
necesidad de vivir el momento. Su nueva obra, Vuelavoz, insiste en estos temas, sólo
que ahora lo hace en un moderno diálogo con nuestra tradición lírica oral. Este
conocimiento de la poesía popular dota a Álvaro de solvencia para entregarnos
un libro fresco muy bien armado, que suena conocido pero reconocemos como
nuevo. Que nadie olvide que el poeta, además de filólogo, es autor de versiones
para la Compañía Nacional de Teatro Clásico (El alcalde de Zalamea y El perro del hortelano), además de alma mater de la compañía teatral Ron Lalá,
con la que ha estrenado, entre otras, las obras En un lugar de El Quijote y Cervantina, coproducidas por la CNTC. Álvaro
no sólo conoce la historia de la literatura, sino que la encarna, la vive desde
dentro. Lo mismo que Cervantes, Lope o Calderón mezcla en sus textos caudales
procedentes de la lírica tradicional y de la culta. Y lo hace con ingenio, con
humor y hasta con contundencia lapidaria (“Duras un sueño;/te dan el don/de
hacerlo cierto”, de Amanecer). El libro se estructura en cinco partes. La primera, decía,
aborda los tópicos clásicos del tempus fugit y el carpe diem, pero los trata utilizando los
recursos de la poesía popular: estribillos, repeticiones, paralelismos, pies
quebrados o rimas asonantes (“Quien tiene alas/mira el abismo/y ve un camino”
de Silvida).
La segunda (“Menteoros”) recoge poemas muy breves, de apenas dos versos;
fugaces e impactantes: “Rato de vida,/ hazte mi casa”, “Asombro,/¡arre!”. La
tercera se centra en el amor, en el erotismo, a modo de refugio contra nuestra
contengencia y caducidad. Álvaro Tato juega a construir poemas con pareados,
con definiciones vanguardistas (irracionales, “Tus manos/incendios de cristal”),
o con versos trisílabos. La penúltima sección glosa cancioncillas del siglo
XIV. La última, que trata de distintas materias, nos ofrece la clave de la poética
de su autor: “Nuestra voz se derrama/ por los demás/…/baña el campo del
tiempo,/ salta de vidas/ a vidas, se agazapa en el silencio/ y nos vuelve a la
boca/ bajo palabra/ de seguir dando luz a nuestra sombra” (de Tradición). La ilustración de la cubierta
no podía ser más coherente con el libro: un pez-pájaro de dos mil años de antigüedad
que ha llegado a nosotros porque se ha mantenido dentro de una gota de ámbar
(la cubierta dorada del volumen); la palabra también trasciende el tiempo, los
motivos y metros populares perviven a través de Álvaro Tato.
Es curioso que uno
de los rasgos más característcos de nuestra literatura áurea (aúrea porque no tiene parangón con
ninguna otra etapa de nuestras letras, supone la cumbre de la lírica nacional,
y hasta de la europea), la convivencia de diferentes tonos, registros y miradas
en las obras de un mismo –y cultivado– poeta, se haya perdido en la lírica del
siglo XXI. Aquella riqueza que encontramos, por ejemplo, en Góngora, Quevedo o
sor Juana Inés (autores cultos y populares, humorísticos y graves, sencillos y
herméticos) ha dado lugar a la voz monocorde que impera hoy. Menos mal que aún
quedan escritores con un amplio bagaje cultural que siguen innovando del único
modo posible: bebiendo de la fuente Castalia.
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