Artículo de la profesora Olga Casanova
El País. 4 /01/ 2000
Hay tantas cosas que una sociedad debe exigir y dar a sus
profesores -si fuera consciente de la importancia de la calidad de su labor-
que no deja de resultar absurdo que alcancemos un protagonismo tan escaso, una
valoración tan pobre sobre nuestros juicios y apreciaciones cuando tenemos una
información directa sobre cómo será el próximo mundo, el que ahora estamos
fabricando. Cuando aparecemos es siempre por semanas blancas, por navidades,
los días sin clase por la tarde en junio o las vacaciones de verano. La obsesión
por los horarios escolares no es siempre el síntoma de una preocupación por la
calidad de la enseñanza, especialmente cuando para algunas asociaciones de
padres se convierte casi en el único tema a analizar y combatir. Vivimos en una
sociedad que desconoce y se ausenta de sus obligaciones educativas gracias al
trabajo porque eso le permite no tener que analizar y comprometerse y sí exigir
a la escuela unos horarios y unas temporalizaciones que le permitan delegar en
otros la educación de sus hijos, una educación que no sirve para mucho si esa
responsabilidad no es compartida entre familia y escuela. No deja de ser
contradictorio que las familias abominen, con o sin razón, de la semana de
Carnaval pero que no reivindiquen con la misma pasión el derecho a unos
horarios laborales que les permitan regresar antes a casa y ocuparse y convivir
con sus hijos. Éste es un mundo que crea huérfanos y que exige a la escuela una
paternidad a la que no está llamada aunque su labor sea la de tutelaje y acompañamiento.
La educación escolar, pese a todo lo que conlleva, no puede suplir las
responsabilidades de las que la familia y la sociedad pretenden desprenderse
con respecto a sus niños y adolescentes.
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