Poesía, Elizabeth Bishop. Vaso Roto. Traducción de Jeannette L.
Clariond. 2016. 592 páginas. 29 euros.
La obra poética de Elizabeth Bishop llama la atención por
varias razones. La primera de ellas tiene que ver con el tempo de publicación de sus libros. La
autora norteamericana publicó solamente cuatro libros en vida. Uno cada década.
Se trata de un escritora meticulosa y detallista, ajena a las velocidades que
alcanzaban otros, inmersa en su propia creación, sin mirar ni a un lado –la crítica–
ni a otro –los lectores–. Su paso era lento, pero seguro. Un paso firme,
siempre bien pensado. Tanto es así, que cada libro le reportó uno o varios
premios de reconocido prestigio: Norte y Sur (1946), el Houghton Mifflin y el
Pulitzer; Una fría primavera (1955), el National Book Award y el National Book Critics
Circle Award; Cuestiones de viaje (1965), no cosechó ninguno; y Geografía III (1976), el Neustadt International
Prize for Literature, que la consagraría a nivel mundial. Esta morosidad
editorial la encuentro muy relacionada con su propia escritura. Elizabeth
Bishop es una escritora de poema rocoso, de verso contundente, de lectura difícil.
Cada texto exige un alto grado de concentración a sus lectores. Su lectura
agota. También reconforta. Bishop es, ante todo, una estupenda descriptora de
paisajes. Sus versos rinden homenaje a su tierra de adopción (Florida), pero también revelan el
deterioro de los lugares de su infancia (La aldea de los pescadores) o tienen un valor simbólico de pérdida
y/o esperanza (Cabo Bretón, donde la autora dibuja el paisaje desolado de Nueva
Escocia: sus glaciares, nieblas y acantilados, sus escuelas cerradas, sus
carreteras abandonadas, y donde de pronto, un padre que sostiene a un bebé se
apea de un pequeño autobús y se adentra en su casa junto al mar). Además de
estos lienzos verbales, enmarcados en la naturaleza, Elizabeth Bishop tiene una
aguda mirada social de tipo urbano, caso del espléndido Estación de servicio
(aquí la autora
pinta a los hijos “grasientos”, “sucios” del propietario de la gasolinera; la
familia vive en una contrucción de cemento tras los surtidores, y cuando el
panorama no puede ser más descorazonador, una serie de símbolos –una begonia,
un mantel bordado– nos evocan una presencia femenina protectora, vigilante de
la comodidad de la familia: “Alguien nos ama a todos”, concluye el texto). En
otras ocasiones, la descripción de un entorno doméstico, de un espacio civil,
plantea hondos dilemas a los protagonistas de los textos. Me refiero al poema En
la sala de espera, donde
la autora recuerda –a través de un monólogo interior– una experiencia de cuando
apenas tenía siete años. El poema En la sala de espera nos descubre a la niña que fue
leyendo un ejemplar del National Geographic y preguntándose sobre conceptos
como los de identidad, raza o género. (Imposible no relacionar esta temprana conciencia de
pertenencia a un grupo –“Tú eres uno de ellos”, “¿qué similitudes nos mantenían
unidos a todos?–, con la novela Frankie y la boda, de Carson McCullers, donde la
pequeña protagonista también se interroga sobre el concepto de comunidad humana:
“Toda esa gente,
y tú no tienes idea de qué es lo que les junta. Debe de haber alguna razón,
alguna conexión, y sin embargo, no se me ocurre cómo nombrarla”.)
Elizabeth
Bishop, que se crió con sus abuelos en Nueva Escocia, nos brinda algún
poema-recordatorio de las viejas lecciones aprendidas de sus mayores (Modales:
“Siempre ofrece
subir al coche a todo el mundo;/no lo olvides cuando seas mayor). Su obra,
racional, hermética, no tiene concesiones emotivas; es puro granito, perfección
formal. Y sin embargo, atrapa. Al menos, aquellos poemas más apegados a un
recuerdo. Aquí humean los rescoldos de la emoción: “La vida y el recuerdo de ésta,
ilegibles,/borrosos, pero cuán vivos, cuán entrañables, al detalle” (Poema). Sorprende, no obstante, el
escaso número de textos amorosos, cuando la vida sentimental de la autora sufrió
hondas decepciones y su relación con la arquitecta brasileña Lota de Macedo
Soares acabó con el suicidio de ésta. Por otro lado, la traducción es muy
buena. Exacta. Prescinde de las rimas en pos de la contundencia del mensaje. El
volumen, bilingüe, incluye notas y un apéndice con manuscritos inéditos
fotografiados. Quien lea este imprescindible libro debe hacerlo despacio. Debe
saborearlo a sorbos. Exige paladares selectos. Bishop no es una Coca-cola, es
un Domaine de la Romanée-Conti, un caldo de Borgoña.
Esta reseña ha sido publicada por La tormenta en un vaso.
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