Noches blancas, Fiódor Dostoievski. Nórdica Libros. 2015. Traducción
de Marta Sánchez-Nieves. Ilustraciones de Nicolai Troshinsky. 125 páginas.
Fiodor Dostoievski apenas tenía 27 años cuando escribió
su novela corta Noches blancas, obra heredera de motivos y temas románticos, aún alejada –en
lo estético y en lo ideológico– de sus grandes novelas, Crimen y castigo (1866), El idiota (1868) y Los hermanos
Karamazov (1880).
En esta nouvelle, sin embargo, el joven escritor ruso adelanta algunos de los
rasgos característicos de sus futuras obras, como el fino y detallado análisis
de la psicología de cada personaje, en contraste con la escasez de datos plásticos
que pudiesen retratarlos físicamente. Dostoievski delega la responsabilidad
enunciativa en un narrador en primera persona que carece de nombre, pero que
denomina a sí mismo un soñador. Se trata de un personaje de diseño romántico, hermano del
Manrique de El rayo de luna pergeñado por Bécquer. Ambos comparten el gusto por los
largos paseos solitarios, sus enamoramientos de damas irreales o su pereza
vital para el desempeño de grandes trabajos. Desde el comienzo de la obra, el
lector empatiza con él, con sus ansias de totalidad y con su frustración. En
esto somos hijos del Romanticismo. Este soñador, por otra parte, se nos revela un
personaje moderno, consciente de su estatus ontológico. No sin cierta ironía,
se considera un tipo, un carácter, al que falta desarrollo, quizás porque no ha vivido lo suficiente,
porque le falta un cúmulo de experiencias para acabar de hacerse. Dostoievski, con estas
aprecaciones metaliterarias (tan actuales hoy), juega con las convenciones de
la novela aristocrática rusa. En su monólogo –de estilo delicado y elegante–,
este soñador relata
a los lectores su única aventura sentimental, hito que transcurre a lo largo de
tres noches blancas –en las que el sol no acaba de ponerse– en la ciudad de San
Petersburgo. Esta ambientación fantástica –por lo peculiar y lo extraordinario
de un fenómeno natural que sólo se registra en las inmediaciones de los Polos–
avecina la obra al Romanticismo, confiere un halo de misterio a las dos
criaturas que se encuentran, por azar, bajo el sol de medianoche. ¿Será verdad
lo que el narrador nos cuente bajo el embrujo del solsticio de verano, o será
un devaneo de su alma soñadora? Lo cierto es que, si bien la atmósfera es romántica,
los monólogos que intercambian ambos protagonistas nos describen, con detalle,
la miseria y estrecheces de unas vidas bastante apegadas al mundo real. Junto
al canal del río, el soñador entabla un diálogo con un dama melancólica y triste. La
pareja pacta confesarse sus secretos con la intención de acompañarse mientras
llega –o no– el prometido de ella, tras un año de viaje. Estas largas
intervenciones, junto a las réplicas cortas que se dirijan, serán las
encargadas de caracterizar a cada personaje. A Dostoievski no le interesan las
transiciones entre las tres noches, ni la escenografía, se centra en los diálogos.
Por ellos iremos conociendo las complejidades afectivas de dos individuos que
nos representan a todos con sus dudas, anhelos y contradiciones.
La edición del libro que ha preparado Nórdica es una
delicia. Si la maquetación es impecable y la traducción amena, las
ilustraciones del joven Nicolai Troshinsky (por la viveza de su colorido, por
lo sorprendente de sus perpectivas y por la habilidad del trazo) justifican las
ansias de posesión del volumen que enciendan a todo buen amante de la lectura y
de la pintura.
Esta reseña ha sido publicada por La Tomenta en un Vaso. Enlace, aquí.
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